Y el dolor que es el vivir
por Oscar Hahn
Tendría unos 16 años y estaba recién llegado a Rancagua. Había ido a jugar fútbol con unos amigos en las afueras de la ciudad y volvía a mi casa caminando solo por unas largas calles de tierra. De pronto, desde una vivienda de adobes me llega el sonido de una canción chilena. Diviso a un grupo de gente que está reunida frente a la puerta. Me llama la atención y me acerco a mirar. Lo que hay es una fiesta, con comidas y tragos, y un cantor tocando un guitarrón. Asomo la cabeza un poco más y lo que veo es un altar con juguetes y coronas de flores, unas velas encendidas y una sillita encima del altar. En la silla está sentado un niño de unos dos años, vestido con una túnica blanca. Tiene unas alitas en la espalda. Pienso que es un bautizo. Converso con uno de los invitados y ahí me entero de que no es un bautizo, sino un velorio, y que el niño está muerto. La visión de ese pequeño cadáver, con las manos juntas y los ojos abiertos, fijos en el vacío, me da miedo. Empiezo a retroceder disimuladamente, y al salir a la calle me echo a correr y no paro hasta llegar jadeando a mi casa. Más tarde me informo de que se trata de un rito muy común en el campo chileno. Cuando muere un niño menor de siete años se realiza esta ceremonia, que no está acompañada de llantos y lamentos, sino de jubilosos cantos a lo divino. Es una manifestación de jolgorio, ya que la criatura, libre de pecados, se irá directamente al cielo y desde ahí velará por su familia. El ritual que presencié sin saber su verdadero significado se llama “velorio del angelito”.
Seis años después, en 1960, estoy en un café de Santiago con los poetas Alberto Rubio y José Miguel Vicuña. De mesa en mesa, Violeta Parra reparte invitaciones para un concierto que va a presentar esa noche en la Biblioteca Nacional. Cuando pasa por su lado, José Miguel le dice: “Ya, Violeta, no trabajes tanto. Ven a tomarte un café”. Y le acerca una silla. “Me vendría bien”, dice ella, y se sienta con nosotros. No recuerdo por qué motivo Vicuña anda con el manuscrito inédito de mi primer libro. Busca uno de los poemas y se lo pasa. Ella dice. “¿Égloga fúnebre? ¿Y qué es esto?” “Un poema de Oscar”, responde José Miguel. “Tiene algo que te podría interesar”. Violeta toma la hoja y se pone a leer. Luego dice: “Está bien el poema, cabro, pero el título, na que ver, demasiado hispanizante”. “¿Y cómo le pondrías tú”, le pregunta Vicuña. “Muy simple”, dice ella: “Velorio del angelito”. Ese es el tema, ¿no?”.
En aquellos años Violeta Parra era bastante conocida como cantautora y folklorista, pero no como poeta. Creo no equivocarme si sostengo que su incorporación al canon poético nacional se debe a Eduardo Anguita. En 1981 publicó la Nueva antología de poesía castellana en la que incluye 4 poemas de Violeta. Es interesante saber cuáles fueron esos textos ya que su criterio de selección se adelanta a valores literarios que solo tendrían vigencia en la segunda década del siglo XXI. Esta es la lista: “Rin del angelito”, “Gracias a la vida”, “Cantores que reflexionan” y “Volver a los 17”. Cualquiera persona familiarizada con las composiciones de Violeta diría de inmediato: son letras de canciones. Y sin embargo, ella aparece en una antología de poemas, junto a Gabriela Mistral y a Pablo Neruda, nuestros dos premios Nobel, y ha sido incorporada a una selecto grupo de poetas de la lengua castellana. Las críticas no se hicieron esperar. ¿Una cantautora compartiendo espacio con los grandes nombres de la poesía chilena y española? A lo que el poeta Anguita habría replicado: “La riqueza e imaginación de su poesía, unida a la música, hacen que su fecunda producción desborde las barreras entre la llamada poesía popular y la poesía culta”. Los años han demostrado que su inusual valoración –inusual para la época- fue todo un acierto. Lo que implicaba era que si la letra de una canción, popular o no, tenía las cualidades verbales y los rasgos estéticos que la validaban como poesía, era poesía.
Muchísimos años después, la Academia Sueca defendería un planteamiento semejante al otorgarle el Premio Nobel de Literatura a otro cantautor: Bob Dylan, lo que también despertó algunas polémicas. Sara Denius, secretaria ejecutiva de la Academia, fundamentó el fallo con estas palabras: “Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante. Ha mezclado la música popular de los blues del Delta y el folklore de los Apalaches”. Y frente a las objeciones, agregó de manera irónica: “Lo que pasa es que los tiempos están cambiando”. “Los tiempos están cambiando” es el título de una canción de Bob Dylan. La Academia valoró que el autor de “Blowing in the Wind” hubiera escrito sobre “las condiciones sociales, la religión, la política y el amor”. Mutatus mutandis, mucho de lo que acabo de decir sobre Dylan puede aplicarse también a Violeta. De hecho, esos cuatro temas tienen un espacio en su poesía.
