Mi madre nació junto a Ingrid Bergman
y otros poemas
Una cáscara de cebolla puede ser…
Una cáscara de cebolla puede ser
el atlas donde mi madre quiere descubrir mi paradero,
el destino que la hace llorar de un modo manso
por mi prolongada ausencia
mientras funda con sus provisiones
la sabiduría diaria de la cocina.
Esos recipientes, carnes y legumbres tienen de antaño
su código para los amores desdichados,
los hijos perdidos, los amigos muertos.
El cuenco de la cáscara,
la cifra y el fantasma
son detalles de la penumbra,
atributos de cada una de sus franjas de silencio.
El barro único se renueva
al explorar los impulsos hondos
que se adivinan en aquellos primeros hornos,
en aquellos primeros venablos,
en los pétalos de piedra convertidos
en herramientas de venganza.
Es la ruta del miedo
que descubrimos por los sentidos
al revelar el olor de la adrenalina del enamorado,
el tacto del ciego que teme a la soledad,
el paladar del enfermo que confunde los sabores.
La sequedad del alma que murmura
sus vicios y fracasos,
las pérdidas ásperas y los objetos queridos.
Queridos y tan raros como el marfil
de esa cáscara de cebolla,
delicada película con sus capas
que la mano de mi madre va separando
como la piedra filosofal en el espacio doméstico.
Tiempo libre
En la puerta de madera de doble hoja,
entre estos muros ocres,
están ordenadas las palabras en raros caracteres
que celebran la acogida a este extraño paraíso:
“No preguntes”.
¿Cómo bregar con la muerte de la persona amada?
Pabellones dedicados al sueño,
a la nostalgia, al curso de las cosas elementales
que pueden desencadenar una borrasca
en el pozo del espíritu.
Noticias y rumores se dispersan sobre un papel delicado,
que flota y queda suspendido sobre el lomo del mundo,
los recodos de la lectura azarosa de los periódicos y los telegramas,
como los científicos que miden la pérdida de hielo
en millones de toneladas al año.
La devoción puede ser taciturna cuando es algo humilde y sin confusiones,
o transparente, por ser pulida y traslúcida.
Los árboles y el césped,
y las bacterias, y los ratones
y las aves acuáticas,
y los frutos podridos y el helecho pujante
declaran su cadencia particular.
Una música triste donde cada compás
es como el sonido cuando crecen las plantas
o mueren los insectos.
Una música para escuchar
en nuestro tiempo libre
aunque no tengamos mucho tiempo franco
como lo tienen el guardabosque o el torrero.
No hay frases sobre pájaros
que nos hagan felices,
ni filamento de la luz
que sea imperecedero.
Es en fin, el poco tiempo que tenemos
para todo lo que amamos.
A través de la filigrana del texto
En algún lugar
los prodigios de la luz en la superficie de la esfera,
fin en sí misma, sin aparente sospecha.
¿La esfera es la forma geométrica más perfecta?
Que vamos a dejar para nosotros
si el mundo no está completamente explorado.
Desde la época en la que los poetas como Casal
deslumbrados por las luces de la ciudad
de lo alto de las graderías contemplaban
la pálida y uniforme ausencia de color de sus piedras
donde surgen tonos calurosos, los tonos sepias
que usurpan sus florestas a la luz del verano
Como la resina que se encuentra
en la piel del ciervo,
recreamos en el universo
la tensión de la superficie del agua en un ambiente sin gravedad,
en ese diálogo entre el mundo misterioso del espacio exterior
con su tierra originaria,
donde nuestra presencia se reproduce
del lado salvaje de la vejez.
Cuando dobla un oro tenue la hoja de la tarde
Ángel Gaztelu
Es peligroso asomarse al interior, como cavilaron Buñuel y Dalí,
en esas contramarchas y periferias del alma
luminosas y ausentes como la corona boreal.
Solo nos asomamos a una mínima parte
de nuestra substancia interior,
pero basta ese breve atisbo,
íntimo y ligero
como la presencia de un pájaro.
