La dama de Shangai y otros textos
LA DAMA DE SHANGAI
Si te azoto o me azotas, en el crimen de tu pañuelo rojo,
en el aire del pabellón iluminado por una antorcha,
en el jardín de rocas, redada del destino,
en la noche negra cerca del mar,
un remordimiento antiguo de haber matado al hermano
justamente por llevar un pañuelo rojo
tenazmente incrustado en la carne mate, quemada en la isla.
Hacia el paraíso de mis sueños: en la proa, él, corpulento,
con mirada melancólica hacia el diagonal cúmulo;
ella, con pelo de oro y gorro de navegante,
cuya visera corta el rostro en diagonal;
si te amo, no será por el timo ni por el remo;
en la próxima escena el ángel piensa en el suicidio.
Pero abandonemos el Caribe y vayamos al Golden Gate.
La mirada verde luce allí al contraluz de la lámpara,
y el lobo, con sus dientes, discrimina la presa.
Te pone rojo el mar como al rojo instrumento,
prepucio en avances, tiburón o corvina
se vuelven delfín del escudo; la ciudad y la ballena,
las líneas de la heráldica te sujetan al muro.
Pero, si entre un crepúsculo súbito como una interferencia
del clima y del horario nos decimos adiós,
el abismo ciudadano hará que la vida
sea cuestión de tos o hielo, el tipo virgen
ahondado por hambres de cuchillo.
En amparo y en delicia busca el ciego su sazón;
aunque turbe la razón
un dineral en codicia.
Ciego el mirar, el hoyo hueco
y donde busco el oro médulas de húmeros
me han empeñado hasta las cachas.
Así la lección de anatomía parte del músculo y del nervio,
adoba entre los dedos cordones secantes de los clavos
que sobre el tablón gris o la carne del cerdo sufrir hemos mañana.
Sufrirlos como un préstamo hecho por el estado,
según la ley de la mayor ganancia,
o la abstracta ley del mayor número,
infinito con una pica de buey.
Así el agonizante de un costado,
y de otro a quien mataron el novillo o revocaron la cosa.
Estudiar las estrellas con el método de la geometría
o espesar el arrastre de los pies.
Si te subes la corbata a la garganta,
o, si no usas corbata, haces de nuez luminosa
el toronjil al costado del espejo, fosforescente, en el foyer de tu desnudo,
en ambos casos has de salir triunfante.
Porque no se ha decidido la batalla con tu propia cremación.
Al final, sabiendo que los robos ocurren en la noche,
que los rayos sólo doran los finales de sentido,
tú ya en la madrugada te habrás fugado.
A tu pene un pez se agarra, a tu cuello un gancho,
a tu cinto un reino, a tu estirpe la riada de los dientes,
al agujero la cal del suplicio,
a los ojos la agujeta de jade,
al hilo el bolsón de tu cuerpo,
el árbol al flamear de tu hilo,
a tu nueva consistencia, las matas que el viento rompe,
el pasto a la caída de tu cuerpo.
EL VERANO SIGUIENTE
Ingrávido de materia sutil
el aire en espiral se inclina —oído por la suerte.
Y antes de respirarte
sube el musgo arrancado a los ladrillos
como tonda lasca que arrojó el verano
de los ojos. Antes de olvidarlo, por no sabido
estrecho del sentido, pudiendo barajarlo, tenso e ido,
cifra el redondel de una plaza, el ventanuco blancuzco
con un fondo verde de pecera.
“A la del balcón o la ventana
arrojada la tiene sin caerse.”
Sube la ducha y sube sabiendo que al subir
la presión no rompe el caño,
en canonjía de hierba y resguardo del petate,
como si al saber no romper
estuviera escupiendo los restos de un rasgado
mantel a rayas.
IMBUCHE
No pudieron resistir, no pudieron mirar
tu hermosura, tu comercio con el aire.
Narinas, boca, ano, sexo, oídos, ojos:
cosieron tus aberturas.
Monstruo de hermosura, cosido monstruo.
Cerraron orificios de tu piel,
condenaron puertas de tu cuerpo
a ningún tráfico. Bola de carne,
comerciaste sólo contigo en el misterio
del interior clausurado para siempre.
No te violaron. No te perdonaron.
Te veneran sin interrogarte.
Has dejado de torturarlos; te devolvieron
la tortura puntada por puntada.