A fines de los años 50 Violeta Parra escribió el poemario autobiográfico Décimas. Fue publicado póstumamente, en 1970. La décima es una estrofa de origen español, compuesta por 10 versos de 8 sílabas, con rima consonante, distribuida así: abbaaccddc. De la cultura letrada pasó a la cultura popular latinoamericana y se integró a ella con toda naturalidad. La décima fue muy bien acogida por la familia Parra. Desde luego por Nicanor, y qué decir de las célebres Décimas de la Negra Ester del tío Roberto Parra.
No deja de sorprender que, aunque Violeta ya había escrito muchas de sus décimas, ignorara el nombre de esa estructura métrica. Fue Nicanor Parra el que le explicó de qué se trataba. Cuando ella le mostró un legajo de papeles con coplas, su hermano le dijo que lo que valía de ese grupo de poemas no eran las cuartetas sino las décimas. Violeta, sorprendida, le preguntó qué cosa era eso. Pero dejemos que hable el mismo Nicanor:
Le di un ejemplo de décima. Yo tenía ahí mis libritos, mi bibliografía. Estaba estudiando la poesía popular chilena. Ya conocía yo a los folkloristas de comienzos de siglo. De manera que estaba bien pertrechado. Y le digo: “Bueno, veamos aquí lo que son las décimas”. Quien había estudiado lo que se llama la “poesía vulgar de Chile” era Rodolfo Lenz. Entonces le leo algunas décimas, y la Violeta me dice: ¨Pero si esas son las canciones de los borrachos, pues”. Esa fue la respuesta de ella. “¿De qué borrachos me estás hablando?, le digo yo”. “!Cómo de qué borrachos! De los borrachos de Chillán, pues”, me dijo. “Bueno, ¿y estas tienen música?”. “Sí, son canciones de borrachos”. Y empezó a canturrear.
De este modo nos enteramos de que la figura más destacada de nuestro país en el cultivo de la décima, no conocía ni el nombre ni la historia de ese tipo de composición. Obviamente, tampoco estaba familiarizada con la obra de los poetas que la habían cultivado a través del tiempo, como Lope de Vega, Góngora o Jorge Guillén, ni tenía cómo saber que en 1900 el poeta nortino Rosario Calderón había publicado en el diario El pueblo de Iquique sus “Poesías pampinas”, escritas en décimas. Ella creía que era una forma anónima; una expresión natural de la gente que frecuentaba las cantinas de su tierra. Lo que es comprensible, porque la poesía popular se nutre de la poesía popular y no necesariamente de las publicaciones de los autores llamados cultos. Esto lo ve muy bien el gran novelista y antropólogo peruano José María Arguedas cuando dice: “Violeta Parra no es la imitadora, ni la que se aproxima al pueblo, a las fuentes creadoras del pueblo, por mera simpatía. Es el caso de una identificación total, absoluta, al punto de que llega a confundirse de la manera más profunda con el mensaje que contiene el folklore”.
Es bueno comparar las Décimas con un clásico de la literatura argentina: El gaucho Martín Fierro (1876) de José Hernández, porque, por contraste, van a aflorar algunos rasgos de la obra de Violeta. En los dos casos, la historia es contada por el protagonista. Y aquí surge una diferencia fundamental. El narrador de Hernández, es decir Martín Fierro, es un personaje inventado por el autor. En las Décimas, en cambio, la narradora y protagonista es Violeta Parra, y todo lo que cuenta es producto de sus experiencias personales. Los personajes que aparecen en el libro son sus abuelos, sus padres, sus hermanos, sus hijos, sus amigos, sus enemigos. Todo ellos con sus nombres civiles. El Martín Fierro no es la autobiografía de José Hernández ni pretende serlo; los episodios que relata son el producto de su imaginación o hechos que presenció como testigo pasivo. Hernández fue periodista, militar y político, pero no gaucho. Con respecto al lenguaje utilizado, Violeta y sus personajes hablan como lo que son: habitantes de las zonas rurales del sur de Chile. Martín Fierro no se expresa como el “letrao” que le dio vida, sino a la manera de los gauchos de la pampa argentina, que es lo que corresponde a la idiosincrasia del personaje.