El sonido de su nombre se escucha multiplicado,
suave y húmedo se desliza
en oraciones disonantes,
en letanías que se encadenan
en el cotidiano lidiar de la ciudad,
el ómnibus lejano con su ruido
como de bestia en celo.
Es un santuario fabricado con tus deseos,
leves e inciertos, traicioneros, como son los recuerdos.
Esta noche te sientes sencillamente triste,
con esa tristeza particular te confías
sobre la cama que compartimos
pero que tu respiración puede convertir en
jardín o páramo
donde tu tristeza me reconcilia en parte de ti.
La verdad se reconoce en su naturaleza,
más allá del detritus y las infidelidades,
cuando dobla un oro tenue la hoja de la tarde
San Fernando de Camarones
Una luz solitaria de animales domésticos.
Vicente Gerbasi
Tu infancia pudo ser
una suave paz de animales domésticos.
Lecturas sobre lecturas
a la sombra de los árboles de un patio de provincia,
padeciendo radionovelas de amores desgraciados
en tu rincón favorito,
teniendo como banda sonora las aves del corral
y el ronroneo del viejo Motorola.
La adolescencia, todo lo perturbador
que puede haber en una serenata,
ritual de guitarras desafinadas y falsos galanes,
luciendo todos como apuestos enamorados.
La celebración de la Candelaria,
la complicidad de los paseos por el único parque,
soñando con el próximo baile.
Pero en verdad, la felicidad
de la niña que fuiste
era treparse a los árboles rompiéndose las manos,
el hartazgo de mangos para zambullirse en el riachuelo,
zafarse de las batas y los lazos,
espiar,
haciendo una escalera los muchachos,
cuando le cambiaban el vestuario a la Virgen
para descubrir el sexo de la anémica figura.
Jugar a estar perdidos en las trincheras
dejadas por los soldados
ante la irrupción desbordada de los barbudos.
Imaginación de la niña que un día
quebró el espejo solitario de la infancia,
sin renunciar,
no importa el cuerpo, ni los años,
ni la hija,
a aquella humilde luz doméstica
y a la elemental alegría
de un pueblo de provincia.
Trazados escolares
El vicio de mirar inventaba, y los inventos era sacar tigres del Árbol.
Ramón Palomares
De niño, el vicio de mirar inventaba
en las paredes de la casa de huésped,
en el asfalto bajo el balcón del hotel,
en las columnas del portal de la escuela,
y de lo inventado se trazaban
novias ejemplares,
jugadores de beisbol del equipo soñado,
bicicletas Niágaras, soldaditos del Ten-cent,
campeonatos al quimbi-cuarta,
Leonardo Moncada, Bejuco Ramírez,
y los tigres de Salgari o de Marianao.
Éramos curiosos
sobre la existencia de los reyes magos
o en explorar el temblor de nuestro cuerpo,
pero aún desconocíamos
la escala de la mierda y el espíritu,
y las variantes sexuales de la mosca de la fruta.
Como la sombra de un niño
¿Dónde se encuentra,
en que pasado remoto y familiar,
esa casa encendida,
cuya esencia es el tiempo, el azar, las dudas?
Ventanas iluminadas por sus moradores
que cuentan sus horas como el rosario
del condenado a muerte, pobres de solemnidad
en la estática milagrosa de esas paredes testigos
de épocas de buenaventura, cuando
había varias respuestas para cada interrogante.
Entonces se jugaba al invento de sacar respuestas
y creer, como único argumento
en algo tan frágil
como nuestra propia, triste y solemne verdad.
¿Y era esa la definición terrenal y justa de felicidad?
Por eso prefiero ahora la rebeldía
contra
los que tienen el fausto y la soberbia de las respuestas,
y posan en la circunstancia de una lámina.
Me quedo con la pregunta universal que entraña
la sombra de un niño que se alarga
tanteando, como quien roza apenas
las paredes y el aire
de esa casa fantasmal en sus luces
que convocan
el tiempo, el azar,
las dudas, las enfermedades.
Creo en mis dudas
y creo en el sexo siempre irrepetible,
creo en el jardín surrealista del Bosco
y que
la tierra será el paraíso bello de la humanidad,
porque me conduce la sombra del niño,
tan cercano en su temperatura y su tristeza,
que una vez fuimos.
