No los mires a los ojos
ACANTILADOS
Ahora conduces.
El carro avanza por las curvas donde el océano
se estrella entre los acantilados, incesante.
Nunca pensamos que estos fueran los paisajes,
las rocas lunares y los pinos.
Para llegar a este lugar
tuvimos que perder todas las rutas,
sabiendo que esta amarga transparencia
ocurre en los sueños de ambos.
Y tú recuerdas el gesto algo ridículo
cuando nos despedimos,
o esas primeras veces en que fuimos
al mar, pensando en las distancias.
Y ha sido siempre así.
Los autos que cruzan evitando los precipicios.
Las casas con sus luces encendidas hasta tarde.
La espuma que persiste ferozmente contra los acantilados.
“NO LOS MIRES A LOS OJOS”
Los límites del pensamiento no siempre son los límites
del lenguaje. Un día vimos en San Francisco
a una mujer ensimismada,
las ropas delicadas y muy sucias,
el maquillaje pronunciado
cantando a un viejo celular lo que nos pareció
era una canción de cuna, al lado de las bolsas de basura.
O también vimos a un hombre obeso, sentimos su aroma
a varios metros, las llagas en los pies y en las rodillas,
transformado en montaña por el tiempo.
Escuchaba desde su silla de ruedas una canción de amor,
mientras andaba las cuestas y los turistas y banqueros
lo evitaban. Subía por las colinas aprovechando la fuerza
del motor, como un árbol frondoso que volara desde el mar.
Pero ellos no son el motivo del poema. Fue alguien
que vimos desde la mesa del café, sin que él lo supiera.
Un hombre de gafas y sombrero azul. Movía su cabeza
de un lado a otro, de un lado a otro y sin parar,
igual que un péndulo. Adelante un equipaje
más grande que su cuerpo,
y que seguro escondería alguna pista:
una foto de la hermana, no lo sabemos, un disco muy viejo
sobre el prófugo que viaja a través de las carreteras.
Y el hombre mueve violentamente la cabeza,
tratando de repetir esas canciones,
al lado de los ejecutivos que pasan,
“…no lo mires…”.
de las mujeres que corren con sus tenis deportivos:
“…no es más que un hombre perdido…”
¿y si al llegar a este lugar no hubiera nadie esperándolo?
alguien que mueve la cabeza sobre Market Street,
“para encontrar en algún sitio el recuerdo de su madre”.
Entonces vimos el movimiento
de las ballenas
avanzando entre el azul
con sus millones
de percas
y de pájaros
estremeciendo con sus
saltos
el eco
de las
profundidades
nos asomamos desde el barco
al interior
de su volcán
vimos el ojo que se abría
entre el vapor,
escrutador
de las circunferencias;
la lava corrugarse lentamente
en su tectónica celeste,
sin dejar marcas sobre el agua
y luego las ballenas
se marcharon
con sus preguntas de ámbar y silencio
las ballenas levitando
entre lo más oscuro del mar,
remotas,
oceánicas,
impredecibles montañas.
DIARIO DEL INMIGRANTE
Papá o mamá, qué extraños estos árboles nudosos al pie de la colina. Qué extrañas las casas
que observan desde la altura, a la espera de un silencioso asesino.
Qué extraña la quietud de los supermercados. La sensación de que estamos un poco muertos,
apartados de todo lo que fuimos.
El ruido de cervezas en los puertos. Un punto que se pierde en las montañas. O a veces sentir entre
los barrios, atravesando las calles peligrosas, que hemos llegado una vez más hasta el lugar del que
partimos.