Yannis Ritsos

Lenguaje carnal

(de Poemas eróticos)

(Versión el español y notas por Manuel González Rincón)

 

Los Poemas eróticos (Τα ερωτικά) de Yanis Ritsos (1909-1990) fueron editados en Atenas en 1981. El libro consta de tres poemarios diferenciados pero, a la vez, hilvanados entre sí: Pequeña suite en rojo mayor (Μικρή σου­íτα σε κόκκινο μείζον), Cuerpo desnudo (Γυμνό σώμα) y el que aquí presentamos, Lenguaje carnal (Σάρκινος λόγος). Este último es el que ofrece mayor entidad dentro del conjunto. Partiendo de un sueño que permite al autor entretejer imágenes de la realidad cotidiana con otras fuertemente oníricas, se entremezclan recuerdos de su pasado con asociaciones de corte surrealista sugeridas por la sensualidad de fondo. El amor, la pasión y el sexo conducen al poeta a un mundo mágico paralelo de satisfacciones sensitivas al que no se sustrae, pero –parece ser su mensaje final– en el que tampoco se pierde. Muy al contrario, parece nutrirse de él para volver con más ímpetu a una realidad vital en la que quiere intervenir activamente. El amor se nos presenta como acicate para retomar su militancia política, el compromiso colectivo.

 

I

Sueño erótico tras el sexo. Sábanas sudorosas
que cuelgan del lecho hasta el suelo. En mi sueño escucho
el poderoso río. Su cadencia se enlentece. Troncos de grandes árboles
fluyen en él. En sus ramas miles de aves
viajan inmóviles en un largo canto
de agua y hojas, pausado por estrellas. Deslizo
mi mano suavemente bajo tu cuello, temeroso
de callar el canto de las aves en tu sueño. Mañana, a las diez,
cuando abras las contraventanas y el sol invada las habitaciones,
aparecerá en el espejo más claramente tu mordido labio inferior
y la casa se volverá de un rojo intenso, moteada toda
de plumas doradas y de distantes e inacabados versos.

 

II

Regresaste del mercado risueña y cargada
de pan, fruta y montones de flores. Veo que el viento
ha pasado sus dedos por tu pelo. No me gusta el viento,
te lo vuelvo a decir. ¿Y para qué quieres tantas flores? ¿Cuál de todas
te regaló, además, el florista? Quizá en el espejo
de la floristería haya quedado tu imagen iluminada de perfil
con una mancha azul en tu barbilla. No me gustan las flores. En tu pecho
llevas una flor grande como un día completo. Siéntate, pues, frente a mí;
quiero ser el único que vea el flexionar de tus rodillas y fumar
hasta que caiga la noche misteriosa y sobre nuestro lecho se clave, imantada,
una luna bohemia de sábado noche con un violín, un clarinete y un salterio.

 

III

Aún duermo. Te escucho lavarte los dientes en el baño. En este sonido
hay ríos, árboles, un monte con una blanca ermita,
un rebaño de ovejas sobre la hierba (oigo sus campanillas), dos caballos rojos,
una bandera en el balcón de la torre, un pájaro en la chimenea;
una abeja zumba en una rosa –la rosa tiembla–.
¡Ah, cuánto tardas! Y no empieces a peinarte ahora;
porque sigo durmiendo, te digo, esperando tu boca. No quiero
en tu saliva el aroma de la menta. En cuanto me despierte,
peines, peinetas y cepillos de dientes los tiraré por el tragaluz.

 

IV

Los poemas que viví en tu cuerpo guardando silencio
me pedirán un día, cuando te vayas, que les dé voz.
Pero yo ya no tendré voz para cantarlos. Porque tú solías siempre
caminar descalza por las habitaciones, y después te cobijabas en la cama
cual ovillo de plumas, de seda y de agreste lumbre. Cruzabas los brazos
sobre las rodillas, dejando al descubierto con descaro
las polvorientas plantas de tus rosados pies.
Recuérdame así –me decías–;
recuérdame así, con los pies manchados; con el pelo cayéndome
sobre los ojos –porque así te veo más profundamente–. Así que
¿cómo voy a conservar la voz? Pues nunca la Poesía caminó
bajo los blanquecinos manzanos en flor de ningún Paraíso.

