Con esta boca, en este mundo
Con esta boca, en este mundo
No te pronunciaré jamás, verbo sagrado,
aunque me tiña las encías de color azul,
aunque ponga debajo de mi lengua una pepita de oro,
aunque derrame sobre mi corazón un caldero de estrellas
y pase por mi frente la corriente secreta de los grandes ríos.
Tal vez hayas huido hacia el costado de la noche del alma,
ese al que no es posible llegar desde ninguna lámpara,
y no hay sombra que guíe mi vuelo en el umbral,
ni memoria que venga de otro cielo para encarnar en esta dura nieve
donde sólo se inscribe el roce de la rama y el quejido del viento.
Y ni un solo temblor que haga sobresaltar las mudas piedras.
Hemos hablado demasiado del silencio,
lo hemos condecorado lo mismo que a un vigía en el arco final,
como si en él yaciera el esplendor después de la caída,
el triunfo del vocablo con la lengua cortada.
¡Ah, no se trata de la canción, tampoco del sollozo!
He dicho ya lo amado y lo perdido,
trabé con cada sílaba los bienes que más temí perder.
A lo largo del corredor suena, resuena la tenaz melodía,
retumban, se propagan como el trueno
unas pocas monedas caídas de visiones o arrebatadas a la oscuridad.
Nuestro largo combate fue también un combate a muerte con la muerte, poesía.
Hemos ganado. Hemos perdido, porque ¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola boca en este mundo con esta sola boca?
Señora tomando sopa
Detrás del vaho blanco está el orden, la invitación o el ruego,
cada uno encendiendo sus señales,
centelleando a lo lejos con las joyas de la tentación o el rayo del peligro.
Era una gran ventaja trocar un sorbo hirviente por un reino,
por una pluma azul, por la belleza, por una historia llena de luciérnagas.
Pero la niña terca no quiere traficar con su horrible alimento:
rechaza los sobornos del potaje apretando los dientes.
Desde el fondo del plato asciende en remolinos oscuros la condena:
se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo,
y sola en lo más negro de algún bosque invernal donde aúllan los lobos
y donde no es posible encontrar la salida.
Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.
Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,
hasta el último invierno, hasta la otra orilla.
Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido,
la que traga este fuego,
esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas,
nada más que por puro acatamiento,
para que cada sorbo la proteja con los rigores de la penitencia,
como si fuera tiempo todavía,
como si atrás del humo estuviera la orden, la invitación, el ruego.
La corona final
Si puedes ver detrás de los escombros,
de tantas raspaduras y tantas telarañas como cubren el hormiguero de otra vida,
si puedes todavía destrozarte otro poco el corazón,
aunque no haya esperanza ni destino,
aparta las cortinas, la ignorancia o el espesor del mundo, lo que sea,
y mira con tus ojos de ahora bien adentro, hasta el fondo del caos.
¿Qué color tienes tú a través de los días y los años de aquel a quien amaste?
¿Qué imagen tuya asciende con el alba y hace la noche del enamorado?
¿Qué ha quedado de ti en esa memoria donde giran los vientos?
Quizás entre las hojas oxidadas que fueron una vez el esplendor y el viaje,
un tapiz a lo largo de toda la aventura,
surjas confusamente, casi irreconocible a través de otros cuerpos,
como si aparecieras reclamando un lugar en algún paraíso ajeno ya deshora.
O tal vez ya ni estés, ni polvo ni humareda;
tal vez ese recinto donde siempre creíste reinar inalterable,
sin tiempo y tan lejana como incrustada en ámbar,
sea menos aún que un albergue de paso:
una desnuda cámara de espejos donde nunca hubo nadie,
nadie más que un yo impío cubriendo la distancia entre una sombra y el deseo.
Y acaso sea peor que haber pasado en vano,
porque tú que pudiste resistir a la escarcha y a la profanación,
permanecer de pie bajo la cuchillada de insufribles traiciones,
es posible que al fin hayas sido inmolada,
descuartizada en nombre de una historia perversa,
tus trozos arrojados a la hoguera, a los perros, al remolino de los basurales,
y tu novela rota y pisoteada oculta en un cajón.
