Norberto Codina

Mi madre nació junto a Ingrid Bergman
y otros poemas

 

 

 

 

Una cáscara de cebolla puede ser…

 

Una cáscara de cebolla puede ser

el atlas donde mi madre quiere descubrir mi paradero,

el destino que la hace llorar de un modo manso

por mi prolongada ausencia

mientras funda con sus provisiones

la sabiduría diaria de la cocina.

Esos recipientes, carnes y legumbres tienen de antaño

su código para los amores desdichados,

los hijos perdidos, los amigos muertos.

El cuenco de la cáscara,

la cifra y el fantasma

son detalles de la penumbra,

atributos de cada una de sus franjas de silencio.

El barro único se renueva

al explorar los impulsos hondos

que se adivinan en aquellos primeros hornos,

en aquellos primeros venablos,

en los pétalos de piedra convertidos

en herramientas de venganza.

Es la ruta del miedo

que descubrimos por los sentidos

al revelar el olor de la adrenalina del enamorado,

el tacto del ciego que teme a la soledad,

el paladar del enfermo que confunde los sabores.

La sequedad del alma que murmura

sus vicios y fracasos,

las pérdidas ásperas y los objetos queridos.

Queridos y tan raros como el marfil

de esa cáscara de cebolla,

delicada película con sus capas

que la mano de mi madre va separando

como la piedra filosofal en el espacio doméstico.

 

 

 

 

Tiempo libre

 

En la puerta de madera de doble hoja,

entre estos muros ocres,

están ordenadas las palabras en raros caracteres

que celebran la acogida a este extraño paraíso:

“No preguntes”.

¿Cómo bregar con la muerte de la persona amada?

Pabellones dedicados al sueño,

a la nostalgia, al curso de las cosas elementales

que pueden desencadenar una borrasca

en el pozo del espíritu.

Noticias y rumores se dispersan sobre un papel delicado,

que flota y queda suspendido sobre el lomo del mundo,

los recodos de la lectura azarosa de los periódicos y los telegramas,

como los científicos que miden la pérdida de hielo

en millones de toneladas al año.

La devoción puede ser taciturna cuando es algo humilde y sin confusiones,

o transparente, por ser pulida y traslúcida.

Los árboles y el césped,

y las bacterias, y los ratones

y las aves acuáticas,

y los frutos podridos y el helecho pujante

declaran su cadencia particular.

Una música triste donde cada compás

es como el sonido cuando crecen las plantas

o mueren los insectos.

Una música para escuchar

en nuestro tiempo libre

aunque no tengamos mucho tiempo franco

como lo tienen el guardabosque o el torrero.

No hay frases sobre pájaros

que nos hagan felices,

ni filamento de la luz

que sea imperecedero.

Es en fin, el poco tiempo que tenemos

para todo lo que amamos.

 

 

 

 

A través de la filigrana del texto

 

En algún lugar

los prodigios de la luz en la superficie de la esfera,

fin en sí misma, sin aparente sospecha.

¿La esfera es la forma geométrica más perfecta?

Que vamos a dejar para nosotros

si el mundo no está completamente explorado.

Desde la época en la que los poetas como Casal

deslumbrados por las luces de la ciudad

de lo alto de las graderías contemplaban

la pálida y uniforme ausencia de color de sus piedras

donde surgen tonos calurosos, los tonos sepias

que usurpan sus florestas a la luz del verano

Como la resina que se encuentra

en la piel del ciervo,

recreamos en el universo

la tensión de la superficie del agua en un ambiente sin gravedad,

en ese diálogo entre el mundo misterioso del espacio exterior

con su tierra originaria,

donde nuestra presencia se reproduce

del lado salvaje de la vejez.

 

 

 

 

Cuando dobla un oro tenue la hoja de la tarde

 

Ángel Gaztelu

 

Es peligroso asomarse al interior, como cavilaron Buñuel y Dalí,

en esas contramarchas y periferias del alma

luminosas y ausentes como la corona boreal.

Solo nos asomamos a una mínima parte

de nuestra substancia interior,

pero basta ese breve atisbo,

íntimo y ligero

como la presencia de un pájaro.

El sonido de su nombre se escucha multiplicado,

suave y húmedo se desliza

en oraciones disonantes,

en letanías que se encadenan

en el cotidiano lidiar de la ciudad,

el ómnibus lejano con su ruido

como de bestia en celo.

