Reencuentro con su obra
Por Néstor Mendoza
Vengo a hablar de esta poesía bajo un limpio efecto íntimo. La cercanía impide una valoración más neutral. Antes hay que alejarse poco a poco y dejar en medio una distancia prudente: un recuadro supuestamente deshabitado. La distancia funciona como un punto de equilibrio, ocurre un enfriamiento del ánimo y esto, bien lo sabemos, es fundamental. Un inconveniente se suma a este conflicto: el autor que intentamos releer forma parte de nuestras lecturas fundacionales, lo hemos leído con fruición juvenil y universitaria; es uno de los poetas que, en esas instancias, fungía como un “influenciador”, en el mejor (y en el peor) de los sentidos. A esto se suma que podemos recordar poemas enteros de su autoría. La memoria los recuerda por iniciativa propia, sin que nosotros, voluntariamente, hayamos tenido el empeño de hacerlo.
Para fines generacionales, como un intento de ubicarlo fuera del contexto venezolano y dentro del panorama latinoamericano, la poesía de Reynaldo Pérez Só se vincula con el poeta argentino Hugo Mujica: ambos comparten una línea de despojamiento verbal y nacen en la década del 40 (Mujica en 1942 y Reynaldo tres años después, en 1945). Dejando de lado los rasgos, lo que sólo le compete a la pura exploración formal y ortográfica (el ya enunciado discurso que evita la puntuación y el uso de mayúsculas, frases que se cortan, se quiebran y no pierden su ilación), lo que se impone es el dialecto emotivo, el empeño de comunicar una emoción primaria y entrañable al mismo tiempo, la imagen no perdida del niño y su inocencia, la admiración por la naturaleza más próxima (y más concretamente de ciertos fenómenos atmosféricos como la lluvia), el amor de pareja y su sobriedad cotidiana, la presencia amada, el respeto por una genealogía centrada en los abuelos y los objetos de una casa que, con sencillez y fortaleza, siempre es más que una casa. La silla como emblema de lo estrictamente necesario. Notamos, en ese sentido, una continuidad que va desde Para morirnos de otro sueño (1971), su primer libro, hasta Reclamo (1992), una curvatura templada que inicia en los 70 y que no se interrumpe sino hasta principios de los 90. Si con un procedimiento un tanto quirúrgico extirpamos Matadero (1986), un libro-inciso en su trayectoria de aquellos años, se puede corroborar la reiteración de dicciones y de temas. Este sería el Reynaldo Pérez Só que conocí en mis primeros acercamientos a su obra, antes de mis 20 años de edad, y es el que intento alejar lo más rápido posible para compararlo, o contrastarlo, con ese otro Reynaldo que eclosiona a partir de Rosae rosarum (2011).
Su obra se ha afirmado con paciencia y consistencia, retirada de los focos de promoción continental, de antologías hispanoamericanas o festivales internacionales. Por el contrario, el interés exclusivo de sus lectores otorga otra vara de medición: un estudio del investigador italiano Giuseppe Gatti, para la Universidad de Salamanca, ilustra buena parte de los inicios de Pérez Só y lo acerca a la “poética del silencio”. Dentro de Venezuela, el poeta y ensayista Robert Rincón habla de una “estética del fragmento”, y ofrece una aproximación desde la óptica de los estudios culturales; describe esta poesía como “la búsqueda de la esencialidad en un mirar-se con alteraciones sintácticas y sonoras…”. Autores venezolanos como Juan Liscano, Juan Sánchez Peláez o Guillermo Sucre prestaron atención crítica a Pérez Só, sin mencionar algunas miradas más recientes (Verónica Jaffé, quien analiza parte de su faceta como crítico; Víctor Manuel Pinto, César Panza). El Premio Nacional de Literatura reitera lo que sus lectores ponderaban desde principios de los años 70: cincuenta años de trayectoria poética que no se conformó con los felices hallazgos de juventud. En su evolución o progresión se imponen dos adjetivos: lo gótico y lo pastoril. Percibo el primer adjetivo con las mismas intenciones que se le ha dado a la novela gótica. No sé si sea posible hablar de una “poesía gótica”, lo que sí tengo claro es que la casa (o las variaciones de una misma casa) ofrece una interacción conflictiva y en algunos casos paranormal, como en aquel revelador poema incluido en Para morirnos de otro sueño (1971): un niño que recorre asustado los perímetros de una habitación, temeroso; un niño que interactúa con un ente no corporal y que, como respuesta, propicia la autoflagelación. O ese otro poema del mismo libro, donde persevera una versión del miedo encerrado: “allá hundidos donde los caballos/son de yeso/las viejas casas derrumbadas//la muerte no debe ser ese caballo blanco/que nos sigue”. En Tanmatra (1972), precisamente en el texto que da apertura al libro, la primera persona del poema es atraída hacia una puerta (comienzo o fin de la casa): la voz poética “ausente” accede como a través de una hipnosis o posesión. Esta orientación no cambia y la reproduce en 25 poemas (1982): “espero en mi casa/nada más espero//ya no vienen los recuerdos/no dejo mi fantasma volar”.