Ya no prometes nada a nadie.
Nariz, ojos, boca, ano, sexo, oídos:
flautas rotas donde circulaba tu poder.
Antes prometías todo a todos,
golpe de rayo, últimos ecos de la lluvia,
insondable, luminoso.
Repartía tu voz las montañas,
despertaba chasquidos en las hojas.
Pusieron dique a tu amenaza.
Te veneran cerrado.
MELLA
No me habría detenido en ti si no hubieras estado
al final de la avenida junto al kiosco de tiro al
blanco
donde pasan en correa patos de metal. Hiciste
mella en uno.
Fuimos al tren fantasma; en cada curva saltaban
los muertos.
Tus dientes con luz negra se enhebran fosforescentes.
De repente no sé si hablamos o estuvimos callados,
qué hicimos tan bien sin darnos cuenta.
Sigo leyendo sin saber si estoy acompañado o
estoy solo
el contrapunto de ocurrencias de tu cuerpo,
curso acelerado donde me devano
por descifrar la trama de sucesos.
La medalla sólo me llevó días enteros.
Puedo comenzar con tu cuerpo, tazas del cielo
por donde se descuelga una línea hasta los talones
y plantas encallecidas, que al besar invertidas
me dejan perplejo de que te hayan sostenido tan
rudamente.
Cola, grupa, lugar del mastelero, levantada
esperando ¿qué?
consagración de las primeras lluvias:
tu Valparaíso, enorme boca de la bahía pacífica.
Había terminado la serenata y no nos habíamos
dado cuenta;
ahora en silencio seguíamos tan acompañados
como antes
las historias tejidas por un enigma al desplegarse;
cordón de dijes tirante sobre tu cuello ancho:
resalta un cuerno, una lámina sin nombre, una
raqueta
de hilo de cobre entretejida con varios interiores
flexibles donde hundo el dedo y sacas la lengua
ex abundantia cordis. Me clava
el triángulo pintado en tu espalda
blanco sobre negro con un ojo negro sobre el blanco.
Fumo tus cigarrillos y pito mariposa blanca
alrededor de tu cabeza; página tras página va
cayendo,
indecisa, interrumpida cabeza de toca blanca
acogida a los golpes de la habitación contigua
contra el fondo verde luz de una tapa
en la antesala de la biblioteca.
Tu canasto, por no decir entrepierna
lisa, oscura de patchouli, por donde empieza la
curva
hasta el cráneo, cuadrado dije de jade:
aunque no queden dichas tus formas, al menos
aludidas,
me despido pero tú estás de nuevo.
Lo simbolizado se reduce a una visión interior,
quiero decir desde tus adentros:
mella en las paredes de la gruta.
AMOR DE MADRE
Roca, eco, arena seca;
corre del barranco
agua candente: cada grano
de mica al sol, papila, broto, piedra,
lengua reseca, recoge polvo
del talud que baja. Llaga removida
sube a la nube, vapor hoy,
chubasco, quién sabe. Lamo salpicaduras.
A pleno sol un soldado cruza la calle;
tuvo más paciencia que yo:
arrastraba el uniforme (paso a paso).
El sol nació en mi corazón (por un momento).
Relegado por la madre a una vida subalterna,
nació lejos de su corazón reservado a otro.
El caso (no obstante) vuelve disponible
una fresca aventura: árboles sobre piedras
al costado del camino dan sombra;
agua murmura en la bomba.
EL PADRE
Una caja- de tapa levantada
presta a derrumbarse
por un palo en tensión de una cuerda__:
¡Qué triste, Señor, es ser escribano
un domingo de tarde en un pueblo lejano!
Triste, lejano, dan un contrafuerte de lluvia
sobre el empedrado callejero.
El domingo de tarde llenaba
una planilla de contribución fiscal.
__Volvamos al Señor con mayúscula
para quien un velo de tristeza
es una lona que sacude en el patio de baldosas.
“El padre como personaje chejoviano
y el padre como padre de las horas
juegan una partida y se enternecen,
pero desde ámbitos encontrados,
como si se hubieran perdido al excavar un doble túnel.”
AMORES
Bajo el agua, la roca,
bajo los recortes del collage, la sequía,
bajo tu párpado pintado por Ingres o Dalí
un cuenco opaco y hueco;
tras el batir de plumas rítmico, sin posarse,
cuando Psique y Cupido se besan, las paredes del cuarto
erosionadas, inmóviles.
