Sergio García Zamora

El frío de vivir

 

 

 

LOS UNIFORMES (I)

Los uniformes se desvisten de los hombres.
Cuidan bien de que al doblarlos
cada pliegue del ser quede en su sitio.
De qué fibra están hechos, sino de seda,
sino de cáñamo y lino y algodón.
Quién fue el sastre de los hombres
que hizo a los hombres tan iguales, tan distintos.
Tienen ojales y botones de hueso.
Tienen bolsillos secretos, hilos secretos,
la piel inconsútil como la ropa de un cristo.
Fáciles de cortar y fáciles de coser.
Fáciles de lavar después del mucho trabajo
como después de la fiesta o el crimen.
Los uniformes se desvisten de los hombres.
Alisan la arruga sobre el pecho,
la arruga que llamamos corazón.

 

 

EL GENERAL

El general envejece, pero el uniforme está nuevo.
Cómo puede ser este el traje de sus mil batallas.
Cómo puede ser este sin mancha ni rasguño
el que ha terminado por robarle su victoria.
Cómo puede ser este el traidor,
el único traidor que sobrevive.

El general envejece, pero el uniforme está nuevo.
Es el preso, el secuestrado, el rehén del uniforme.
Vive porque vive el uniforme.
Lo alimentan para que sirva al uniforme.
Parece que ordena, pero ordena el uniforme.

El general envejece, pero el uniforme está nuevo.
Se acuesta con el uniforme como en los días de campaña
y se duerme con el uniforme
porque su paz es más terrible que su guerra.
Jamás se desnuda para irse a la cama.
Teme que vengan sus ayudantes a despertarlo
y solo vean un anciano.

 

 

ARMADURA (I)

Uno quiere hacer del cuerpo un ejército disciplinado,
un ejército que asedie la ciudad y conquiste la ciudad,
un ejército que jamás se queje si demora la paga.

Uno quiere hacer del cuerpo un ejército de bárbaros,
una horda de salvajes que al terminar cada combate
corra a emborracharse, corra a bailar y fornicar,
porque todo es la misma música.

Uno quiere hacer del cuerpo un ejército implacable
por eso nos ponemos esta cota de malla para salir al día
y bajamos la visera que guarda nuestro rostro,
el rostro de los veteranos de guerra
que ya no se asustan ni se alegran con nada.

 

 

MÁQUINAS DE COSER

La máquina de coser y mi madre
son dos máquinas de coser.
Cuando me pide que ensarte la aguja,
sé que el hilo es su sangre
y el corazón un carretel inagotable.
A dónde fue la viajera del pedal
cuando su pie subía y bajaba
como si subiese y bajase por el mundo.
Qué ciudad visitó, qué calle de su añoranza.
A dónde fue sin dejar su sitio.
Fuertes y útiles y bellas,
yo soy el hijo de dos máquinas.
Estoy lleno de maquinaciones.
Estoy hecho de retazos.
La máquina de coser y mi madre
son dos mujeres que conversan sin hablar.
Repiten los mismos ruidos. Mecánicos.
Mecánicas del decir.
Y en el silencio, poesía.
Silencio de la costurera.
Silencio, dobladillo del ser.
Hay quien no sabe hacer silencio
como no sabe coger el dobladillo.
Soy el hijo de dos mujeres.
Estoy lleno de costuras.
Estoy lleno de ojales y botones.
En mí entra y sale la aguja de coser
como la aguja de un adicto.
La aguja de coser que me inyecta el vacío.
La máquina cose las camisas.
Mi madre cose lo que palpita
bajo las camisas.

 

 

LA CORBATA

Ante el espejo ceñirse la corbata.
Una corbata anula la ingravidez de las ensoñaciones.
De modo que si vas a dar un discurso
como a recibir un premio,
o dar un discurso por recibir un premio,
lo mejor es llevar esa soga caída de verdugo.
Para ser coherentes con sus delirios,
los poetas no usan corbata.
¿Qué harían con ese badajo,
con ese sexo de trapo incircunciso?
¿Qué harían con ese péndulo detenido sobre el pecho
cuando en sus cabezas fluye el infinito?
Es una ley: los poetas no usan corbata.
Pero si resulta demasiado serio el asunto
se ponen dos corbatas.
Una a la espalda que nadie ve y otra al frente.
Pasan con ellas por buenos señores.
Después se van a los bares
y las dejan de propina.