Estos adjetivos, lo gótico y lo pastoril, tendrán su tiempo y su ritmo en la poesía de este autor, uno de los poetas que más influencia rastreable ha dejado en generaciones posteriores a la suya: la de los poetas del centro del país que empezaron a publicar a finales de los 80, hasta las más recientes promociones de la poesía venezolana. Siguen la casa y su impacto en el movimiento del cuerpo, los ánimos y el pensamiento; sigue estando el campo, el pastoreo, los árboles domésticos; sigue la vida que se aferra a las experiencias y a la muerte que se comunica con la vida y no como tragedia sino como relación binaria de nuestro paso por la tierra: las vacadas, los caballos, el viejo cementerio, las colinas resecas del verano, los olores a cañaveral, los inmensos naranjales, los hornos de tabaco, el lento Torito torciéndose entre guafas y pomarrosas, las lluvias interminables y sus olores a secano, los coloridos mereyes que cambian en invierno, pero antes, las terribles y monótonas cocoas y chicharras quebrando el cielo con su canto.
Me gusta ver a la poesía como si fuesen olas. El agua que se aleja de la orilla, calmada, y el posterior y continuo retorno con la intensidad de las altas olas. En un intento de ordenación, la poesía de Pérez Só nace de la serenidad y ya luego se complejiza, tanto en lo concerniente a lo formal como en la dificultad de comprender directamente su mensaje. En la primera etapa de su producción, quiero verlo así, se puede ubicar Matadero como obra “compleja”; luego vendrán otros poemarios menos temerarios en la forma externa y más testimoniales y vocacionales como Px (1996), que describe parte de su profesión como médico. Una segunda etapa más contemporánea, la segunda ola, se diría, viene a ser Rosae rosarum (un volumen que contiene cuatro volúmenes). Un salto hacia atrás en su obra resulta Redacción (2021), lo más reciente de este autor, que retoma desde la prosa sus primeras obsesiones: el reino de la infancia. Este “hábito”, que en Reynaldo puede ser visto como parte de su poética, nos ofrece una manera de leerlo ahora e incluso avizora una ruta de lectura venidera: posiblemente, luego de la cercanía anecdótica de Redacción, puedan venir otras publicaciones que planteen una dificultad dentro de la concepción del poema (una dificultad que exige mucho más de quienes se acercan a su obra). Bien sea dificultad en la expresión, por lo aparentemente sucinto del decir; o bien por la exigencia lingüística ofrecida (el uso arcaizante del ladino, por ejemplo, en Solombra y en Kavra, Kavrika, dos obras siamesas publicadas en épocas distintas). Esta exigencia es más que todo lingüística, o más bien idiomática, y no conceptual.
La obra de Reynaldo Pérez Só, casi siempre en verso, nunca centralista, se ha movido siempre desde el estado Carabobo. Luego de una infancia repartida en diversas zonas de Caracas todavía rurales para la época (Antímano, Carapita, Mamera, los cerros aún vírgenes de Catia), el paisaje de Reynaldo se traslada al centro del país, especialmente a Tocuyito. Su poesía se inserta en una variedad muy sólida de lo regional, sin ser nunca localista, y desde este punto se impulsa y se contextualiza en casi todos los balances de la poesía venezolana de la segunda mitad del siglo pasado; baste citar su inclusión en Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX, volumen de casi 1200 páginas aparecido en la editorial Pre-Textos (2019), bajo la curaduría de Gina Saraceni, Antonio López Ortega y Miguel Gomes. Ambos territorios, el de la capital como el de Carabobo, se complementan en su vida y en sus primeras vocaciones. Si los poetas venezolanos nacidos en la década del 30 se distinguieron por su interés grupal, urbano y social (patente, desde luego, en su escritura y en un grado de activismo), los nacidos en los 40 seguirán rutas mucho más diferenciadas o gregarias. Es bueno ver, por ejemplo, y en el mismo mapa generacional, obras como las de Alejandro Oliveros o María Clara Salas, por sólo citar dos casos notables. Ese es el plano en el cual camina la obra de Pérez Só.
