La lluvia y el rinoceronte
(Versión al español de Sandra Toro)
La lluvia y el rinoceronte
Déjenme decir esto antes de que la lluvia se convierta en un servicio que puedan planificar y distribuir por dinero. Y cuando digo “puedan”, me refiero a la gente que no entiende que la lluvia es un festival, que no aprecia su gratuidad, que cree que lo que no tiene precio no tiene valor, que aquello que no puede venderse no es real, de modo que la única forma de hacer que algo sea genuino es colocarlo en el mercado. Va a llegar el momento en que te van a vender tu propia lluvia. Por ahora todavía es gratis, y estoy debajo de ella. Celebro su gratuidad y su falta de significado.
La lluvia bajo la que estoy no es como la de las ciudades. Llena el bosque con un sonido inmenso y confuso. Cubre el techo plano de la cabaña y la galería de ritmos insistentes y controlados. Y yo escucho porque me recuerda una y otra vez que el mundo entero se mueve según ritmos que todavía no aprendí a reconocer, ritmos que no son los de una máquina.
Anoche subí desde el monasterio hasta acá chapoteando por el maizal, dije las oraciones vespertinas y puse un poco de avena para la cena en la cocina Coleman. Hirvió y se volcó mientras yo escuchaba la lluvia y tostaba un pedazo de pan en la fogata.
La noche se puso muy oscura. La lluvia rodeó la cabaña con su enorme mito virginal, un mundo entero de significado, de secreto, de silencio, de rumor. Imagínense: ¡Todo ese discurso cayendo sin vender nada, sin juzgar a nadie; empapando el colchón espeso de las hojas muertas, mojando los árboles, llenando cada surco y cada recodo del bosque, lavando las laderas que el hombre desnudó! ¡Qué grandioso es sentarse completamente solo en el bosque, de noche, acariciado por ese discurso maravilloso, ininteligible y de una inocencia perfecta, el más reconfortante del mundo: la conversación de la lluvia sobre los riscos, y de las corrientes en las hondonadas!
Nadie la inició y nadie va a detenerla. Va a seguir hablando todo el tiempo que quiera, esta lluvia. Y mientras hable, yo voy a escuchar.
Pero también voy a dormir; porque acá, en este territorio salvaje, aprendí a dormir otra vez. Acá no soy extranjero. Conozco los árboles, conozco la noche, conozco la lluvia. Cierro los ojos y enseguida me hundo en el mundo lluvioso del que formo parte, y el mundo sigue conmigo en él, porque no soy un extranjero. Extranjero soy para los ruidos de la ciudad, de la multitud, para la voracidad de las maquinarias que no duermen, para el zumbido del poder que se traga la noche. Donde la lluvia, el sol y la oscuridad se menosprecian, no puedo dormir. No confío en nada que haya sido confeccionado para reemplazar el clima de los bosques o de las praderas. No puedo tener ninguna confianza en los lugares donde el aire, primero se contamina y después se purifica; donde el agua, primero se hace letal y después se sanea con otros venenos. No hay nada en el mundo de los edificios que no haya sido prefabricado, y si un árbol se mete por equivocación entre los departamentos, se le enseña a crecer químicamente. Se le da una razón para existir. Le ponen un cartel que dice que es para la salud, la belleza y la perspectiva; que es para la paz y la prosperidad, o que lo plantó la hija del intendente. Todo eso es mistificación. La ciudad misma vive en su propio mito. En lugar de despertarse y existir en silencio, la gente de la ciudad prefiere un sueño tenaz y prefabricado; no les importa ser parte de la noche o simplemente del mundo. Construyeron un mundo fuera del mundo, contra el mundo, un mundo de ficciones mecánicas que menosprecia la naturaleza y solo busca agotarla, impidiendo así que ella y el hombre se renueven.
Por supuesto, el festival de la lluvia no puede detenerse, ni siquiera en la ciudad. La mujer de la tienda corre por la vereda tapándose la cabeza con un diario. Las calles, lavadas súbitamente, se volvieron vivas y translúcidas; y el ruido del tráfico se transformó en un chapoteo de fuentes. Se podría pensar que el hombre urbano bajo la tormenta debe considerar a la naturaleza en su humedad y frescura, en su bautismo y su renovación. Pero la lluvia no trae ninguna renovación a la ciudad, a no ser por el clima del día siguiente, y para entonces el reflejo de las ventanas en los edificios altos ya no tiene nada que ver con el cielo nuevo. Toda la “realidad” quedará en alguna parte dentro de esas paredes, contabilizándose y vendiéndose con una determinación increíblemente compleja. Mientras tanto, los ciudadanos obsesionados se zambullen en la lluvia cargando el peso de sus obsesiones; algo más vulnerables que antes, pero todavía apenas conscientes de las realidades externas. No ven que las calles brillan hermosamente, que ellos mismos caminan sobre agua y estrellas, que corren en el cielo para alcanzar un colectivo o un taxi, para refugiarse en alguna parte entre la presión de los hombres irritados, las caras de los anuncios y el sonido opaco e idiota de una música no identificada. Pero tienen que saber que en las afueras hay humedad. Tal vez hasta la sientan. No puedo decirlo. Sus quejas son mecánicas y desganadas.
