Yusef Komunyakaa. Prisioneros

Presentamos dos textos claves del celebrado poeta estadounidense en la traducción al español de Juan José Vélez Otero.

 

 

 

Yusef Komunyakaa

 

 

MUÑEQUITAS DONUT

Las tres, sonrientes, esperaban
fuera de Toc con donuts y café
para el pelotón verde, sucio de polvo,
que llegaba de la batalla.
El sol de mediodía
caía sobre sus vestidos
celestes con la insignia
de la Cruz Roja en sus pechos
como animadoras no muy entusiastas.
Pero los soldados pasaron de largo
con mirada de batalla nocturna
todavía en sus ojos
y los nombres de los compañeros muertos
pegados a la garganta.
Más allá de los montes, un cañón antiblindados
sostenía un diálogo con un mortero.
Anduvieron mil yardas más con la misma mirada
hasta que se deshicieron de las botas y de los uniformes
y se escondieron en las casetas metálicas
a limpiarse la noche con una ducha.
Durante días, las muñequitas donut
no pararon de menear
las cabezas, como caballos
agitando las crines.
Incluso en el Club de Oficiales
no podían apartar la vista
de la fila de soldados de infantería
que arrastran los pies cansados
con una melodía monótona
dentro de sus cabezas derrotadas. Ni siquiera
se daban cuenta de las manos
que se deslizaban bajo sus uniformes desabrochando
los cinturones ajustados a sus carnes blancas.
 

 

PRISIONEROS

A menudo, en la pista de helicópteros,
los veo tambalearse
por el ardiente asfalto,
con sacos cargados sobre las cabezas,
en dirección a las celdas de interrogatorio,
estructuras livianas como cometas celulares
hechas de palos y seda negra
esperando que un viento fuerte
las secuestre y las lleve
hasta el espacio. Pienso
que muchos se deben estar riendo
bajo sus capuchas pardas,
sabiendo que los misiles apuntan
a Chu Lai, que el agua se está
evaporando y pronto el sensor
hará contacto con el metal.
¿Cómo puede nadie plantearse en ningún lugar
amar a estas figuras medio rotas
y dobladas bajo la claridad del cielo?
El peso que transportan
es la tierra que pisamos día y noche.
¿Quién puede llorar por ellos?
Tengo entendido que los viejos
son los más difíciles de romper.
Un brazo torcido, una bota
en la cabeza, un cañón del .45
metido en la boca, nada
funciona. Cuando empiezan a hablar
con sus antepasados tan desvanecidos ya como el humo
de alcanfor en las pagodas, sabes
que tendrás que matarlos
para conseguir una respuesta.
La luz del sol
lanza guadañas contra la tarde.
Todo es un espejismo de calor; arrastran
lentos sus pies como cruzando un río.
Estoy de pie, solo y asombrado
con un artillero puesto de pastillas
que me indica que suba al Cobra.
Recuerdo cómo un día
casi me inclino ante estas figuras
que venían hacia mí, bajo
la mirada acorazada de un cabo.
No sé decir por qué.
A media milla de distancia
los árboles se abrazan
y los prisioneros parecen
marionetas colgadas de unos hilos de luz.