Personal
Para Gisela
Pudimos conocernos
en las avenidas de París,
en un apartamento de alquiler que no era más
que la buhardilla para la servidumbre.
Allí, en el hábitat burgués
planificado por un arquitecto de nombre impronunciable,
todas las tardes
nos asomábamos a la Plaza de la Estrella.
Tus cabellos largos, blond girl.
Tu cutis perfecto, mademosil.
Perfecto aunque no tanto como tus perfectas manos.
Serías de Saint Fernand,
única heredera de un falsificador de antigüedades,
traductora de los poetas alsacianos
y moderna como las reliquias de tu padre.
II
Pero todo ocurrió en La Habana,
en un apartamento de la calle ocho
mirando toda la noche mis pies equivocarse.
Somos nuestros propios sirvientes, y es bastante.
Nos asomamos, cuando el trabajo,
tus clases, la cocina y la niña lo permiten,
al encendido malecón habanero
donde se organizan las parejas cada tarde.
Tu pelo corto, tu piel común,
pero no tan común como tus manos necesarias
que tanto se parecen a las de mi madre.
Tu pueblo, desconocido como término municipal,
de músicos convertidos en lanzadores de béisbol.
El maestro agrícola jubilado,
el más puntual de todos los panaderos,
la nobleza de sus ojos te dejó.
Por ahora traduces
el código de mis ruidos nocturnos
hasta que la memoria de la hija
defienda
el último dibujo de los dos.
El leve viaje de la sangre
No me duele morir, y que me olviden
sino morir y no tener memoria.
Jesús Orta Ruiz
En la voluntad de viaje que es la vida,
los ateos parecemos estar condenados a no tener otra.
Cómo reencarnar aunque sea
en la fugaz película del polvo,
destruida una y otra vez por el paño implacable,
que desconoce que en esa nube a contraluz
se alarga mi memoria.
La memoria de aquella primera vez
de Beatles y ron peleón,
de amigos, escaramuzas, infidelidades.
O el cuerpo mínimo de la criatura
que al voltearse
dejó ver el lunar como de la mano de Dios.
Como la columna trunca que ayer fue conquista,
no vale por su mármol
sino por su memoria,
no importa si fue el tiempo
o la mano soberbia de aquel que la derriba,
mandato de las constelaciones.
Y es la naranja en su luz y geometría,
que como tu cuerpo ahora me corresponde.
No oír ya la piedra nocturna,
el leve crecimiento de la raíz,
el roce de la hierba y la neblina.
También en el estiércol el hombre se interroga,
sobre los caprichos del alma y de la carne
y la sentencia del postrer latido
quebrado el pecho, rota la arteria
entre tinieblas
alguien que por ti delira,
las paredes de mi cuarto son un templo,
eres luz, y me perdonas,
cuando no habré ya de recordarte.
Mi madre nació junto a Ingrid Bergman
Mi madre nació junto a Ingrid Bergman.
Por eso, tal vez
las he amado tanto.
En Casablanca, mi madre
tuvo su primer divorcio y nadie la esperaba.
Conocí a Anastasia a los cinco años
y quise ser el obrero bolchevique
que enterró su cadáver.
En el Expreso de Oriente las dos se juntaron
pasaban por primera vez falsas y lejanas.
Yo confundí mis cartas
y unas veces escribí sobre los guiones
que protagonizó mi madre
y celebré su rostro de estrella.
Otras devoré con júbilo,
con lealtad a su irrepetible sazón,
los asados y dulces que Ingrid me preparaba.
Pero la preferí haciendo el papel de enfermera
doblando a mi madre en la pantalla.
Ambas crecieron juntas,
ambas se casaron con Rosellini y Ángel,
ambas envejecieron y me perdonaron.
Se comportaron magníficas,
tremendamente actrices y maternales.
Contra la muerte de una me defendí
repitiendo sus películas.
Para la otra muerte
tengo el desamparo del actor secundario
que se pierde en la paneo de la cámara.