 

V

Cuando te ausentas, no sé dónde estoy. La casa se vacía. Las cortinas
se agitan volando por las ventanas. Llaves sobre la mesa. Abajo, en el suelo,
maletas abiertas de pasados viajes, con extraños vestidos
de cierta compañía de teatro que una vez triunfó para después disolverse;
la bella protagonista se suicidó una noche en el escenario. Cuando te ausentas,
fuera en las calles corren soldados; hay mujeres que gritan;
atruenan unidades motorizadas; suenan las sirenas;
pasan las ambulancias, se detienen; enfermeros de blanco
recogen heridos del asfalto, y también me recogen a mí;
me trasladan a un blanquísimo hospital sin camas;
cierro los ojos como un niño asediado por el peligroso blanco. Una enfermera
permanece en el jardín, junto a la fuente; se agacha para recoger
unas flores blancas que el viento arrancó a las acacias. Y he aquí que se abre la puerta;
entras tú con una cesta; –exhala un perfume a peras maduras–.
¿Duermes? –dice tu voz–. ¿Duermes solo? ¿No me esperas?
Abro los ojos. Y es nuestra casa. Y estoy aquí. Y los dos sillones.
Sillones rojos. Y las cerillas en la mesa.
¡Oh, blanquísima luz! ¡Oh, roja sangre! ¡Amor, amor!

 

VI

Por las mañanas estoy siempre más cansado que tú;
quizá hasta más feliz. Te levantas sin hacer ruido;
crujen un poco las sábanas; te alejas descalza.
Yo sigo durmiendo en el calor que ha dejado en la cama
tu cuerpo desnudo. Duermo en la horma
de tu cuerpo, sumergido en una blanquecina oscuridad.
Oigo que te lavas, que hierves el café, que esperas.
Te oigo de pie a mi lado y que no te decides. Tu sonrisa
me aguarda de cuerpo entero, reblandece mis uñas. Duermo.
Blanquísimas velas pasan veloces y recias. Una manta roja
cuelga de la jarcia. Su rojo color me carga las pestañas.
Hay mujeres desnudas en el río. Hombres desnudos en los árboles.
Cadenciosos caballos (sin pena) se pasean por la orilla del mar. Uno, en erección,
roza apenas el agua con su negro falo. Una niña llora.
Un joven graba en la morera con su navaja el número noventa y nueve
y luego añade otro nueve más. Duermo más profundamente, más dentro de mí.
Un gorrión se posa en la melena de un blanco león. Pío, pío –grita–. El mundo
es carne y luz y espeso esperma. Buenos días, amor. Buenos días.

 

VII

Me poseíste por completo. La muerte no tendrá ya nada que llevarse.
En tu cuerpo respiro. He sembrado mil muchachos en tu campo sudoroso;
mil caballos galopan en el monte, arrastrando tras de sí desenraizados abetos;
descienden la colina hasta las puertas de la ciudad, yerguen la cabeza,
observan la Acrópolis con sus negros ojos de almendra, las altas farolas,
parpadean con sus cortas pestañas. Los verdes y rojos semáforos les producen
una desagradable perplejidad. Y ese guardia de tráfico
mueve las manos como si cortara un fruto invisible de la noche
o si cogiese una estrella por su cola. Vuelven sus lomos
como vencidos en una batalla que no se libró. Y de repente
agitan de nuevo sus crines y galopan hacia el mar. El más blanco de todos
lo cabalgas tú desnuda. Te llamo. En tu pecho
ciñes en bandolera dos tallos de hiedra. Un caracol
se aferra inmóvil a tu cabello. Te llamo, amor. Tres noctámbulos tahúres
entran en la lechería del barrio. Amanece.
Se apagan las luces de la ciudad. El gran ocre se vierte suave
sobre tu piel. Estoy dentro de ti. Grito desde tus adentros. Te llamo
aquí donde confluyen los ríos rumorosos y el cielo se derrama
dentro del cuerpo del hombre, elevando consigo
a los seres mortales y las cosas –patos silvestres, ventanas, búfalos,
tus sandalias de verano, una pulsera tuya, un erizo de mar, dos palomas–,
hacia el jardín abierto de una inexplicable y no buscada inmortalidad.

 

VIII

No quiero que subas las escaleras de mármol del hospital. No quiero
que te quedes de pie frente a la puerta entrecerrada del quirófano, –carnes abiertas, sangre–
no es propio de tus veintisiete días; pero eso también
me aleja, me molesta, me atrae. La sangre
ha de correr oculta por las venas; has de oírla en plena noche
corazón con corazón como música en el piso de abajo donde otra pareja
prepara con música un encuentro amoroso más intenso. No quiero
que deambules por estos pasillos que huelen
a yodo, alcanfor y muerte. No quiero que seas
la enfermera de nadie, ni siquiera mi propia enfermera.  No quiero que cuides
de inválidos, estatuas mutiladas y una tórtola
alcanzada por los perdigones en su ala derecha. No quiero que tu sonrisa
caiga sobre la desnudez de los muertos, ni aunque sean mis camaradas. Tú te mereces
permanecer firme en tu juventud o con parcos movimientos
gobernar las olas frente a tu lecho o como mucho peinarme
el cabello mojado con divertidos diseños tuyos o incluso
traerme la bandeja grande con el té por las mañanas, como si trajeses
un arpa, sin intención de tocarla, ya que el arpa
suena sola mientras levanto mis ojos hacia ti. Porque –¿sabes? –,
en mi dedo, en esta gema carmesí que me regalaste, luce
una ciudad iluminada con semáforos en verde. En sus avenidas danzan
pequeñas bailarinas con purpúreas luminarias de papel y margaritas,
y un joven, desde el balcón, les rocía el cabello con sus poemas hechos jirones.
Por eso viro hacia dentro la gema de mi dedo, la aprieto
contra mi palma por si algún extraño envidioso o una mirada inocente
aoja esta inagotable dicha en el tiempo, fuera del tiempo,
y a la mañana siguiente encontramos en el ascensor los tres ciervos muertos.