Es un santuario fabricado con tus deseos,

leves e inciertos, traicioneros, como son los recuerdos.

Esta noche te sientes sencillamente triste,

con esa tristeza particular te confías

sobre la cama que compartimos

pero que tu respiración puede convertir en

jardín o páramo

donde tu tristeza me reconcilia en parte de ti.

La verdad se reconoce en su naturaleza,

más allá del detritus y las infidelidades,

cuando dobla un oro tenue la hoja de la tarde

 

 

 

 

San Fernando de Camarones

                                

Una luz solitaria de animales domésticos.
Vicente Gerbasi

 

Tu infancia pudo ser

una suave paz de animales domésticos.

Lecturas sobre lecturas

a la sombra de los árboles de un patio de provincia,

padeciendo radionovelas de amores desgraciados

en tu rincón favorito,

teniendo como banda sonora las aves del corral

y el ronroneo del viejo Motorola.

La adolescencia, todo lo perturbador

que puede haber en una serenata,

ritual de guitarras desafinadas y falsos galanes,

luciendo todos como apuestos enamorados.

La celebración de la Candelaria,

la complicidad de los paseos por el único parque,

soñando con el próximo baile.

Pero en verdad, la felicidad

de la niña que fuiste

era treparse a los árboles rompiéndose las manos,

el hartazgo de mangos para zambullirse en el riachuelo,

zafarse de las batas y los lazos,

espiar,

haciendo una escalera los muchachos,

cuando le cambiaban el vestuario a la Virgen

para descubrir el sexo de la anémica figura.

Jugar a estar perdidos en las trincheras

dejadas por los soldados

ante la irrupción desbordada de los barbudos.

Imaginación de la niña que un día

quebró el espejo solitario de la infancia,

sin renunciar,

no importa el cuerpo, ni los años,

ni la hija,

a aquella humilde luz doméstica

y a la elemental alegría

de un pueblo de provincia.

 

 

 

 

Trazados escolares

 

El vicio de mirar inventaba, y los inventos era sacar tigres del Árbol.
Ramón Palomares

 

De niño, el vicio de mirar inventaba

en las paredes de la casa de huésped,

en el asfalto bajo el balcón del hotel,

en las columnas del portal de la escuela,

y de lo inventado se trazaban

novias ejemplares,

jugadores de beisbol del equipo soñado,

bicicletas Niágaras, soldaditos del Ten-cent,

campeonatos al quimbi-cuarta,

Leonardo Moncada, Bejuco Ramírez,

y los tigres de Salgari o de Marianao.

Éramos curiosos

sobre la existencia de los reyes magos

o en explorar el temblor de nuestro cuerpo,

pero aún desconocíamos

la escala de la mierda y el espíritu,

y las variantes sexuales de la mosca de la fruta.

 

 

 

 

Como la sombra de un niño

 

¿Dónde se encuentra,

en que pasado remoto y familiar,

esa casa encendida,

cuya esencia es el tiempo, el azar, las dudas?

Ventanas iluminadas por sus moradores

que cuentan sus horas como el rosario

del condenado a muerte, pobres de solemnidad

en la estática milagrosa de esas paredes testigos

de épocas de buenaventura, cuando

había varias respuestas para cada interrogante.

Entonces se jugaba al invento de sacar respuestas

y creer, como único argumento

en algo tan frágil

como nuestra propia, triste y solemne verdad.

¿Y era esa la definición terrenal y justa de felicidad?

Por eso prefiero ahora la rebeldía

contra
los que tienen el fausto y la soberbia de las respuestas,

y posan en la circunstancia de una lámina.

Me quedo con la pregunta universal que entraña

la sombra de un niño que se alarga

tanteando, como quien roza apenas

las paredes y el aire

de esa casa fantasmal en sus luces

que convocan

el tiempo, el azar,

las dudas, las enfermedades.

Creo en mis dudas

y creo en el sexo siempre irrepetible,

creo en el jardín surrealista del Bosco

y que

la tierra será el paraíso bello de la humanidad,

porque me conduce la sombra del niño,

tan cercano en su temperatura y su tristeza,

que una vez fuimos.

