El salto del ciervo
(Traducción de Joan Margarit y Eduard Lezcano Margarit)
LA ÚLTIMA HORA
De pronto, en el último momento,
antes de que él me llevara al aeropuerto, se levantó
chocando con la mesa y dio un paso
hacia mí, y como un personaje en una antigua
película de ciencia ficción, se inclinó
hacia delante y hacia abajo, extendió un brazo
golpeando mis pechos e intentó
agarrarse a mí. Me puse en pie y tropezamos,
y entonces nos detuvimos alrededor de nuestro núcleo, su
ronco grito de temor, en el centro,
en el final de nuestra vida. Rápidamente, entonces
—lo peor había ya pasado— pude consolarlo,
manteniendo desde la espalda su corazón en su sitio
y por delante tranquilizándolo, su propia
vida continuando, y lo que lo había
atado, en torno a su corazón —y que lo había atado
a mí— ahora yacía sobre nosotros y a nuestro alrededor,
agua de mar, óxido, luz, esquirlas,
los pequeños eternos rizos de eros
golpeados hasta quedar tiesos.
LOS CURANDEROS
Cuando dicen: Si hay médicos a bordo
por favor que se identifiquen, me acuerdo de cuando mi
entonces
marido se levantaba, y yo tenía el privilegio de ser
aquella de cuyo lado él se levantaba. Ahora dicen
que no funciona si no eres una igual.
Y después de esos primeros treinta años,
yo ya no era aquella de cuyo lado él deseaba levantarse
ni hacia quien volver, no yo sino ella que también
se levantaría cuando esos personajes fueran necesarios.
Ahora los veo,
elevándose, una al lado del otro, sobre anchas,
clínicas, alas de aves zancudas como cigüeñas con los
maletines de médico colgando de sus picos,
signo de que un igual ama a una igual. Oh bueno. Fue
como
fue, él no se sentía feliz cuando a la hora de las palabras
era yo quien se ponía en pie.
EL CABALLETE
Cuando hago un fuego, me siento útil,
orgullosa desenrosco las tuercas
de los tornillos oxidados al desmontar
una de las cosas que mi ex
dejó cuando me dejó correcto me dejó. Y dejando sus
estrechos, pulidos ángulos de arce
sobre la leña, para las corrientes de aire ascendentes,
bien. Entonces a la luz de las llamas lo veo: estoy
quemando
su antiguo caballete. Cómo puede ser,
después de horas y horas en total, quizá
semanas, un mes de silencio, posando
para él, nuestros primeros años juntos,
el olor a acrílico, la tensión del lienzo
tratado. Estoy incinerando el oficio que dejó atrás,
él que fue el primero en convertir
nuestra familia, desnuda, en arte.
Y si alguien me hubiese dicho, hace treinta
años: si abandonas, ahora,
el deseo de ser artista, puede que él
te ame toda tu vida —¿Qué hubiese
dicho yo?— Ni siquiera tenía un arte,
este saldría de nuestra vida familiar.
¿Qué podría haber dicho? Nada me detendrá.
DESCARAMELIZADA
Cuando mi mano tantea por el estante del cuarto de las
herramientas
buscando el licor ex-marital para beber sola,
choca con algo que conoce al mínimo contacto
y crujido, una tabla de chocolate con almendras,
después el
sonido amortiguado de otra, él solía esconderlas,
para darme una cuando estuviese triste. Cuando se fue,
no pensó en esto, quien iba a hacerlo,
ir a los escondites y vaciarlos, a las
trampas y hacerlas saltar. Cojo el envoltorio
con las tablas y las llevo a la basura orgánica, las desnudo
de sus pieles,
y las arrojo junto con las sobras y los restos triturados,
las tierras y las cortezas del Edén,
y llevo el cuenco fuera, a la pila,
y cavo un hoyo en una aplastada cáscara de huevo donde la
patata manda sus crujientes disparos
de rabia hacia arriba, introduzco los fragmentos
de cacao, vainilla a vainilla,
las nueces una por una,
y recuerdo cuánto odiaba él
que yo intentara que me hablase,
yo lo intentaba con una cierta constancia,
lo incordiaba para que se revelase a sí mismo,
quizá estos postres fueron no solo regalos,
sino sobornos u obstáculos para cerrar mi boca
durante una hora usando la dulzura.
YO SOLÍA PEDÍRSELO
Él raramente me cantaba,
no sé qué escala utilizaba, la árabe quizá,
diecisiete pulsaciones hasta la octava, o la china,
cinco. Era microtonal, inarmónica,
su pentagrama era de clave baja,
pero no sé cuánto más baja que el barítono
iba, el do por debajo del do medio o
más bajo, descendiendo hacia aquellas regiones
minerales, yo solía
pedírselo directamente, tumbada
a lo largo de él, y diciéndole,
suavemente, en confianza, «Hazme algunas notas graves»,
y él
abría su amplia boca, de labios delgados, sin oído
musical,
y buscaba en las profundidades un aliento
cerca de los primeros yacimientos de pizarra,
haciendo los sonidos masculinos, y si yo hubiese estado
terminando, lo haría otra vez, una nota entera
surgiendo lentamente como la burbuja central
de un nivel. Creo que él amaba ser amado,
creo que esas eran las cadencias,
plagales, de una buena, vivida vida.
A él le gustó durante mucho tiempo, tónica,
dominante, subdominante, y ahora
yo quiero volver a aprender los intervalos,
viajar con un hombre entre las terceras y las quintas,
aumentadas, disminuidas, con un toque ligero,
sforzando, rallentando, agitato, las habituales
adoraciones y consentimientos, y evidentemente lo que
yo realmente
quiero son algunas notas bajas.
-Sharon Olds
El salto del ciervo
Traducción de Joan Margarit y Eduard Lezcano Margarit
Colección Visor de Poesía
España, 2024