Es algo que no puedes soportar.
Hace falta más muerte. No bastarían furias ni sollozos.
Prefieres suponer que fuiste relegada por amores terrenos, por amores bastardos,
porque él te reservó para después de todos sus instantáneos cielos,
para después de nunca, más allá del final.
Estarás esperándolo hasta entonces con corona de reina
en el enmarañado fondo del jardín.
Con la misma piel
Fue muy largo esta vez el año de las víboras,
duro como la trama que aprisiona el adiós en la sustancia inmóvil.
Sus nudos me ciñeron al vacío,
a la viga que corre sobre las sorpresivas salas del infierno
y que me balancea a punto de arrojarme,
a punto de ceder.
Fue cruel la temporada de las víboras
-la más cruel del bestiario-,
su látigo enredado a mis tobillos sometiendo el lugar
y su turbio veneno destilando la furia y el reclamo por mi
maldita boca,
contra todo perdón.
¿Y hasta dónde tapizarán con piedras tramposas mi camino?
¿Y hasta cuándo cancelarán la entrada de los más
deslucidos paraísos?
Donde había un jardín crecieron como locas las gramillas.
No hubo vino feliz ni el sol volvió a salir desde mi puerta.
Mi mesa está rajada; mi silla no está en pie.
En mi cama hizo nido el alacrán y las sábanas son sudarios congelados.
He perdido pedazos de mi cuerpo, trozos irrecobrables.
Mi alma fue estrujada como un mísero trapo,
molida en el abrazo constrictor de las víboras que se muerden la
cola alrededor de mi destino.
Porque no habrá relevo.
No habrá más rotación de sabandijas. Ningún cambio de piel.
Y desde cada cara vendrá Job a predicar su ejemplo,
erróneo, insuficiente, lamentable,
porque nunca, jamás, ninguna recompensa desandará la pérdida.
Mujer en su ventana
Ella está sumergida en su ventana contemplando las brasas del anochecer, posible todavía.
Todo fue consumado en su destino, definitivamente inalterable desde ahora
como el mar en un cuadro, y sin embargo el cielo continúa pasando
con sus angelicales procesamientos.
Ningún pato salvaje interrumpió su vuelo hacia el oeste; allá lejos
seguirán floreciendo los ciruelos, blancos, como si nada,
y alguien en cualquier parte levantará su casa sobre el polvo y el humo de otra casa.
Inhóspito este mundo. Áspero este lugar de nunca más.
Por una fisura del corazón sale un pájaro negro y es la noche
–¿o acaso será un dios que cae agonizando sobre el mundo?-,
pero nadie lo ha visto, nadie sabe, ni el que se va creyendo
que los lazos rotos nacen preciosas alas,
los instantáneos nudos del azar, la inmortal aventura,
aunque cada pisada clausure con un sello todos los paraísos prometidos.
Ella oyó en cada paso la condena.
Y ahora ya no es más que una remota, inmóvil mujer en su ventana,
la simple arquitectura de la sombra asilada en su piel,
como si alguna vez una frontera, un muro, un silencio, un adiós,
hubieran sido el verdadero límite, el abismo final entre una mujer y un hombre.
La mala suerte
Alguien marcó en mis manos,
tal vez hasta en la sombra de mis manos,
el signo avieso de los elegidos por los sicarios de la desventura.
Su tienda es mi morada.
Envuelta estoy en la sombría lona de unas alas que caen y que caen
llevando la distancia dondequiera que vaya,
sin acertar jamás con ningún paraíso a la medida de mis tentaciones,
con ningún episodio que se asemeje a mi aventura.
Nada. Antros donde no cabe ni siquiera el perfume de la perduración,
encierros atestados de mariposas negras, de cuervos y de anguilas,
agujeros por los que se evapora la luz del universo.
Faltan siempre peldaños para llegar y siempre sobran emboscadas y ausencias.
No, no es un guante de seda este destino.