 

 

 

 

Personal

 

Para Gisela

 

Pudimos conocernos

en las avenidas de París,

en un apartamento de alquiler que no era más

que la buhardilla para la servidumbre.

Allí, en el hábitat burgués

planificado por un arquitecto de nombre impronunciable,

todas las tardes

nos asomábamos a la Plaza de la Estrella.

Tus cabellos largos, blond girl.

Tu cutis perfecto, mademosil.

Perfecto aunque no tanto como tus perfectas manos.

Serías de Saint Fernand,

única heredera de un falsificador de antigüedades,

traductora de los poetas alsacianos

y moderna como las reliquias de tu padre.

 

 

II

 

Pero todo ocurrió en La Habana,

en un apartamento de la calle ocho

mirando toda la noche mis pies equivocarse.

Somos nuestros propios sirvientes, y es bastante.

Nos asomamos, cuando el trabajo,

tus clases, la cocina y la niña lo permiten,

al encendido malecón habanero

donde se organizan las parejas cada tarde.

Tu pelo corto, tu piel común,

pero no tan común como tus manos necesarias

que tanto se parecen a las de mi madre.

 

Tu pueblo, desconocido como término municipal,

de músicos convertidos en lanzadores de béisbol.

El maestro agrícola jubilado,

el más puntual de todos los panaderos,

la nobleza de sus ojos te dejó.

Por ahora traduces

el código de mis ruidos nocturnos

hasta que la memoria de la hija

defienda

el último dibujo de los dos.

 

 

 

 

El leve viaje de la sangre

                                   

No me duele morir, y que me olviden
sino morir y no tener memoria.
Jesús Orta Ruiz

 

En la voluntad de viaje que es la vida,

los ateos parecemos estar condenados a no tener otra.

Cómo reencarnar aunque sea

en la fugaz película del polvo,

destruida una y otra vez por el paño implacable,

que desconoce que en esa nube a contraluz

se alarga mi memoria.

La memoria de aquella primera vez

de Beatles y ron peleón,

de amigos, escaramuzas, infidelidades.

 

O el cuerpo mínimo de la criatura

que al voltearse

dejó ver el lunar como de la mano de Dios.

Como la columna trunca que ayer fue conquista,

no vale por su mármol

sino por su memoria,

no importa si fue el tiempo

o la mano soberbia de aquel que la derriba,

mandato de las constelaciones.

 

Y es la naranja en su luz y geometría,

que como tu cuerpo ahora me corresponde.

No oír ya la piedra nocturna,

el leve crecimiento de la raíz,

el roce de la hierba y la neblina.

 

También en el estiércol el hombre se interroga,

sobre los caprichos del alma y de la carne

y la sentencia del postrer latido

quebrado el pecho, rota la arteria

entre tinieblas

alguien que por ti delira,

las paredes de mi cuarto son un templo,

eres luz, y me perdonas,

cuando no habré ya de recordarte.

 

 

 

 

Mi madre nació junto a Ingrid Bergman

 

Mi madre nació junto a Ingrid Bergman.

Por eso, tal vez

las he amado tanto.

En Casablanca, mi madre

tuvo su primer divorcio y nadie la esperaba.

Conocí a Anastasia a los cinco años

y quise ser el obrero bolchevique

que enterró su cadáver.

En el Expreso de Oriente las dos se juntaron

pasaban por primera vez falsas y lejanas.

Yo confundí mis cartas

y unas veces escribí sobre los guiones

que protagonizó mi madre

y celebré su rostro de estrella.

Otras devoré con júbilo,

con lealtad a su irrepetible sazón,

los asados y dulces que Ingrid me preparaba.

Pero la preferí haciendo el papel de enfermera

doblando a mi madre en la pantalla.

Ambas crecieron juntas,

ambas se casaron con Rosellini y Ángel,

ambas envejecieron y me perdonaron.

Se comportaron magníficas,

tremendamente actrices y maternales.

Contra la muerte de una me defendí

repitiendo sus películas.

Para la otra muerte

tengo el desamparo del actor secundario

que se pierde en la paneo de la cámara.

 

Norberto Codina (Caracas, Venezuela, 1951). Poeta y editor. Reside en Cuba. Durante treinta y cuatro años dirigió La Gaceta de Cuba. En ... LEER MÁS DEL AUTOR