Naturalmente, nadie puede creer las cosas que dicen de la lluvia. Todo eso implica una mentira básica: lo único real es la ciudad. Este clima, al no estar planificado ni fabricado, es una impertinencia, un quiste en el rostro del progreso. (Una cirugía menor, y todo el lío se volvería relativamente tolerable. Que las empresas hagan lluvia. Eso le daría sentido).
Thoreau se sentaba en su cabaña y criticaba el ferrocarril. Yo me siento en la mía y me asombro de un mundo que, bueno, progresó. Tengo que volver a leer Walden y ver si Thoreau ya se daba cuenta de que formana parte de eso de lo que pensaba que podía escapar. Pero no se trata de “escaparse”. Ni siquiera de protestar muy alto. La tecnología está acá, hasta en la cabaña. En realidad, la línea eléctrica todavía no llegó, y por eso la General Electric tampoco está todavía. Cuando la electricidad y General Electric entren del brazo en mi cabaña, la culpa no va a ser de nadie más que mía. Lo admito. No voy a engañar a nadie, ni siquiera a mí mismo. Voy a sufrir en silencio sus complacencias espamentosas y paternalistas. Voy a dejarlos creer que saben lo que hago acá.
Ellos están convencidos de que me divierto.
En eso ya me iluminó mi linterna Coleman.
Hermosa lámpara: consume gas y canta despiadadamente, pero da una luz verde espléndida con la que leo a Filoxenes, un ermitaño sirio del siglo VI. Filoxenes queda bien con la lluvia y el festival de la noche. Sobre esto voy a volver más tarde. Mientras tanto: ¿qué me dice mi linterna Coleman? (la filosofía Coleman viene impresa en la caja de cartón que no barnicé como se suponía que hiciera, y en vez de eso tiré con culpa en la leñera, detrás de los troncos de pacana). Coleman dice que la luz es buena, y tiene una razón: “Prolonga el día dando más horas de diversión.”
¿No puedo estar en el bosque sin que haya una razón en particular? Estar en el bosque, nada más, de noche, en la cabaña, ¡es algo demasiado perfecto para tener que justificarlo o explicar! Es así. Siempre hay unos pocos que están en el bosque de noche , bajo la lluvia (si no los hubiera, el mundo se habría terminado), y yo soy uno de ellos. No nos estamos divirtiendo, no “tenemos” nada, no estamos “prolongando nuestros días”; y si nos divertimos, no es algo que se mida en horas. Aunque, de hecho, eso parece ser la diversión: un estado de excitación difusa que puede medirse con reloj y “prolongarse” con un artefacto.
No hay reloj capaz de medir el discurso de esta lluvia que cae toda la noche en el bosque anegado y solitario. Claro, a las tres y media de la mañana pasa el avión del CAE*, una luz roja que parpadea bajo las nubes rasando las cimas boscosas del lado sur del valle, cargado de remedios fuertes. Muy fuertes. Lo suficientemente fuertes como para quemar todos estos bosques y prolongar nuestras horas de diversión hasta la eternidad.
Y eso me lleva a Filoxenes, un sirio que se divirtió en el siglo VI sin el beneficio de los artefactos y menos aún de las fuerzas disuasivas nucleares. Filoxenes, en su novena memra (sobre la pobreza), les dice a los que viven en soledad que no hay explicación ni justificación para la vida solitaria puesto que no tiene ley. Luego, ser contemplativo es ser un proscrito. Como lo fue Cristo. Como lo fue Pablo.
El que no está “solo”, dice Filoxenes, no ha descubierto su identidad. Tal vez aparenta estar solo, porque se experimenta a sí mismo como “individuo”. Pero al estar voluntariamente encerrado y limitado por las leyes y las ilusiones de la existencia colectiva, no tiene más identidad que un nonato en el vientre. Todavía no es consciente. Es ajeno a su propia verdad. Tiene sentidos, pero no puede usarlos. Tiene vida, pero no tiene identidad. Para tenerla tiene que estar despierto y atento. Pero para estar despierto tiene que aceptar la vulnerabilidad y la muerte. No por ellas mismas: ni por estoicismo, ni por desesperación, sino por la invulnerable realidad interior que no podemos reconocer (que únicamente podemos ser) pero a la cual solo despertamos cuando vemos la irrealidad de nuestro caparazón vulnerable. El descubrimiento de este ser interior es un acto y una afirmación de la soledad.
