Santiago Espinosa

No los mires a los ojos

 

 

 

ACANTILADOS

 

Ahora conduces.

El carro avanza por las curvas donde el océano

se estrella entre los acantilados, incesante.

Nunca pensamos que estos fueran los paisajes,

las rocas lunares y los pinos.

Para llegar a este lugar

tuvimos que perder todas las rutas,

sabiendo que esta amarga transparencia

ocurre en los sueños de ambos.

Y tú recuerdas el gesto algo ridículo

cuando nos despedimos,

o esas primeras veces en que fuimos

al mar, pensando en las distancias.

Y ha sido siempre así.

Los autos que cruzan evitando los precipicios.

Las casas con sus luces encendidas hasta tarde.

La espuma que persiste ferozmente contra los acantilados.

 

 

 

 

“NO LOS MIRES A LOS OJOS”

 

Los límites del pensamiento no siempre son los límites

del lenguaje. Un día vimos en San Francisco

a una mujer ensimismada,

las ropas delicadas y muy sucias,

el maquillaje pronunciado

cantando a un viejo celular lo que nos pareció

era una canción de cuna, al lado de las bolsas de basura.

 

O también vimos a un hombre obeso, sentimos su aroma

a varios metros, las llagas en los pies y en las rodillas,

transformado en montaña por el tiempo.

Escuchaba desde su silla de ruedas una canción de amor,

mientras andaba las cuestas y los turistas y banqueros

lo evitaban. Subía por las colinas aprovechando la fuerza

del motor, como un árbol frondoso que volara desde el mar.

 

Pero ellos no son el motivo del poema. Fue alguien

que vimos desde la mesa del café, sin que él lo supiera.

Un hombre de gafas y sombrero azul. Movía su cabeza

de un lado a otro, de un lado a otro y sin parar,

igual que un péndulo. Adelante un equipaje

más grande que su cuerpo,

y que seguro escondería alguna pista:

una foto de la hermana, no lo sabemos, un disco muy viejo

sobre el prófugo que viaja a través de las carreteras.

Y el hombre mueve violentamente la cabeza,

tratando de repetir esas canciones,

 

al lado de los ejecutivos que pasan,

“…no lo mires…”.

 

de las mujeres que corren con sus tenis deportivos:

“…no es más que un hombre perdido…”

 

¿y si al llegar a este lugar no hubiera nadie esperándolo?

 

alguien que mueve la cabeza sobre Market Street,

“para encontrar en algún sitio el recuerdo de su madre”.

 

 

 

 

MONTERREY

 

Entonces vimos el movimiento

de las ballenas

 

avanzando entre el azul

con sus millones

de percas

y de pájaros

 

estremeciendo con sus

saltos

el eco

de las

profundidades

 

nos asomamos desde el barco

al interior

de su volcán

vimos el ojo que se abría

entre el vapor,

escrutador

de las circunferencias;

 

la lava corrugarse lentamente

en su tectónica celeste,

sin dejar marcas sobre el agua

 

y luego las ballenas

se marcharon

 

con sus preguntas de ámbar y silencio

 

las ballenas levitando

entre lo más oscuro del mar,

 

remotas,

 

oceánicas,

 

impredecibles montañas.

 

 

 

 

DIARIO DEL INMIGRANTE

 

Papá o mamá, qué extraños estos árboles nudosos al pie de la colina. Qué extrañas las casas

que observan desde la altura, a la espera de un silencioso asesino.

 

Qué extraña la quietud de los supermercados. La sensación de que estamos un poco muertos,

apartados de todo lo que fuimos.

 

El ruido de cervezas en los puertos. Un punto que se pierde en las montañas. O a veces sentir entre

los barrios, atravesando las calles peligrosas, que hemos llegado una vez más hasta el lugar del que

partimos.

 

Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Estudio Filosofía y Literatura en la Universidad de los Andes. Es el autor de Escribir en la niebla (Valparaíso ... LEER MÁS DEL AUTOR