Hablar de la brevedad en su poesía, la que tanto han remarcado sus lectores críticos, es hablar de una continuidad y no de una repetición. Tener pocos versos no significa que el poema quede enmarcado a la pared del sentido. Es como un cuadro sin marco, o con un marco difuminado. Sabemos que hay un marco, pero no es de madera o de un material sintético, sino de una sustancia parecida al plasma fantasmal. Guillermo Sucre, en la década del 70, describía el poema perezoniano como “Un objeto sin sombra o sin relieve que, a pesar de ello, contemplamos en diversos planos”. Muchos años después de esta definición, en 2021, un joven poeta y crítico, César Panza (hoy tristemente ausente), expresaba que “Los suyos eran ejercicios atípicos del lenguaje, prácticas de respiración, contorsiones verbales extrañas pero hermosas”. El poema de Reynaldo asume la brevedad y no pierde de vista lo que queda abierto en la última línea. Incluso si el autor emplea la aliteración en poemas tan cortos, esta se vuelve necesaria (“la muerte siempre muerte es tan vana/que no tengo miedo”). Sólo en una oportunidad esta “brevedad” se interrumpe con Sucre, estampido de Dios (1995), un monólogo que tiene como personaje al prócer venezolano: pieza en verso libre, de una estimable extensión.
Me asombra su posibilidad de compresión y de disfrute: la llana expresividad de sus primeros libros; y así, con el mismo furor, y ya con un mayor compromiso de nuestra parte como lectores, me interesan sus poemas verbalmente más arduos, aquellos que, como bien lo llamaba Eduardo Lizalde, ejercitan el arte de la invisibilidad (de la complejidad). El autor mexicano lo explica de este modo: “Hay que aprender a darle corporeidad, color y forma a lo invisible para penetrar una escritura que consiste en el ocultamiento de lo que esencialmente intenta comunicar”. Este proceso de mostrar y ocultar es una constante en Pérez Só y yo diría que funciona como una poética: es un esfuerzo pendular, que a veces implica “claridad” y en otras “oscuridad” selectiva. Simultáneamente sencilla y compleja, o con una “sencillez compleja”.
He hablado de brevedad y claridad: ambas están precedidas por un idioma poético que se va creando a medida que la escritura se manifiesta (y no se concreta del todo) en el poema. Hablar de una poesía consumada, en Pérez Só, no es apropiado. Lo que notamos es un intento por comunicar, una tentativa de comunicación, una expectativa preverbal: más allá de una comunicación eficaz o periodística. Su habla poética es un habla en progreso, en construcción, en “obra gris”. Tanto en sus poemas más transparentes, como en su vertiente más “complejizada”, la comunicación nunca es categórica, no hay adverbios que indiquen total afirmación o absoluta negación. Sumado a estas impresiones, considero que la intuición de Reynaldo es una forma de tantear la realidad, una realidad que se va escribiendo, creando, deletreando. En un poema suyo reciente (del libro Lavar el met), titulado “Analogías”, el poeta desarrolla esta idea. No quisiera dejar de ejemplificar este aspecto, que en él resulta crucial. Aquí el propio título del poema es un verso más, que, leído como parte del conjunto, completa el sentido: “ANALOGÍAS// se dan entre dios y la muerte/ y vida que sigue y sigue siendo/nada que ver con el sueño o la caída del sol sobre el lago/nubes rojas amarillas azules/montañas al fondo y aves que cruzan en puntos/de negro/no conocemos la muerte/su substancia/debe tener la textura de las casas sin gente o de un zapato/lleno de moho”. Asocio todo esto con la imagen de una estructura metálica que es trabajada por un herrero: vemos que va soldando las barras horizontales de una gran reja y se queda allí, a un paso de la culminación de la pieza. Yo me tapo la cara para que los restos ardientes del metal no lleguen a los ojos, a estos ojos que ven la acción obrera con miedo y expectativa. El poeta tiene su careta de protección y los fragmentos no lo perturban, perturban expresivamente a quien lee. Lo inconcluso que no es propiamente algo o una cosa inconclusa, sino un pie en la seguridad de la tierra y otro en un despeñadero lingüístico.
Algunas obras, releídas a través del tiempo, pueden darnos un matiz más totalizador. Me refiero a que ya no se nos permite ver únicamente el poema, el poema solo dentro o fuera del libro, sino que todos los poemas se mezclan en una sola sustancia homogénea, bien licuada. Esto puede ir en contra de las cualidades individuales del poema, pues no se desintegran los versos, las estrofas, la musicalidad íntima. No obstante, a pesar de esta aparente pérdida, obtenemos una masa muy productiva para una concepción más amplia de la poesía como sustancia afín a cualquier manifestación de escritura. Esto lo podemos notar, lo puedo notar, cuando me arrimo otra vez a la obra de Reynaldo Pérez Só. Y digo “obra” para evitar hablar sólo de sus libros apartados uno del otro. Me parece oportuno reparar en este aspecto, pues tenemos una inclinación natural a las obsesiones individuales: somos devotos de la atracción hacia ciertas zonas, al deseo de enfocarnos con fruición a aquellas partes del cuerpo más apetecibles a las manos o la lengua. Hay una coincidencia cronológica que tiene una importancia capital y que no está lejos de estas apreciaciones anotadas hasta los momentos. El año 1971 tiene doble importancia para Reynaldo Pérez Só y para la poesía venezolana: se publica Para morirnos de otro sueño, como ya se dijo, y aparece el primer número de la revista Poesía. Aquí se revela una línea que el poeta sigue durante toda su gestión como co-fundador y director de la revista, es decir, una gestión de casi treinta años, que sigue todavía pero desde otros ámbitos formativos: el diálogo con la propia tradición venezolana, las voces fundamentales de Iberoamérica, sin olvidar los prodigiosos aportes de la poesía escrita en portugués al legado universal. Lo que pudo ser una coincidencia, un dato añadido, se convierte en una cualidad que siempre ha acompañado el quehacer intelectual de Pérez Só.