Ahora, si tomamos nuestro caparazón vulnerable como nuestra verdadera identidad, si creemos que nuestra máscara es nuestro rostro verdadero, vamos a protegerla con fabricaciones, incluso a costa de violar nuestra propia verdad. Este parece ser el esfuerzo colectivo de la sociedad: cuanto más afanosamente se dedican los hombres a eso, con mayor certeza se convierte en una ilusión colectiva, hasta que al final tenemos la dinámica enorme, obsesiva, incontrolable de las fabricaciones diseñadas para proteger meras identidades ficticias –es decir, “sujetos”, considerados como objetos. Sujetos que pueden distanciarse y verse a sí mismos divirtiéndose (ilusión que les reafirma que son reales).
Tal es la ignorancia que se toma como fundamento axiomático de todo conocimiento en la colectividad humana: a fin de experimentarse a sí mismo como real, uno tiene que suprimir la conciencia de su eventualidad, su irrealidad, su estado de necesidad radical. Esto se hace creando una percepción de uno mismo como alguien que no tiene necesidad que no pueda satisfacerse de inmediato. Básicamente, es una ilusión de omnipotencia: una ilusión que la colectividad se arroga a sí misma y acepta compartir con sus miembros individuales en proporción a lo que ellos se sometan a sus fabricaciones más centrales y más rígidas.
Uno tiene necesidades, pero si se comporta y se conforma existe la posibilidad de participar del poder colectivo. Entonces pueden todas las necesidades pueden ser satisfechas. Mientras tanto, a fin de aumentar ese poder sobre uno, la colectividad aumenta sus necesidades. Esto también intensifica la demanda de conformidad. Así, uno se compromete todavía más con la ilusión colectiva, según se hipoteque más desesperadamente, en proporción, por el poder colectivo.
¿Cómo funciona esto? La colectividad informa y forma tu voluntad hacia la felicidad (“divertite”) mostrándote imágenes irresistibles de vos mismo como querés ser: divirtiéndote de un modo tan perfectamente creíble que no permite las interferencias de la duda consciente. Pasarla bien, en teoría, puede ser tan convincente que no se considera ni la más remota posibilidad de que pueda volverse algo menos satisfactorio. En la práctica, la diversión onerosa siempre admite una duda, que florece en otra necesidad, también floreciente, que reclama una satisfacción todavía más creíble y costosa, que vuelve a fallar. El final del ciclo es la desesperación.
Al vivir en un vientre de ilusión colectiva, nuestra libertad permanece abortada. Nuestra capacidad de alegría, paz y verdad no se libera nunca. Nunca puede utilizarse. Somos prisioneros de un proceso, de una dialéctica de promesas falsas y decepciones reales que acaba en futilidad.
“El niño, antes de nacer“, dice Filoxenos, ”ya está perfecta y completamente constituido en su naturaleza, con todos sus sentidos y extremidades, pero no puede hacer uso de ellos en sus funciones naturales porque en el vientre no puede fortalecerlos ni desarrollarlos para tal uso.”
Ahora bien, dado que todas las cosas tienen su tiempo, hay un tiempo para ser nonato. De hecho, debemos empezar en el vientre social. Hay un tiempo para abrigarse en el mito colectivo. Pero también hay un tiempo para nacer. Aquél que ha “nacido” espiritualmente como una identidad madura es liberado del encierro en el vientre del mito y el prejuicio. Aprende a pensar por sí mismo, ya no guiado por los dictados de la necesidad, ni por los sistemas y procesos diseñados para crear necesidades artificiales y luego “satisfacerlas”.
Esta emancipación puede tomar dos formas: la primera, la de la vida activa, que se libera de la esclavitud de la necesidad al considerar y servir a las necesidades de los otros sin pensar en una recompensa o interés personal. Y la segunda, la de la vida contemplativa, que no debe construirse como un escape del tiempo y la materia, de la responsabilidad social y de la vida de los sentidos, sino mas bien como un adentrarse en la soledad y el desierto, una confrontación con la pobreza y el vacío, una renuncia al yo empírico ante la presencia de la muerte y el “ser nada”, a fin de derrotar la ignorancia y el error que surgen del miedo de “ser nada”. El hombre que se atreve a estar solo puede llegar a ver que ese “vacío” e “inutilidad” que la mentalidad colectiva teme y condena son condiciones necesarias para encontrarse con la verdad.