El sentido íntimo de las cosas es una membrana sin espesor atravesada por una navaja.
No hay secreto de conjunto sino en cada cosa cuando llama la atención:
papel al viento vuela hacia el huerto.
El cielo tiene una cicatriz de plomo diagonal;
Vibran las hojas de la vid.
A los cinco años no pude ver a mi abuela
tras el tul de mosquitero cadente sobre cu cama.
Escuché el ruido del mar antes de verlo:
Caracol blanco en la escalera de caracol.
Las cosas no se quedan pero vienen de nuevo
para ser vistas por primera vez.
Ella las vio; yo las veo por ella hoy;
Ayer me anunciaban algo,
no sé si alguien las verá por mí.
Las cosas callan;
la lluvia corre, no queda nadie.
Juguete de la circunstancia, ya sin tul de mosquitero
penetré la grupa, arrebaté la trenza reservada para mí.
De niño estuve muerto.
Encima de los parrales surge una mancha naranja,
tiza naranja bajo agua,
tuna roja en la maceta roja
rajada por presión de las raíces.
Estoy en su cuarto, en su cama;
de madrugada se oyeron pájaros y lluv ia
que chorrea por techos y desagües.
Un gato color herrumbre pasa por el muro del fondo:
él es yo, blanco, gozo latente, punto de rebote.
La neblina a bocanadas engolfa la avenida.
Luces verdes de mercurio explotan, fruta húmeda.
Recogí la flor naranja fluorescente entre arroyos improvisados, espuma, pausa,
cuando los actos dejan de importar pero otorgan un acabado a cada acto
porque siempre estuvo aquí aunque yo no estaba.
Aquí no hay nadie.
Recogí la flor, te la regalé.
Gracias a ti hay performance.
Una noción vuelve del limbo
donde no llovió por mucho tiempo.
Parte de la gracia es no ver a través del otro,
No hacernos jamás transparentes en el paraíso,
Pero fue suficiente tu estadía en tierra de nadie
para que el cielo pasara de oscuro a naranja,
las sábanas, las paredes, el balcón vacío.
EN ESTA TUMBA OSCURA
El cantante cubierto de esmaltadas escamas
escapa antes que lo pillen los pillastres,
antes que la zancadilla en el podio lo destine a su fagocitosis
sobredosificado en aras de un entusiasmo salival por la noche
entre nómade y mónada
devoradora de linfa sanguinosa,
hasta que lo rompen como una bolsa de mejillones,
hasta que lo atraviesan con un pértiga, latiguillo de las tripas,
destapan un wáter closet con un guante de goma
en la noche rasgada por dentro,
lo parten con un pincho para picar hielo, rotas las sinapsis
de su costra en relieve. No sólo conejo de luna.
Una triple hendidura sobre la bóveda craneana
con una clavija de coral achatado,
por lancinante cabeza hecho fibras
de higo amoratado en un torbellino seco.
La inflada vejiga, rota ahora, una gruta
de líquido desmaquillante se atomiza.
Súbita deglución melatizada por un pico de tortuga,
esa tumba oscura se tragó la valva, valga
el cloqueo de la lengua, el pito
brisando los vapores
por donde encarna el boqueo y la resistencia al viento.
“Me haces real, me haces libre.” Para sostener este trabajo
de tropero sobrio pero seguro después de la escuela, tu cosa,
okay, un cuero, tu pelo alrededor
de mi pescuezo, en la noche más de mi vida.
Este método de no engañará a nadie. La diálisis
se conmuta en presión por el río celeste donde nada un caimán. Poca comida,
pero digo: “Este método es el malgasto de una aurora.”
UNIVERSAL ILÓGICO
Subí en el autogiro para hachar por encima.
Corta la leche, la miel.
Ahora gotea más despacio.
Las balizas parpadean enfrente del hotel,
un modelo de situación.
Ellos quedan separados uno del otro.
No se ve más que una sombra.
Entra al portezuelo un auto con escape libre.
A través del culo miraba para arriba,
un festón sobre la capa de tormenta
que me priva,
un dique ardiendo
lejos de solidificarse, un embudo,
el pescuezo de un dragón
quema la memoria, sacude
la contigüidad, aquí y allá se rompe.
