Materia
Primera casa
Todo lo que fui olvidando
lo recuerda mi cuerpo por mí.
El pozo, el túnel, el
botón de arranque.
Pura demo(n)stración.
La unidad familiar comienza con el ruido de un cuerpo.
Con ellos tengo este puente y su lenguaje secreto.
Nada más sabio hay que sus brincos y maullidos,
la espuma de sus olas ilumina nuestros pies.
En cuanto mis caderas avanzan por esa casa
la derecha masca la pertenencia,
la izquierda aprende a refundarse.
Las líneas de mi frente hacen todo lo contrario,
riega el vientre la flor de la división.
A toda casa se ingresa siempre a través del cuerpo.
Qué más quisieras que un poema se escribiese con estos dedos
capaces de ir y pulsar teclas tan altas.
Umbral, resorte, código.
No con la inteligencia, ahora.
Con las manos.
Iceberg
Cómo mirar de nuevo
si aun cuando me froto los ojos
me salen a veces los tuyos.
La mandíbula del horizonte se llena como un vaso.
Crecer fue ir por ti
y volver más tarde por mí misma.
Un pez oscuro visitaba nuestra casa,
nosotros nunca llegamos a verlo.
Tú lo cocías y comías por las noches
y al día siguiente solo quedaban raspas.
Arpas de madreperla de las que arrancábamos notas.
Me aprendiste de memoria
y si me expulso de mí tu casa siempre está abierta.
Tus labios no se me ven porque los llevo maquillados.
A veces me los perfilo con colores infrecuentes
para que no se les puedan escuchar las mismas cosas.
Siete octavos, permafrost.
Me eres en el silencio compacto del subsuelo.
Una linterna alumbrando
de mí hacia mí todas las idas y venidas.
Y por eso, cómo apoyar los pies
si se fundiese lo invisible.
Cómo del hilo que arranco
tejer un nuevo relato.
Siete octavos, permafrost, mamá.
Mi aliento tiene que ver contigo
como esta voz y el lenguaje.
Ortodoxia
Este en el que ahora entras es el templo de la familia,
donde las ideas se transfiguran en creencias
bajo la cúpula de la ortodoxia.
En su arca nos aferramos de las manos
mientras la débil iluminación nos adormece.
Un niño es una piedra,
una roca imponente clavada en el piso.
Abanicos de serafín. Las reliquias de la doctrina.
Docenas de rostros nos contemplan sin vernos;
los observamos nosotros:
los muertos, los borrados, a veces también los futuros,
todos igual de bidimensionales.
Estamos en las creencias de esta casa como está
el brocado en la cortina.
En el ángulo vago del campo de visión
las paredes tiznadas de hagiografía.
Si tengo alguien a quien cuidar
podré por fin abandonarme.
En ese cofrecito los últimos deseos
del buen y el mal ladrón. Un travesaño inclinado.
Esta es la capilla de la custodia,
su liturgia impermeable como una funda.
La madre y el hijo
negocian su poder con moneditas de plástico.
Siempre ha habido líquidos más espesos que la sangre.
Sobre la puerta de salida:
la dormición de esa virgen.
El peso de la ingrávida
Este es el peso que aún soporta la ingrávida.
Pero me destejo de tu tiempo y se elevan mis pies.
El rostro del deseo en mí: un feto que no prospera.
Renuncio a un peso que no pedí prestado
y no prepararé un perdón como pañales.
Esto es algo que no concibo.
Recóndita hija mía:
tu futuro queda atrás.
Suspendida
Tan pronto el animal de la noche se aparea con el planeta,
puedo aventurar cuanto hubiera podido ser.
Una nación de pájaros estará del otro lado
si te embarcas en ser por fin esa emigrante.
Sí —digo yo— y no regresaré ya nunca
a las costas doradas de mi precario país.
Contempla ahora el pecho que no irá a reproducirse.
En algún lugar, alguna esfera,
tal vez estés andando, hija, con la niña que fui y que se murió.
Tal vez Jizō y los niños del agua
vayan de la mano caminando contigo.
Solo tú vagas detrás del tiempo y no logras encontrarme.
Vana y perenne, esfera quieta;
miles de seres no nacidos buscan
entre las sombras los senos de sus madres.
Avanzan entre la niebla con los ojos encendidos,
bracean en lo oscuro, preguntan en voz alta.
Pero tú no me encuentras, hija mía.
No puedo imitar mis eles para hacerte las pestañas,
ni un punto y seguido para ponerte un lunar.
Mis poemas no me tiran del jersey,
ni me levantarán de madrugada presas del pánico.
Y mi pobre país y sus costas doradas.
Tu rostro se derrumba como a cámara lenta,
llevas derrumbándote desde que tengo diecisiete.
Te voy desabotonando los músculos,
destrenzando tus tejidos.
Hija, hija mía: no puedo cargarte en mi regazo.
Quédate donde estás, sigue tranquila.
Bajando la escalera de las líneas de este poema,
apenas en la voz hilvanada en este verso,
le hablaré incluso muerta a una tú no nacida.
Voy destejiendo tus rasgos,
fibra a fibra desanudo,
y hago para ti una esfera donde nada puede herirnos.
Deja de caminar y duerme, que allí nos encontraremos.
Nada tengo y nada pido.
Un fulgor inasible y luego nada.
-Yolanda Castaño
Materia
Colección Visor de Poesía
España, 2023