 

IX

Qué hermosa eres. Me asusta tu belleza. Tengo hambre de ti. Tengo sed de ti.
Te lo ruego: escóndete; vuélvete invisible para todos; visible solo para mí; cubierta
desde el cabello hasta las uñas de los pies con un velo oscuro y transparente
salpicado por los plateados gemidos de lunas primaverales. Tus poros irradian
vocales, consonantes placenteras; articulan palabras secretas;
rosáceos estallidos del acto sexual. Tu velo se hincha, reluce
sobre la ciudad anochecida con bares a media luz, sus tascas portuarias;
verdes focos iluminan la farmacia de guardia, una esfera de vidrio
gira veloz mostrando lugares del globo terráqueo. El borracho se tambalea
en una tempestad generada por la respiración de tu cuerpo. No te vayas. No te vayas.
Tan material, tan inasible. Un toro de piedra
salta desde el frontón del templo a la hierba seca. Una mujer desnuda sube
la escalera de madera
cargando un barreño de agua caliente. El vaho le oculta el rostro.
Arriba en el aire un helicóptero de vigilancia zumba en lugares imprecisos. Cuidado.
Te buscan a ti. Escóndete muy dentro de mis brazos. El pelo
de la manta roja que nos cubre crece sin cesar
y la manta se convierte en una osa preñada. Bajo la osa roja
nos entregamos sin medida, más allá del tiempo y más allá la muerte,
en una unión única, universal. Qué hermosa eres. Me asusta tu hermosura.
Y tengo hambre de ti. Y tengo sed de ti. Y te ruego: escóndete.

 

X

Todos los cuerpos que toqué, que vi, que poseí, que soñé, todos
están condensados en tu cuerpo. Oh, tú, carnal Diotima,
en el gran banquete de los griegos. Las flautistas se han marchado,
los poetas y los filósofos se han marchado. Los hermosos efebos reposan ya
lejos, en los dormitorios de la luna. Estás sola
en la plegaria que he elevado. Una sandalia blanca
con tiras blancas y largas está atada a la pata de la silla. Es el olvido absoluto;
eres la memoria absoluta. Eres la fragilidad intacta. Amanece.
Carnosas chumberas se precipitan desde los riscos. Un sol rosáceo
permanece inmóvil sobre el mar de Monemvasiá. Nuestra doble sombra
se deshace en la luz sobre el suelo de mármol cubierto de colillas pisadas,
de ramilletes de jazmines ensartados en agujas de pino. Oh carnal Diotima,
tú que me has engendrado y a quien yo engendré, es ya el momento
de que engendremos actos y poemas, de salir al mundo. Y en verdad no te olvides,
cuando vayas al Ágora, de comprar bastantes manzanas,
no las de oro de las Hespérides, sino esas grandes y rojas que, cuando hincas
tus dientes brillantes en su carne apretada, se les queda clavada,
como una eternidad sobre los libros, tu sonrisa vital.

 