En el libro Décimas, los duelos y los quebrantos se suceden desde las primeras líneas hasta las últimas. Justamente “Aquí empiezan mis quebrantos” es el título de uno de los poemas. En cuanto a los duelos, hay varios en el sentido fúnebre de la palabra, y varios más en su sentido metafórico. Es como si los versos de César Vallejo, “y, desgraciadamente, / el dolor crece en el mundo a cada rato / crece a treinta minutos por segundo”, hubieran encarnado en el libro de Violeta. Dice ella:
A Dios pongo por testigo
que no me deje mentir,
no me hace falta salir
un metro fuera ‘e la casa
pa’ ver lo que aquí nos pasa
y el dolor que es el vivir.
El dolor que es el vivir empieza demasiado temprano para ella. A los tres años contrae la viruela. Después el tiempo le enseñará que “la peste es un gran delito / para quien tiene su huella”. Por si eso fuera poco, sufre una serie de otras enfermedades que van del sarampión a la fiebre amarilla. De haber sido “una guagua muy donosita”, pasa a convertirse “en una escombra” (sí, con “a”), como dice ella misma. Pero no se trata solo del deterioro físico. El efecto psicológico es aún más dañino. Todo esto conduce a que en el colegio le pongan el sobrenombre de “maleza”, porque “parezco un espanto”. A su autorretrato negativo Violeta suma otro factor: la pobreza, que contribuye a configurar un determinado estereotipo social. Ella se siente a la vez “fea y pobre”, lo que entra en conflicto con el cliché “bella y rica”.
De llapa, mis compañeras
eran niñitas donosas,
como botones de rosa
o flores de la azucena.
Pa más desgracia, docenas,
lucían su buena plata.
De ahí al bullying escolar hay solo un paso. Ese paso lo dan varias de sus compañeras:
¡Malaya los desesperos
que paso con Marilú,
rayaba mi canesú,
diez veces me tira al suelo,
me rompe libro y cuaderno.
Por todo busca pelea,
y luego me zamarrea
cual pollo en corral ajeno.
De ese modo queda instalada en su mente la noción de que los ricos nunca pierden la oportunidad de humillar a los pobres, incluso utilizando la violencia. Y lo que la hiere aún más es saber que su aspecto físico, y en particular su cara picada por la viruela, son prácticamente una licencia para ser abusada, lo que en el fondo es una forma de castigo social contra los que cometen “el crimen” de mostrar los estigmas de la peste en su rostro.
“El jardín de la Totito” y su continuación, el poema “Válgame Dios cómo están”, son emblemáticos de los sentimientos de injusticia y desigualdad que angustian a Violeta. La Totito es la dueña de la casa que arrienda la familia Parra. La mujer vive en una residencia contigua en la que hay un huerto lleno de árboles, arbustos y hermosas flores. A los niños no se les permite visitarlo; solo pueden fisgonear a través de una rendija. Un día la Totito y la madre de los niños salen de paseo y la puerta del jardín queda sin llave. Gran alegría para los hermanos que ven la oportunidad para entrar en ese pequeño paraíso terrenal. Se suben a los árboles, los remecen creando lluvias de pétalos, juegan con las flores y cortan algunas para hacer ramos. Cuando la dueña regresa, pone el grito en el cielo. Los 5 niños son castigados con 80 chicotazos. Dice Violeta:
De rabia esconden las flores,
las meten en calabozos,
privando al pobre rotoso
de sus radiantes colores.
Y como suele hacerlo en muchos de sus poemas, agrega un acápite religioso: “Dijo el Señor a María / son para todos las flores, / los montes, los arreboles. /¿Por qué el pudiente se olvida?” Y después: “Si el sol pudieran guardarlo, / lo hicieran de buena gana; / de noche, tarde y mañana, / quisieran acapararlo”. La certeza de que los adinerados son dueños de todo, y los menesterosos de nada, es central en el libro. En este contexto, el hueco de la pared adquiere una carga simbólica. Los pobres están separados de los ricos por una gruesa muralla. Lo único que les es dado en la vida es mirarlos a través de un agujero. Y si en algún momento se atreven a cruzar la barrera que los separa de ese mundo exclusivo y excluyente, son expulsados y castigados.
Violeta murió antes del golpe militar de 1973, pero conoció muy de cerca otra tiranía, la del General Ibáñez del Campo, que gobernó entre 1927 y 1931. Ella, como adolescente, no solo fue testigo de lo que vivieron los chilenos; también fue víctima, porque su padre, que era profesor de música, quedó cesante por razones políticas. De la noche a la mañana la familia fue despojada de su principal ingreso para subsistir. Dice Violeta:
Tiritan en los hogares
no duermen los habitantes,
en velas y delirantes
por si entran esos guardianes.
Ya van sumando millares
de justos y pecadores;
repletas son las prisiones,
se vive en un sobresalto.
Y cierra su invectiva de este modo:
Concédanme la ocasión
para decir crudamente
que Ibáñez, el presidente,
era tan cruel como el león.
El último verso puede ser una alusión a un antecesor de Ibáñez que era apodado el León de Tarapacá y que en su primer período gobernó entre 1920 y 1925.