 

 

MUESTRARIO TÍPICO

Los pantalones de Zapata y la camisa de Villa.
El chaleco de Juárez.
El uniforme de Maximiliano antes de ser fusilado
y el uniforme de Maximiliano después de ser fusilado.
Las sotanas de Hidalgo y de Morelos.
El manto de la virgen de Guadalupe.
El tocado de Moctezuma, más bello y terrible
que el tesoro de Moctezuma.
La gorra de los organilleros a la salida del metro.
La falda de las madrecitas en el Zócalo.
Las medias de las putas en Tlalpan.
El peto de los policías que dice POLICÍA
y la camiseta de los turistas que dice Peace & Love
Las blusas de Oaxaca.
Los vestidos de Frida y el hábito de Sor Juana.
El pañuelo de María Félix y el pañuelo de Cantinflas.
La máscara de plata sin el enmascarado.
La máscara de todos los luchadores.
Las botas de todos los charros.
El sombrero de todos los mariachis en la Plaza Garibaldi
y el florido sombrero de la Catrina.
El poncho sobre los esqueletos de José Guadalupe Posada.
Los uniformes en Chapultepec y los uniformes en Tlatelolco.
La ropa de los desaparecidos que es igual a nuestra ropa.
La ropa de los que van a desaparecer.

La muerte es mexicana.

 

 

EL FRÍO DE VIVIR

Siempre estuve encañonado por la vida, siempre estuve a punto de que me matara. En cuál puerto, en cuál calle, en cuál esquina me encañonó la vida que ya no recuerdo el día ni la causa. ¿Quién es esa que viene contigo?, preguntaban en el café los amigos, y yo hacía un mohín de poeta. Nadie, respondía, pero la vida se sentaba junto a nosotros con la inoportuna tranquilidad de una mujer fea. Hablábamos de literatura, hablábamos sin prestarle atención a la intrusa. Qué fúnebres parecíamos. Sin embargo, cuando en la noche regresaba a mi cuartucho, me acostaba con la vida, en una página blanquísima me acostaba con la vida; la penetraba con fruición como penetra el pensamiento un difícil concepto. Me quedaba horas adentro de la vida, ceñido por sus brazos y sus piernas, atenazado por su carne gozosa. Solo así olvidaba su amenaza. En la mañana la vida ordenaba: Levántate y ve a trabajar. Y yo fingía quedarme dormido, porque trabajar cansa, me aseguró un conocido, porque preferiría estar muerto antes que ir a trabajar. Entonces ella volvía a poner el frío de su arma en mi espalda para enseñarme que no estaba jugando.

 

 

POEMA A MI PADRE

Mejor voy escribiendo el poema de tu muerte, que deberá ser rápida como yegua de carreras, porque odias molestar a la familia los domingos. Pero será domingo, un domingo de pueblo a media tarde, cuando da la sombra en el patio de la iglesia, el patio de piedra y musgo, donde el jardinero y yo jugamos nuestro ajedrez sobre un banco. Mi mujer vendrá con la noticia. Qué final de torres y caballos. Pensar que entonces iba ganando. Digo que mejor voy escribiendo el poema de tu muerte, para no decir que mejor voy escribiendo el poema de mi dolor por tu muerte, porque no quiero mi dolor en una página, no quiero embridar ese potro. Todos esperan que el dolor de un poeta sea más hondo, sea más bello, sea distinto. Pero el dolor de un poeta es un potro entre mil potros, y nadie lo ha visto. Un potro entre mil potros que siguen al semental, al corcel atroz que llaman el dolor del mundo. Perdona, padre, mi entusiasmo, tú que no entiendes de caballos, y yo que temo a sus patadas y mordidas. Otras son tus herramientas y tu oficio. Mejor vuelvo al poema de tu muerte, ¿de qué fue por fin que te moriste? ¿De cáncer en la garganta por tragar alcohol? ¿De cáncer en la garganta por tragar polvo? ¿De cáncer en el estómago por tragar alcohol y polvo? ¿De caerte borracho de un andamio? ¿De caerte borracho de un andamio y al abrirte solo encontrar polvo, polvo húmedo de linfa y sangre, polvo hecho víscera, argamasa? Mira en lo que termina esto la única vez que tu muerte me preocupa. Mi hermano pide que no escriba, que un poema puede resultar profético, que solo yo pagaré la culpa si el viejo se nos muere. Pero tú, padre mío, en verdad me entiendes: digo que mejor voy escribiendo el poema de tu muerte porque ya escribí el poema de tu vida. Y antes de bajar de la palabra que es mi cabalgadura, y antes de que por mi palabra mueras, yo poeta por mi palabra te concedo: que no falten el pan ni la risa en tu mesa; que no falten el amor de tus mujeres ni el amor de tus amigos; que no mueran primero tus hijos. Todas esas cosas con que sueña un albañil.

 

Sergio García Zamora (Cuba, 1986). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Central «Marta Abreu» de Las Villas. Autor de más d ... LEER MÁS DEL AUTOR