Es en el desierto de la soledad y el vacío donde el miedo a la muerte y la necesidad de autoafirmación demuestran ser ilusorios. Cuando uno se enfrenta con eso, no necesariamente vence la angustia, pero puede aceptarla y comprenderla. Así, en el centro de la angustia se encuentran los dones de la paz y el entendimiento: no simplemente en la iluminación personal y en la liberación, sino por el compromiso y la empatía, porque el contemplativo debe asumir la angustia universal y la condición inexorable de hombre mortal. El solitario, lejos de encerrarse en sí mismo, se convierte en todos los hombres. Habita en la soledad, la pobreza, la indigencia de todos los hombres.
Es en este sentido que el ermitaño, según Filoxenes, imita a Cristo. Porque en Cristo, Dios hace propia la soledad y la negligencia del hombre: de cada hombre. Desde el momento en que Cristo fue al desierto para ser tentado, la soledad, la tentación y el hambre de cada hombre se convirtieron en la soledad, la tentación y el hambre de Cristo. Pero a cambio, el don de la verdad, con el cual Cristo disipó los tres tipos de ilusión ofrecida para tentarlo (la seguridad, la reputación y el poder), también puede convertirse en nuestra propia verdad, si tan solo podemos aceptarla. También se nos ofrece en la tentación. “Vayan al desierto,” decía Filoxenes, “sin llevar nada del mundo, y el Espíritu Santo irá con ustedes. Vean la libertad con la que Jesús se fue, y vayan como Él. Vean dónde dejó las reglas de los hombres, dejen las reglas del mundo donde Él dejó la ley, y salgan con Él a luchar contra el poder del error.”
¿Y dónde está el poder del error? Nos encontramos con que, después de todo, no estaba en la ciudad sino en nosotros mismos.
Hoy en día las visiones de un Filoxenes deben procurarse menos en los tratados de los teólogos que en las meditaciones de los existencialistas y en el Teatro del Absurdo. El problema de Berenger, en El Rinoceronte de Ionesco, es el problema de la persona humana varada y sola en lo que amenaza con convertirse en una sociedad de monstruos. En el siglo VI, Berenger tal vez hubiera podido retirarse al desierto de Escitia, sin que importara mucho el hecho de que todos sus conciudadanos, todos sus amigos y hasta su novia Daisy, se hubieran transformado en rinocerontes.
El problema actual es que no hay desiertos, solamente cabañas para turistas.
Las islas desiertas son lugares donde los perversos personajitos de El Señor de las Moscas se enfrentan con el Señor de las moscas, forman una colectividad pequeña, unida y feroz de carapintadas y se arman con lanzas para cazar al último miembro de su grupo que todavía recuerda con nostalgia las posibilidades del discurso racional.
Cuando, de repente, Berenger se encuentra con que es el último humano en una manada de rinocerontes, se mira al espejo y dice con humildad, “Después de todo, el hombre no es tan malo como parece, ¿no es cierto?”. Pero su mundo se sacude poderosamente con la estampida de sus congéneres metamorfoseados, y pronto se da cuenta de que la estampida misma es el más contundente y trágico de todos los argumentos. Porque cuando considera salir a la calle “a tratar de convencerlos”, se da cuenta de que “tendría que aprender su idioma”. Se mira al espejo y ve que ya no se parece a nadie. Busca enloquecidamente una fotografía de la gente como era antes del gran cambio. Pero la humanidad misma se ha vuelto tan increíble como espantosa. Ser el último hombre en la manada de rinocerontes es, en efecto, ser un monstruo.
Tal es el problema que Ionesco nos plantea con su trágica ironía: la soledad y el disenso se vuelven más y más imposibles, más y más absurdos. Que Berenger finalmente acepte su absurdo y corra a desafiar a toda la manada sólo resalta la futilidad de un compromiso con la rebelión. Al mismo tiempo en El nuevo inquilino (Le Nouveau Locataire), Ionesco retrata el absurdo de un individualismo lógicamente consistente, que de hecho es un autoaislamiento por la pseudológica de las necesidades y posesiones proliferantes.