Este bebé no reconoce lazos
pero el circuito continúa,
una gé en vórtice,
el plasma de una pobladura glandular.
Pisa el acelerador cuando lo aprietan de atrás.
Un poco tarde para atender el teléfono,
enjabelgado, enflaquecido por los desvaríos
de un interior jabonoso. Un chalet,
Le Tourbillon, cae hoy incompleto,
socavado tamiz y borboteo, hervor olla consagrado
en el oscuro del jergón.
La tunda pareja del amanecer vacío,
el músculo, un tic de la cara
contra el hueso, un huso,
unas cuerdas del Paraguay,
un poncho, hexágonos de verde
cuyo giro lo ingurgitó
lucen mejor que este tul raspado
iridiscente, negro sobre blanco sobre negro.
Un zumbido. Levanta la aguja
que va a coser ese vestido
que viste para su demo.
La ronda compensa los chuchos. Fue el bien plisar
no la casa-cajón. Era una misión-cama,
los ocelos, el rimel, el sobado
leopardo reversible en cualquier momento.
Abrí las hojas mojadas del banano,
universal ilógico para cualquiera, para nadie,
con una trompa que acometía.
El rasguño trazó en los ojos una lluvia diagonal,
Esa banda labrada desafectó cualquier punto.
Giraba firme. “Están aquí.” decía después de
remover
el ápice del exvoto enfrente de la estación
meteorológica.
Entraba al comedor para pasar a la cripta.
Bochornoso chasqueaba los dedos
sobre el zafiro sin fondo.
EL NAPOLEÓN DE INGRES
La alfombra o el caminero, sobre un fondo central amarillo,
muestra una águila marrón, que cubre con las alas
abiertas el escalón tridimensional donde el Emperador
asienta su figura que de otro modo y de punta em blanco
provendría del Elíseo.
Los bordes del caminero son rojos
y sobre fondo negro ilustran las figuras del zodíaco:
bordes de Cangrejo y Pez a la derecha, Virgen, Balanza
y media cola de Escorpión a la izquierda.
El cojín de seda se cubre de oro con motivos escamosos,
alados, y con haces de flechas.
El color de la seda, su textura
son casi metálicos: un zepelín por el cielo
azul de Prusia, un dragón chino
volante en su trueno de metales;
las borlas del cojín descienden pensativas
sobre un esplendor casi licuado,
el calor expectante de la alfombra amarilla y roja.
El pie del Emperador, envuelto en oro
y seda blanca, parece posarse apenas
como el metálico pie de un Mercúrio
sobre el metálico cohete de la seda.
Lo demás es estrepitoso y huracanado
vuelo del armiño de magnífica capa con lises de oro:
borlas y sementeras de borlas en un din don
de perfecto movimiento y perpetuo triunfo.
Las dos bolas de marfil sobre las columnas imperiales,
los brazos del trono de oro, las dos caras de la calva luna,
ruedan por el universo para proclamar la gloria del sol:
el centro, el rostro, una y mil veces circundado de halos:
encaje del cuello, pesada corona de dorado laurel,
más el redondo borde del armiño,
más el collar, más el respaldo circular del trono,
pesada, espesa víbora de hojas,
boa celeste sobre los hombros.
Empuña dos cetros: uno remata en una mano blanca
que abre tres dedos al cielo: el otro, el cetro de los cetros,
repite en otra dimensión al rey sentado en su pináculo,
un rey pequeñito, atributo del rey presente,
tolerado apenas como el supremo signo de poder,
y el rostro del hombre, el rostro del Emperador,
pegado en el centro de los círculos como una estampita
arrancada de un anuario de colegio: el niño en su orden;
suma asoma la cabeza, y lo cree muy bien;
la mandíbula empedernida en el lustre de las joyas,
y los ojos, a medias enfrentados consigo mismos;
pero si el despliegue justifica la mirada,
la mirada no justificará jamás el despliegue.
La mirada lo cree a medias sin embargo:
el niño Emperador, que no ha perdido
nada de sí mismo y ha conquistado el mundo.
El cabo del cetro toca apenas
con su última esfera de oro la alfombra,
el águila marrón desplegada allí a su servicio.
El plumaje del águila ofrece una espalda cálida
para que él la rasque con la varita.