El fin de la existencia por diversas causas es uno de los temas dominantes en este libro. En el poema “La muerte es un animal” se la imagina como una bestia aterradora y maligna:
Cuando se llega a asomar
se siente un hielo que espanta,
le sale por la garganta
un gemido misterioso,
se siente un miedo poroso
que ningunito lo aguanta.
Llega com’ un torbellino
sacando chispas del suelo,
no ha de escapar de su anhelo
ni el que se siente divino.
Sus dientes son un molino
pa’ triturar al mortal.
Pero como dice el verso de Neruda, “no una, sino muchas muertes” emergen y se sumergen en el libro de Violeta. Están las defunciones de sus familiares cercanos, la de amigos queridos, la de aquellos que fallecieron por efecto de una epidemia, los velorios del angelito y las víctimas de la dictadura de Ibáñez. Todas esas pérdidas sumieron a Violeta en el dolor. Sin embargo, hay un episodio fúnebre con el que se relacionó de una manera muy peculiar. Está contado en dos poemas: “Fingiendo pena y criterio” y “Chasquearon las paletadas”. Ocurrió cuando ella y sus hermanos vieron pasar un cortejo fúnebre de lujo y lo siguieron hasta el cementerio. Terminada la pomposa ceremonia y aprovechando que el lugar había quedado vacío, los niños proceden a sustraer flores, coronas fragantes, presillas de seda, y cintas “con letras de oro”, tanto para desquitarse de los ricos como para tapar la pobreza en la que viven. Las décimas terminan con el siguiente comentario: “Está enojado el Señor / de ver la comprobación / del vicio y la vanidad / cuando la muerte en verdad / no pide pompa ni honor”.
Si uno piensa en el título de una de sus canciones más conocidas, “Veintiuno son los dolores”, tiene que llegar a la conclusión de que, en las Décimas, los sufrimientos de distinta magnitud superan esa cifra. Cabe poner de relieve, eso sí, que el dolor más lacerante, el más conmovedor, está en el poema que cierra el libro: “Cuando yo salí de aquí”. Es precedido por una serie de textos que relatan su viaje a Europa en 1955, para asistir al Festival Mundial de la Juventud realizado en Polonia. Son poemas que van dando cuenta de su paso por Buenos Aires, Río de Janeiro, Las Palmas, Varsovia y Viena, y de su larga estancia en París. Fue una gira en la que logró el reconocimiento que esperaba:
Recitales y entrevistas,
fotógrafos y programas,
con el trabajo se inflama
mi pecho entre mil artistas,
salgo en algunas revistas,
atiendo a rusos y chinos,
mi corazón peregrino
se afirma en este servicio,
y grande fue el beneficio
que le otorgó a mi destino.
Desgraciadamente, su corazón peregrino sufrió una herida de esas que no cauterizan nunca. Rosita Clara, su hija menor, tenía 9 meses cuando Violeta viajó a Europa. Mientras se encontraba en París, le llegó la noticia de que la pequeña había muerto. “Rosita se fue a los cielos” se llama el desgarrador poema en el que llora su partida. De las numerosas aflicciones que padeció a través de su vida esta fue la más grande y la más dura de sobrellevar, porque a su dolor de madre se sumó un terrible sentimiento de culpa por haberse separado de su hija y por no haber estado junto a ella cuando “se fue a los cielos”. Llega incluso a acusarse de haber cometido un gravísimo pecado:
Ahora no tengo consuelo,
vivo en pecado mortal,
amargas como la sal
mis noches son un desvelo;
es contarlo y no creerlo,
parece que la estoy viendo,
y más cuando estoy durmiendo
se me viene a la memoria;
ha de quedar en la historia
mi pena y mi sufrimiento.
Vuelvo ahora a mi encuentro con Violeta en 1960. Antes de irse al ensayo, nos habla del concierto que va a ofrecer esa noche en la Biblioteca Nacional. Está contenta porque se va a presentar con su hija Isabel, de 21 años. “Espero que asistan”, dice, dirigiéndose a José Miguel y a Alberto Rubio. Y volviéndose hacia mí: “Y tú también. Mira, para que te entusiasmes, te voy a escribir unas versainas.” Se inclina, escribe algo y me lo pasa. Dicen así: “Y a este poeta flacucho / que acabo de conocer / esta noche le hago ver / los dientes de mi serrucho”. Muchos años después, le muestro esos versos a Nicanor Parra. Los examina medio desconfiado y finalmente dictamina: “Sí, son de la Viola, tienen su sello inconfundible”. Entonces viene a mi mente el poema de Nicanor dedicado a su hermana, que incluye estas palabras: “Dónde voy a encontrar otra Violeta / aunque recorra campos y ciudades”. Bueno, en ninguna parte, digo yo, porque Violeta Parra es irrepetible.