Laberinto del reflejo
ESTACIÓN
Yo en cambio le pongo un color a las personas.
Bautizo el aroma a fin inevitable.
¿Qué más puedo hacer?
Si cuando llevo de la mano mis espinas
aparece el asaltante de la sombra.
Y lo arrollo con un solo talismán de espejos,
que deforma el cuerpo y mi antifaz.
Tengo, si bien lo quiero,
un legado de frío en las entrañas.
Lo insisto hasta la última gota
porque mis muñecas fueron condenadas a la horca.
Al fin, restan pocas cifras al cadáver.
Seguir el sueño de mis lunas
para mirar a plena luz el rostro que se esconde.
Soy yo,
he descubierto
el revés en mi reflejo.
(De Naufragio de Luna)
SALTIMBANQUI
Deseo llegar hasta ti desde el mismo nido
que abrigó aquellos años
en los que correr por la infancia
era apenas la lectura de las lámparas.
Esos días en que adivinar el nombre
de los árboles
podía ser igual a batirse a duelo
por un rostro propio.
No sé si el tiempo ha reducido
el corredor de la casa
o simplemente éste es otro juego
en el que la vibración de las paredes
es elevar el muro del adentro.
No sé si en el fondo de esos sonidos
veo aún las esquinas de los parques
en los que mi padre me dejaba abandonada,
rincones hechizados
donde cualquier espectro estallaba en burla
y en donde su mano apretaba la mía
hasta el dolor,
como si liberarme fuera una traición
para sus llagas.
DE CIERTA FRIALDAD
Sólo digo que tal vez es más difícil
para el muerto olvidarse de nosotros.
El botín que guardo en mi mano izquierda
me provoca el hambre del viajero.
Un hombre arrastra su cuerpo helado
por el manicomio.
La cuerda del mezquino arco
satisfecha por el rayo.
Vacilo con pudor ante la palidez del poseído
al asegurar que la justicia
es un tránsito al hechizo.
(De Jardín de sombras)
LABERINTO DEL REFLEJO
Hace tan sólo una calle,
levanté la mano para saludar tu rostro
y no recibí respuesta.
Ahora que apareces,
no tengo qué decirte.
Tal vez, en la otra esquina,
podré, por fin, reconocerte.
Mientras tanto, prefiero seguir de largo,
en fuga
hacia nuestro próximo encuentro.
(De Memoria de aprendiz)
EL MIRADOR DE LA PALOMA
A Yolanda Guzmán Ortiz, justo al cumplir los veintitrés años en 1985,
mientras corría por el barrio Bochica.
En su mochila, las llaves que ya no existen.
Paso al frío, justo en el valle
que separa una teja de la otra.
El agua se desliza por las crestas
y se siente cómo absorbe los sonidos de la casa.
Ha logrado sortear la primera pieza de ese techo,
hecha para tapar la vista de los pájaros.
Avanza hacia la pendiente
inclinando el cuerpo
y guarda silencio.
El rodillo pasa por la placa
y comienzan a hablar todas las palabras.
El estruendo de la imprenta
y la puerta que se rompe,
hacen estremecer el tiempo.
Las manos son extendidas
en el muro,
mientras un bermejo y espeso color
toma forma de chispas en
el asfalto.
En la calle del sol,
salen a pasear las torturadas sombras.
La noche amenaza llegar a su fin.
Los muchachos con
sus bolsas de leche,
escapan por los altos de la iglesia,
dejando cuajos a su paso.
Abajo,
los guardianes
apuestan por cuál de ellos se partirá las piernas.
Todos salen en la madrugada,
incluso aquellos que jamás regresan.