Olga Orozco. Cantos a Berenice

 

Continuamos esta sección con un texto clave de la gran poeta argentina.

 

 

 

Olga Orozco

 

Cantos a Berenice

 

II

No estabas en mi umbral
ni yo salí a buscarte para colmar los huecos que fragua la nostalgia
y que presagian niños o animales hechos con la sustancia de la frustración.
Viniste paso a paso por los aires,
pequeña equilibrista en el tablón flotante sobre un foso de lobos
enmascarado por los andrajos radiantes de febrero.
Venías condensándote desde la encandilada transparencia,
probándote otros cuerpos como fantasmas al revés,
como anticipaciones de tu eléctrica envoltura
-el erizo de niebla,
el globo de lustrosos vilanos encendidos,
la piedra imán que absorbe su fatal alimento,
la ráfaga emplumada que gira y se detiene alrededor de un ascua,
en torno de un temblor-.
Y ya habías aparecido en este mundo,
intacta en tu negrura inmaculada desde la cara hasta la cola,
más prodigiosa aún que el gato de Cheshire,
con tu porción de vida como una perla roja brillando entre los dientes.

 

 

IV

Que eras la fugitiva de esos tiempos errantes
en los que los demonios se visten con el prestigio de los dioses
y ocultan en criaturas inocentes la ciencia de sus ascuas,
lo denunciaba a veces ese oscuro meteoro,
esa amenaza al rojo que corría veloz desde tu zarpa a tu mirada
estirando tu piel como una elástica permanencia en la huida
o quizás un resorte pronto a saltar bajo la tentación del exterminio.
Que eras, por otra parte, la emisaria de una zona remota
donde el conocimiento pacta con el silencio
y atraviesa los siglos arrastrando como boa de plumas la nostalgia,
lo atestigua ya tu ser secreto,
vuelto en contemplación hacia las nubes de la sabiduría,
suspendido en tus ojos como una lluvia de oro,
más acá del recuerdo, más allá del olvido.
Pero ¿qué fuiste entonces, antes de ser ahora?

 

 

VI

No comiste del loto del olvido
-el homérico privilegio de los dioses-,
porque sabías ya que quien olvida se convierte en objeto inanimado
-nada más que en resaca o en resto a la deriva-
al antojo del caprichoso mar de otras memorias.
Y así escarbaste un día en tu depósito de sombras
y volviste a anudar con tiernos ligamentos huesecitos dispersos,
tejidos enamorados del sabor de la lluvia,
vísceras dulces como colmenas sobrenaturales para la abeja reina,
dientes que fueron lobos en las estepas de la luna,
garras que fueron tigres en la profunda selva embalsamada.
Y lo envolviste todo en ese saco de carbón constelado
que arrojaste hacia aquí, como hacia un tren en marcha,
y que en algún lugar dejó un agujero por el que te aspiran
y al que debes volver.

 

 

XVII

Aunque se borren todos nuestros rastros igual que las bujías en el amanecer
y no puedas recordar hacia atrás, como la Reina Blanca, déjame en el aire la sonrisa.
Tal vez seas ahora tan inmensa como todos mis muertos
y cubras con tu piel noche tras noche la desbordada noche del adiós:
un ojo en Achernar, el otro en Sirio,
las orejas pegadas al muro ensordecedor de otros planetas,
tu inabarcable cuerpo sumergido en su hirviente ablución, en su Jordán de estrellas.
Tal vez sea imposible mi cabeza, ni un vacío mi voz,
algo menos que harapos de un idioma irrisorio mis palabras.
Pero déjame en el aire la sonrisa:
la leve vibración que azogue un trozo de este cristal de ausencia,
la pequeña vigilia tatuada en llama viva en un rincón,
una tierna señal que horade una por una las hojas de este duro calendario de nieve.

Déjame tu sonrisa
a manera de perpetua guardiana,
Berenice.