Que el mundo sea como es
La poesía de Santiago Sylvester aborda temas fundamentales desde una observación objetiva y precisa, expresando nuestra naturaleza paradojal. Indaga en el mundo del pasado y del presente para poder encontrar aquello que es nuevo bajo el mismo cielo. Y aunque el antiguo adagio indica que no hay nada nuevo bajo el sol, Sylvester demuestra todo lo contrario, porque la novedad no está en el objeto en sí, sino en la forma de contemplar ese objeto, en las distintas posibilidades que ofrece la reflexión, la pregunta, las posibles respuestas, la conjetura.
En este universo poético, poesía es observación constante, reflexión sobre lo observado, desconfianza ante lo dado natural. Con un lenguaje coloquial, austero y contundente, los enunciados brillan en su significado por la claridad del decir. En este mundo, conocer no es sólo ver, sino también analizar y presentir. Y en ese presentimiento está la certeza de lo que es. Allí surge la magia de la poesía.
He aquí once poemas de este gran poeta que es Santiago Sylvester, una voz sobresaliente en el panorama actual de la poesía en lengua hispana.
Enrique Solinas
LA RÓTULA
De la rótula conozco, sobre todo, la palabra rótula.
No sé qué sabe la rótula de mí, tal vez que hablo solo y duermo
de a pedazos,
pero ocurre que nos necesitamos, nos debemos favores, y eso
cuenta al hacer el inventario.
Ella es un énfasis entre vocales graves,
yo un peso arbitrario, propenso a caminar sin rumbo.
Ella viene del latín, de boca en boca,
yo vengo de Salta, de tropiezo en tropiezo.
Ella se incrusta como un acorde haciendo fuerza,
yo digo mi opinión: enfermedad sagrada que agradezco a
Heráclito.
Y aquí estamos los dos, sin saber el uno
casi nada del otro, pero ambos
capeando el temporal cuando lo premonitorio
habla de una dura década
que ya habrá comenzado,
y el dato de ese cálculo soy yo:
pieza llena de mañas
que ha llegado hasta aquí
gracias a la complicidad de lo que ignora.
EL TIEMPO cobra peaje a todo lo que ha nacido para durar.
Peaje a la belleza, al porvenir, al odio;
peaje a ese montón de pelo atado en la nuca de la mujer,
a la mirada del hombre,
a las palabras que se dicen, al sentido:
peaje aún sin saberlo,
como existen caminos aunque no vamos a ninguna parte.
Ellos se han sentado allí, mesa de por medio, con la
intención de eternidad que aturde a todo lo transitorio:
solos y a la vez acompañados,
en estado de mudanza;
condenados a buscar cómo se sale de la contradicción.
El tiempo cobrando peaje es infalible;
y yo mismo, a mi pesar, sin ser el tiempo cobro peaje:
no soy el tiempo, pero soy el que mira.
UN golpe en una mesa,
y el hombre mira alrededor, sin éxito ni culpa, sólo con
el asombro del que, repleto de whisky, no encuentra qué
decir.
La palabra, una autopsia: un corte transversal en el cerebro; y de
este menoscabo del lenguaje se alimenta una época que
cesa, no por agotamiento, sino por crispación:
el psicoanálisis concluye en epilepsia,
la semiótica esconde su abuso en la trastienda,
la fanfarria de la ciencia no logra descifrar sus
propósitos;
¿y qué haremos con la actividad de la palabra?
Un hombre ha golpeado la mesa, torpe la lengua y la mirada
idiota,
y ha marcado el arranque de una nueva era:
él es su profeta,
una trompada en una mesa su huella digital.
ESTE sitio, como todos, es una excepción: mezcla de estilos,
huida de la naturaleza al sucedáneo, y saber que esto (una
excepción sumada a otras) es todo lo que podemos
esperar.
La cerveza de ese hombre junta bilis;
una falsa rubia detiene demasiado su mirada;
ese codo en la mesa supone una teoría: soledad por puro método,
y un campo de realización que ha fracasado hace años.
Alguien cerca tose, cuenta monedas o juega con las llaves;
alguien descubre un axioma imprevisto: con las mismas personas
se habla siempre de las mismas cosas;
alguien mira hacia fuera.
He aquí una amplia escena: elija usted el nombre, péguele el
rótulo, envíe el paquete a donde quiera; y por favor no
agite el frasco, deje en paz el contenido.
(los dos ríos)
A LA derecha
el río Lesser retumba su agua abierta
y a la izquierda el Castellanos, encajonado y claro. Allá abajo
la confluencia de los dos, que juntan su rumor en esta altura
donde cada planta
sabe qué hacer con su ceremonia: el laurel
ceñido por la enredadera, la flor del aire
con el toque del viento en su cosquilla; el cebil
con su gran confianza: “grave
sin presunción, alegre sin bajeza”.
Y allá van los dos ríos: el abierto y el encajonado, con la
consigna de llegar, no sé si al sitio,
pero sí al paisaje donde todos
hablan entre todos: el que se mueve y el que se esconde, el que
tiene rayas en el lomo, la trepadora que se asoma por el
borde: incluso lo que se pudre y descompensa
para que la perfección sólo sea un espejismo del que mira, y el
error
tenga también su parte, como debe ser
(no llevamos el mismo rumbo)
ESTE río va al mar: no llevamos el mismo rumbo. Avanza
con una paciencia que
no es virtud sino necesidad: cruje en la bomba, el ariete lo
impulsa: todo
es novedad cuando salta piedras, arrastra troncos,
y acepta el capricho de la evolución, que es un cálculo de
probabilidades.
Yo me sostengo
sobre el agua,
recibo el sol que rebota en los helechos, hablo en dialecto
para que me entiendan,
converso conmigo para darme o
quitarme la razón; y al fin el ajetreo de estar
o de no estar: la vida cotidiana.
Es difícil
que el mundo sea como es: de a pie
o de memoria
siempre se cuelan segundas intenciones: nunca
son las mismas: hay
variedad, infinita
variedad: huellas en el camino,
que aunque sea el mismo
no lleva necesariamente al mismo sitio.
El río
avanza con una sobrecarga que no contiene amor ni odio,
sino puro envión hacia el lugar remoto donde está el mar: desde
aquí
se lo oye: eco
de algo lejano que se ha oído muchas veces.
No llevamos la misma dirección: un río
es unívoco, no deambula, no puede volver.
(posiblemente el unicornio)
Un unicornio mira desde tierra firme el Arca de Noé: lo olvidaron al
cerrar la compuerta.
Después vino la lluvia, y otra vez la lluvia.
Peces,
pájaros y caimanes, más los zancudos que caminan sobre el agua,
tenían su habilidad
y no sufrieron sobresalto en la cuarentena más húmeda que se recuerda;
el unicornio, sí.
Elefantes, caballos,
quirquinchos y corzuelas
estaban bajo techo en la chalana célebre
cuando se vino abajo el cielo inhóspito: cabras, gallinas
y tortugas (“ese
interesante animal que es a la vez
animal y domicilio”)
iban a salvo de cualquier diluvio;
el unicornio, no.
Por este olvido llegan de vez en cuando noticias de algo
que se perdió en un mapa antiguo, en algún
pergamino tapado varias veces por el polvo: señales
confusas que ya vienen de ninguna parte: restos flotantes desde antes
que el tiempo se volviera historia.
Y sólo queda el olvidado, el que no pudo ser,
el que dice cuando un artista atacado por el virus místico
lo rescata en un tapiz o en el cuadro de alguna sacristía:
“nací perdido y no quiero que me encuentren”; y mira desde tierra
firme.