XI

Quiero describir tu cuerpo. Tu cuerpo es inmenso. Tu cuerpo
es un delicado pétalo de rosa en un vaso de agua clara. Tu cuerpo
es un bosque salvaje con cuarenta leñadores negros. Tu cuerpo
son profundos húmedos valles antes de que salga el sol. Tu cuerpo
son dos noches con campanarios, con estrellas fugaces y trenes descarrilados. Tu cuerpo
es un bar a media luz con marineros borrachos y vendedores de tabaco;
se oyen estampidos,
rompen vasos, escupen, maldicen. Tu cuerpo
es una flota completa –submarinos, acorazados, cañoneros–;
levan ruidosas anclas; el agua barre su cubierta; un grumete
se lanza al mar desde el mástil. Tu cuerpo
es el silencio polifónico rasgado por cinco facas, tres bayonetas y una espada. Tu cuerpo
es un lago diáfano, –en su fondo se ve la blanca ciudad sumergida–. Tu cuerpo
es un enorme pulpo iracundo en la pecera de la luna con tentáculos ensangrentados
sobre las iluminadas avenidas, por donde al atardecer
pasó el cadencioso cortejo fúnebre del último emperador. Innúmeras flores pisoteadas
yacen en el asfalto empapadas en gasolina. Tu cuerpo
es un antiguo burdel de la calle del Arrabal con viejas putas pintadas
con grasientas y baratas barras de labio; llevan largas pestañas postizas;
hay también una joven novata –disfruta con todos los clientes,
deja el dinero en su mesilla, se olvida de contarlo–. Tu cuerpo
es una niña de piel rosada; se sienta bajo el manzano y come
una rebanada de pan tierno y un tomate rojo con sal; a ratos
se mete una flor de manzano en su pecho. Tu cuerpo
es una cigarra en la oreja del vendimiador –proyecta una sombra violácea
sobre su cuello tostado
y canta en solitario lo que no pueden decir todos los racimos juntos–. Tu cuerpo
es una gran era elevada en la cumbre de la colina
–once blanquísimos corceles trillan las espigas de las Escrituras–;
como si de oro fuese, la paja
clava pequeños espejos en tu pelo y relucen los tres ríos
donde rollizas vacas negras con diademas de diamantes pacen, beben y lloran.
Tu cuerpo es inmenso.
Tu cuerpo es indescriptible. Y quiero describirlo,
estrecharlo más fuerte contra mi cuerpo, abarcarlo y que me abarque.

 

XII

El día está loco. Loca está la casa. Locas las sábanas.
Loca tú también; bailas abrazada a la blanca cortina;
bates la cacerola cual pandereta sobre mis papeles;
corren por los cuartos los poemas; huele a leche quemada;
un caballo de cristal mira por la ventana. Para, –te digo–.
En el gremio de los carpinteros hemos perdido el trípode de Femónoe;
se revierten los oráculos. Hemos olvidado la luna ensangrentada de ayer,
la tierra recién cavada. Pasa un coche cargado de adelfas.
Tus uñas son rosados pétalos. No te justifiques. En el armario has metido
saquitos de tul con lavanda. Han enloquecido los parasoles,
se enredan con las alas de los ángeles. Agitas tu pañuelo;
¿a quién saludas?, ¿a quiénes saludas? –nosotros somos la gente–.
Sobre tus rodillas reposa tranquila una tortuga marrón;
en su esculpido caparazón se agitan empapados musgos. Y tú bailas.
Un aro de un barril de otro tiempo rueda por la colina,
cae en el riachuelo, hace saltar gotas que te mojan los pies,
te ha salpicado hasta la barbilla. Espera que te seque.
Tú, en tu baile, no me oyes. Así que el tiempo
es un torbellino; la vida es cíclica; no tiene fin. Ayer por la noche
pasaron los jinetes. A la grupa llevaban muchachas desnudas;
quizá por eso graznaban en el campanario los ánsares salvajes. No los oímos
porque los cascos de los caballos se hundían en nuestro sueño. Hoy encontraste
frente a la puerta una herradura de plata. La colgaste en el dintel.
Qué suerte la mía –gritas –;
qué suerte la mía –gritas y bailas–. A tu lado baila también el alto espejo
reluciente con mil cuerpos y la estatua de Hipólito coronado de amapolas.
Se me escapó el papagallo –dices mientras bailas– y ya nadie imita mi voz: ay, ay­­–
esa voz de mi interior sale del bosque de Dodona.
Límpidos lagos se elevan en el aire con todos sus blancos nenúfares,
con toda su vegetación subacuática. Cortamos cañas,
construimos una cabaña dorada. Te encaramas a su techo.
Te sujeto con mis dos manos por los tobillos. No bajas.
Sales volando. Vuelas en el azul. Me arrastras contigo
mientras te agarro por los tobillos. De tu hombro cae al agua
la gran toalla azul; flota por un momento
y después con amplios pliegues se hunde dejando en la superficie
un tembloroso pentáculo. No subas más –te grito–. No subas más. Y de repente
con un ruido sordo aterrizamos los dos en el mítico lecho. Pero escucha;
abajo en la calle están pasando los huelguistas con pancartas y banderas.
¿Lo oyes? Vamos tarde. Lleva contigo el pañuelo de tu baile. Vamos.
Gracias, querida.

Yannis Ritsos (Grecia, 1909 – 1990). Poeta, ensayista y político. Pertenece a la “Generación del 30” y es considerado junto a Odiseas Elytis y Gio ... LEER MÁS DEL AUTOR