Ionesco se queja de que la producción como farsa de El Rinoceronte en Nueva York era un completo malentendido de su intención. Es una obra no solamente en contra del conformismo sino acerca del totalitarismo. El rinoceronte no es una bestia amigable, y con él alrededor se termina la diversión y las cosas empiezan a ponerse serias. Todo tiene que tener sentido y ser totalmente útil para la operación totalmente obsesiva. A la vez, Ionesco fue criticado por no darle a la audiencia “algo positivo” que llevarse, en lugar de solo “rechazar la aventura humana” (¡Presumiblemente, la “rinoceritis” es la última de las aventuras humanas!). Él replicó: “Ellos (los espectadores) se llevan un vacío y esa fue mi intención. Al hombre libre le corresponde impulsarse a sí mismo fuera de ese vacío por su propio poder ¡y no por el poder de los demás!”. En esto Ionesco se acercó mucho al Zen y al eremitismo cristiano.
“En todas las ciudades del mundo es igual” dice Ionesco. “El hombre moderno y universal es el hombre apurado (un rinoceronte), un hombre que no tiene tiempo, que es prisionero de la necesidad, que no puede comprender que una cosa pueda carecer, quizás, de utilidad; ni entiende que, en el fondo, es lo útil lo que puede resultar una carga inútil y agobiante. Si uno no entiende la utilidad de lo inútil y la inutilidad de lo útil, no puede entender el arte. Y un país donde el arte no se entiende es un país de esclavos y robots” (Notes et contre-notes, pág. 129). La Rinoceritis, agrega, es la enfermedad que amenaza “a aquellos que han perdido el sentido de la soledad y el gusto por ella”.
El amor a la soledad a veces se condena como “odio a los semejantes”. Pero, ¿es verdad? Si llevamos un poquito más allá nuestro análisis del pensamiento colectivo, encontramos que la dialéctica del poder y la necesidad, de la sumisión y la satisfacción, termina por ser una dialéctica del odio. La colectividad no sólo necesita absorber a todos los que pueda, sino también, de manera implícita, odiar y destruir a cualquiera que no pueda ser absorbido. Paradójicamente, una de las necesidades de la colectividad es rechazar a ciertas clases, razas o grupos a fin de fortalecer su propia autoconciencia al odiarlos en lugar de absorberlos.
Así, el solitario no puede sobrevivir a menos que sea capaz de amar a todos, sin importar el hecho de que probablemente sea considerado por todos como un traidor. Solo el hombre que ha logrado plenamente su propia identidad puede vivir sin la necesidad de matar, y sin la necesidad de una doctrina que le permita hacerlo con una buena conciencia. Siempre habrá un lugar, dice Ionesco “para aquellas conciencias aisladas que se han puesto de pie por la conciencia universal” como contra la mentalidad de la masa. Pero su lugar es la soledad. No tienen otro. Por consiguiente, es la persona solitaria (tanto en la ciudad como en el desierto) la que le hace a la humanidad el inestimable favor de recordarle su propia capacidad para la madurez, la libertad y la paz.
Esto me suena mucho a Filoxenes.
Y me suena a lo que dice la lluvia. Nosotros todavía llevamos esta carga de ilusión porque no nos atrevemos a soltarla. Sufrimos todas las necesidades que la sociedad demanda que suframos, porque si no tenemos esas necesidades perdemos nuestra “utilidad” en la sociedad, la utilidad de los incautos.
Tenemos miedo de estar solos, y de ser nosotros mismos, y eso por recordarle a los otros la verdad que está en ellos.
“No te haré un hombre tan rico que tengas necesidad de muchas cosas,” decía Filoxenes (poniendo las palabras en los labios de Cristo), “pero te haré un hombre verdaderamente rico que no tenga necesidad de nada. Porque rico no es aquél que tiene más posesiones, sino aquel que tiene menos necesidades”. Obviamente, siempre vamos a tener algunas necesidades. Pero el que tenga sólo las necesidades más simples y naturales puede considerarse sin necesidades, ya que las únicas necesidades que tiene son las reales, ¡y las reales no son difíciles de satisfacer si uno es un hombre libre!
La lluvia paró. El sol del atardecer se inclina entre los pinos: ¡y cómo huelen esas agujas inútiles en el aire claro!
Una margarita, muy fuera de temporada, se ha forzado a florecer entre las hojas pisoteadas de las lilas de los últimos días del verano. El valle resuena con la conversación, que no informa absolutamente nada, de los arroyos y el agua salvaje.
Después las codornices empiezan con su dulce silbido en los arbustos mojados. Su ruido es absolutamente inútil y también lo es el deleite que me provoca. No hay nada más que quiera oír, no porque haya un ruido mejor que otros, sino porque es la voz del momento presente, del festival presente.
Pero incluso acá la tierra se sacude. En Fort Knox el Rinoceronte se divierte.
*CAE: Comando Aéreo Estratégico (SAC, en el original).