No se adapta al relieve de mis huesos ni a la temperatura de mi piel,
y nada valen trampas ni exorcismos,
ni las maquinaciones del azar ni las jugadas del empeño.
No hay apuesta posible para mí.
Mi lugar está enfrente del sol que se desvía o de la isla que se aleja.
¿No huye acaso el piso con mis precarios bienes?
¿No se transforma en lobo cualquier puerta?
¿No vuelan en bandadas azules mis amigos y se trueca en carbón el oro que yo toco?
¿Qué más puedo esperar que estos prodigios?
Cuando arrojo mis redes no recojo más que vasijas rotas,
perros muertos, asombrosos desechos,
igual que el pobrecito pescador al comenzar la noche fantástica del cuento.
Pero no hay desenlace con aplausos y palmas para mí.
¿No era heroico perder? ¿No era intenso el peligro?
¿No era bella la arena?
Entre mi amado y yo siempre hubo una espada;
justo en medio de la pasión el filo helado, el fulgor venenoso
que anunciaba traiciones y alumbraba la herida en el final de la novela.
Arena, sólo arena, en el fondo de todos los ojos que me vieron.
¿Y ahora con qué lágrimas sazonaré mi sal,
con qué fuego de fiebres consteladas encenderé mi vino?
Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables.
Pero cada posible desdicha es como un vértigo,
una provocación que la insaciable realidad acepta, más tarde o más temprano.
Más tarde o más temprano, estoy aquí para que mi temor se cumpla.
Retrato de un vitral
Se rompió de una vez el afiebrado vitral de tu recuerdo.
En menudos fragmentos cayó como el graniza rebelde nuestra historia
desde un alto verano hasta la alcantarilla de los sueños.
Fue imposible rehacer ese relato, disputarlo a la arena,
lograr que coincidieran las miradas, los colores, los tiempos.
Nada volvió a su siempre, a su errante sopor.
El sol es un agujero en todas partes
y los más bellos años no son más que una irreconocible polvareda
donde una sombra impía dibujó el laberinto del error, del engaño y del olvido.
Se perdió todo el oro junto con los pedazos del hechizo,
las brillantes escenas que un día encandilaron a las constelaciones del amor,
a los protagonistas ejemplares del mito.
rojo avasallador, rojo implacable,
el torrente insensato de tu sangre enmascara mi rostro,
lo transforma en eclipse nebulosa.
El púrpura violento muere tras el telón del granate enlutado:
mi cuerpo no soy yo; es un cuerpo sin nadie,
decapitado a ciegas por los tigres guardianes de las tentaciones
a cambio de otros cuerpos, vanos, siempre inconclusos, siempre deshabitados,
en el altar del viento, de los cantos rodados, de las nubes.
Se avergüenza el azul, se desvanece, se borra con el cielo
justo donde trocaste la eternidad por una llamarada
y el éxtasis por hambre, por una endemoniada y acuciante jauría.
¿Y en nombre de qué ley nuestra casa es apenas un desván, una jaula, un farol,
o esa blanca pared que se prolonga sola en la intemperie,
mientras fundas tus casas sobre raíces negras,
sobre falsas alianzas y ligaduras rotas?
La respuesta es de astilla.
No alcanza ni siquiera para fraguar mi asombro y tu ignorancia,
como no alcanza el verde sombrío, venenoso, el mismo que fue jade y esmeralda
en los follajes del mañana,
para resucitar ninguna primavera.
Apenas si algún rastro de lo que fue fulgor violeta y es arena
me recuerda el adiós y aquel crepúsculo del alma ensimismada.
Lo demás es silencio y turbia confusión.
Nada más que residuos. Esplendores trizados.
Dichas y desvaríos, ceremonias y encuentros, fascinación y abrazos,
se deslizan en polvo de todos los colores
como en un arcoíris que anunciara el fin de la tempestad
y el fin del sortilegio.
Porque con esas crueles partículas radiantes se trazó el desenlace de la gran aventura.
No hubo más porvenir, ni viajero perdido, ni otra bella durmiente.
No hubo eterno retorno del tiempo enamorado,
salvo como castigo.