Olga Orozco

Espejos a distancia

 

 

 

 

Espejos a distancia

I

Tú, testigo tan implacable y fiel como la piedra al sol del mediodía,
búscame en algún sitio donde sea más fuerte que el sabor del tiempo,
Tráeme desde algún lugar donde las aguas del diluvio hayan bajado,
Y yo esté allí aún,
envuelta con el manto de los invulnerables
después de toda prueba.

Y es como una burbuja desprendida de la espuma del cielo.
Veo abierta de par en par una ventana sólo para salir a la intemperie,
sólo para seguir este reguero de migajas sombrías que lleva hasta la muerte.
Veo un jardín inmenso sepultado en la huella de una pata de pájaro.
Y la casa que crece entre los sueños con raíces de locura furiosa,
la casa que simula a la distancia navíos y combates,
se ha levantado y anda debajo de la arena.
Veo unas gradas en las que retumba la cabeza del miedo
–olas, galope y trueno–,
cercenada de pronto por el primer cuchillo que guardo en la nostalgia.
Cae, cae conmigo hasta el regazo.
¡Oh piedad! ¡Oh sangre siempre insomne del corazón materno,
lúcida como la hierba me has guardado!
Y yo tengo en los ojos el tamaño de lo irrecobrable.
Soy apenas ese fulgor del oro perdido que cualquiera puede mirar desde sus propias lágrimas.

 

 

II

Tú, ladrón de la gloria y la miseria,
merodeador de tantas escenas
que se encienden después igual que un talismán en el fondo del alma,
desentierra el lejano amor del huésped,
ábreme las cavernas donde fui arrebatada con ese brillo de ascua,
déjame contemplar en la nostalgia de esas vivas estatuas que miran hacia atrás.

Y es un vapor que sube desde cada caldera donde me están hirviendo,
un vaho de salvajes corazones en el ritual del hambre,
un humo de expiación que asciende desde el fin de toda hoguera.
¿Quién era yo, desnuda, bajo esos velos de eternidad tejidos por la sed en el palacio de los espejismos?
Cara de cuenco blanco, hecha para beber el ácido brebaje del olvido:
no me puedo mirar.
¿Quién era yo en un lecho con orillas de río, en una barca en llamas que corría más allá del abismo?
Cara de cuenco rojo, roída por los dientes veloces del deseo:
quienquiera que te vio te ha perdido entre mil.
¿Quién era yo con una piedra de inocencia en cada mano para ahuyentar las invencibles sombras?
Cara de cuenco negro, trizada por el golpe del engaño:
nadie ha quedado en ti.
¿Quién era yo?
¿Quién era, puñado de cenizas?

 

 

III

Tú, cómplice de la rampa del abismo,
con ese brillo de ángel caído entre dos mundos,
ilumina este rostro que pugna por asomar desde mi nacimiento,
muéstrame a la que mide con mirada de siglos la distancia que me aparta de mí,
a la que marca con un tatuaje fúnebre todo cuanto me habita,
lo mismo que una herida.

Y es como una bujía que asciende desde el fondo del estanque.
Hay un fulgor de verde venenoso,
Una luna que avanza como la emanación de vegetales milenarios.
Ella pega sus mejillas de reina leprosa contra el cristal del invernáculo.
-Carne desconocida,
carne vuelta hacia adentro para sentir pasar el arenal del mundo,
carne absorta, arrojada a la costa por el desdén del alma-.
Yo no entiendo esta piel con que me cubren para deshabitarme.
No comprendo esta máscara que anuncia que no estoy.
¿Y estos ojos donde está suspendida la tormenta?
¿Esta mirada de ave embalsamada en mitad de su vuelo?
¿He transportado años esta desolación petrificada?
¿La he llevado conmigo para que me tapiara como un muro la tierra prometida?
Entonces, este cuerpo, ¿habrá estado alguna vez tan lejos de la vida
Como ahora está lejos de su muerte?
Sin embargo la tierra en algún lado está partida en dos;
En algún lado acaba de cambiarse en una cifra inútil sobre las tablas de la revelación;
en algún lado,
donde yo soy a un tiempo la esfinge y la respuesta.
Que se calle mi nombre en esa boca como en un sepulcro.
Voy a empezar a hablar entre los muertos.
Voy a quedarme muda.

 

 

 

La cartomancia

Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos y combates,
por helechos.

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.

¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada de aves?
Las Estrellas anuncian el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.

Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.

Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila deshilando tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.

Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza llora de cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto que presagia el crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te fue destinada.

¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer la Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves de insobornable carcelero.
En tanto el carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de náufragos que se hunden
sin salvación y sin consuelo.

Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no muere.

Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que hiera quien te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.

He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.

 

De Los juegos peligrosos (1962)

Olga Orozco (Argentina, 1920 - 1999). En sus “Anotaciones para una autobiografía” Olga Orozco dice: “Con sol en Piscis y ascendente en Acuario, y ... LEER MÁS DEL AUTOR