En una ocasión el poeta me hablaba de la poca dignidad de la prosa. Yo le entendí mal o mi oído sólo quiso retener la parte más polémica de la conversación. Esa frase me acompaña desde 2011, desde aquel Encuentro Internacional de Poesía de la Universidad de Carabobo. Más de diez años con la alucinación de lo indigno. Quiero ver esta “falta de dignidad” como una cualidad o como cierto desprestigio legado. ¿La prosa es “indigna”? Entender el interés o el aparente desinterés de Reynaldo hacia la prosa, tanto la poética como ensayística e incluso la narrativa, puede dar algunas luces para una mejor comprensión de su escritura. No lo veo como tremendismo: a lo mejor allí sea posible extraer una cáscara de cierto espesor. Su único libro de prosa “voluntaria”, Fragmentos de un taller, es un libro insular en la obra del poeta, que va tras las huellas de una teoría del poema y de la figura del autor en el contexto contemporáneo. Fuera de este caso, casi toda su prosa dispersa se halla en distintos números de la revista Poesía, casi siempre desde la forma del prólogo casual, ensayos breves que acompañan muestras de poesía venezolana o apuntes sobre el oficio de la traducción. Uno de los escritos más orgánicos lo podemos leer en su “Autorretrato”, que aparece en un número especial en homenaje al propio Reynaldo (revista Poesía, número 154, junio-noviembre de 2011). En este ejercicio de la antiprosa perezoniana hay que mencionar de nuevo Redacción, colección de relatos líricos y evocativos. Es bueno acotar que su texto titulado “Viento Sur” resultó ganador del Premio del Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1999). En el libro titulado Inelegancias sueltas, incluido como una sección más en el volumen Solo (Monte Ávila Editores, 2021), los poemas gozan de una libertad asociativa muy marcada, inclinada al juego del sonido y de aquellas palabras que puedan dar ese efecto lúdico; también se aprecia un tono reflexivo y el uso de algunas marcas textuales propias de la prosa crítica (conectivos, ilación sintáctica un tanto más normativa…). Ejemplo de ello lo tenemos en el texto “Matar a un querubín”. Buena parte de estos poemas (en especial, aquellos que permiten ser leídos como poéticas), podrían ser una continuación de Fragmentos de un taller.
En una silla imaginaria se disponen dos instrumentos. Se le pide al poeta que elija uno: entre el microscopio y el telescopio. Los dos se relacionan, obviamente, con la vista; los dos permiten que la limitada visión humana expanda su configuración y descubra, con sumo detalle, lo minúsculo terrestre y lo interestelar. Los dos ofrecen un prodigio: la vinculación visual con el mundo. Pérez Só, suponemos, elegiría el primer instrumento: su interés pasa por acercarse a los alrededores, a las proximidades, al desmenuzamiento de lo que, en apariencia, está más colindante. No es un poeta del acopio vegetal o sensorial, imaginativo y acumulativo: el equipaje del poeta es un equipaje de mano, que tiene las dimensiones exigidas para ser ubicado dentro las pequeñas bodegas del transporte. En este sentido, va a contracorriente de una obra como Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, ejemplo notable de obra telescópica y boscosa.
La influencia, la que es asimilada, no es del todo consciente. Sabemos que es posible la imitación como recurso, como práctica metatextual. Este no es el caso de Reynaldo Pérez Só. Su poesía viene a ser un contrapeso para quienes escriben en distintas ciudades del país. Sin caer en diatribas estéticas ya superadas (eso creo), su sintaxis poética sigue siendo un espacio para el contagio. No viene al caso dar un listado ni rastrear línea a línea para comprobar o ratificar una tesis. Mucha de su influencia se ve en autores de la ciudad de Valencia y en jóvenes de muy recientes promociones. Tanto en cierta emulación de su brevedad, como en epígrafes y testimonios críticos, la poesía de Pérez Só es una estancia de encuentros.
Jamundí, Valle del Cauca, Colombia, diciembre de 2022.