Primera viñeta del jardín que no existe
Cimarrones
Cuando miro hacia atrás
y veo tantos negros,
cuando miro hacia arriba
o hacia abajo
y son negros los que veo
qué alegría vernos tantos
cuántos;
y por ahí nos llaman ‘minorías’
y sin embargo
nos sigo viendo
Esto es lo que dignifica nuestra lucha
ir por el mundo y seguirnos viendo,
en Universidades y Favelas
en Subterráneos y Rascacielos,
entre giros y mutaciones
barriendo mierda
pariendo versos.
Madre
Mi madre no tuvo jardín
sino islas acantiladas
flotando, bajo el sol,
en sus corales delicados.
No hubo una rama limpia
en su pupila sino muchos garrotes.
Qué tiempo aquel cuando corría, descalza,
sobre la cal de los orfelinatos
y no sabía reír
y podía siquiera mirar el horizonte.
Ella no tuvo el aposento del marfil,
ni la sala de mimbre,
ni el vitral silencioso del trópico.
Mi madre tuvo el canto y el pañuelo
para acunar la fe de mis entrañas,
para alzar su cabeza de reina desoída
y dejarnos sus manos, como piedras preciosas,
frente a los restos fríos de enemigo.
Mujer negra
Todavía huelo la espuma del mar que me hicieron atravesar.
La noche, no puedo recordarla.
Ni el mismo océano podría recordarla.
Pero no olvido el primer alcatraz que divisé.
Altas, las nubes, como inocentes testigos presenciales.
Acaso no he olvidado ni mi costa perdida, ni mi lengua ancestral
Me dejaron aquí y aquí he vivido.
Y porque trabajé como una bestia,
aquí volví a nacer.
A cuanta epopeya mandinga intenté recurrir.
Me rebelé.
Su Merced me compró en una plaza.
Bordé la casaca de su Merced y un hijo macho le parí.
Mi hijo no tuvo nombre.
Y su Merced murió a manos de un impecable lord inglés.
Anduve.
Esta es la tierra donde padecí bocabajos y azotes.
Bogué a lo largo de todos sus ríos.
Bajo su sol sembré, recolecté y las cosechas no comí.
Por casa tuve un barracón.
Yo misma traje piedras para edificarlo,
pero canté al natural compás de los pájaros nacionales.
Me sublevé.
En esta tierra toqué la sangre húmeda
y los huesos podridos de muchos otros,
traídos a ella, o no, igual que yo.
Ya nunca más imaginé el camino a Guinea.
¿Era a Guinea? ¿A Benín? ¿Era a
Madagascar? ¿O a Cabo Verde?
Trabajé mucho más.
Fundé mejor mi canto milenario y mi esperanza.
Aquí construí mi mundo.
Me fui al monte.
Mi real independencia fue el palenque
y cabalgué entre las tropas de Maceo.
Sólo un siglo más tarde,
junto a mis descendientes,
desde una azul montaña.
Bajé de la Sierra
Para acabar con capitales y usureros,
con generales y burgueses.
Ahora soy: sólo hoy tenemos y creamos.
Nada nos es ajeno.
Nuestra la tierra.
Nuestros el mar y el cielo.
Nuestras la magia y la quimera.
Iguales míos, aquí los veo bailar
alrededor del árbol que plantamos para el comunismo.
Su pródiga madera ya resuena.
Carbones silvestres (2005)
A la memoria de Merceditas Valdés
Para Luis Carbonell
Merceditas
Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido.
Mírenla, como va
cantando a solas
en un barquito
de miel y calabazas.
Y las abejas desoladas
dibujando su rostro
renacido.
Merceditas
–grita la luna blanca.
Merceditas
no es una sombra inesperada
no es una sombra nunca
ni es un sueño
sino una voz recién cortada
pero qué voz
pero qué sombra.
Qué sueño entrecortado.
Merceditas
–vuelve a gritar la luna blanca.
Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido.
Montada sobre un pavo real de espumas
va cabalgando sobre Cuba.
Mírenla bien.
Mírenla aquí
en su coral de soles fijos
en su coral de plumas sacras
en su fulgor de alcoholes sabios
en su esplendor de pulseras dormidas.
Merceditas
–grita la luna enardecida.
Mírenla como va de amarillo
igual que el girasol
y la yema
y el trigo.
Colibrí perfumado
va su pie diminuto
bordando el adoquín
adormecido
y un manto de oro fino
cayendo para siempre
entre las aguas breves del río.
Veleta
En la plazoleta umbría
bailaba una luz cimera
y en la torre de la iglesia
una veleta golpea.
Hora del ángelus fijo
sobre el aire serpentea
y los ánimos del mundo
bailaron por vez primera.
Estaba el sol arrumbado
en medio de las horquetas,
negras como la morada
del carbonero gallego.
En la plazoleta umbría
hay una luz mañanera
y en la torre de la iglesia
salta el pez en su marea.
Peñalver 51 (2009)
Círculos de oro
Cantan las aves en la mañana,
sobre el techo de la iglesia meditabunda
pero nadie las escucha a las aves tranquilas
sino el explorador que bajó de las montañas
después de la lluvia. Andar y andar,
atravesando los pastos húmedos,
es una forma de conocer el ambiente
de este pueblo extraño donde las calles
son círculos de oro traídos de la alta mina.
Andar y andar, después que los relámpagos
trajeron su verdad hasta las raíces del almendro en flor.
Oímos todavía el canto bendito de las aves
en la mañana
pero hay otros forasteros, que son soldados,
con sus fusiles en ristre a punto de disparar
sobre la luz del vuelo emprendido por las aves
que cantan en la mañana.
Andar y andar del amigo que contempla
la escena asaltado por el azoro más indescriptible.
Disparan sobre el vuelo azul de las aves
los invasores impunes con sus cascos feroces
y sus fusiles hambrientos de sangre inocente.
Andar y andar, y no comprender nada
sino el derecho de las aves a cantar
y el derecho de los paseantes a escucharlas.
Primera viñeta del jardín que no existe
Un pesar, un grueso pesar,
como las nubes cargadas de agua,
aguarda en la reja del pequeño jardín.
Pero el jardín no existe sino el anhelo
de tenerlo en medio de una paz,
esa paz que sólo saben engendrar los espíritus.
Cada espíritu baja con un ángel negro,
colgado en una de sus alas.
Hemos logrado pintar un angelito negro
sobre las nubes cargadas de agua
volando sobre las sombras del jardín.
El soñado jardín para contrarrestar los afanes del día
y la presencia de los aguaceros
y la huida de las aves en el calor de agosto.
Pero no estamos en agosto,
ni tenemos jardín sino un sordo pesar
colado en las rendijas de los solares abatidos.
Un pesar nos ha unido
y nos revela el alma de lo que somos y queremos ser.
En el pasado no era posible pensar en un jardín,
ni grande, ni pequeño, ni siquiera frondoso.
Sólo los domingos, al mediodía,
era posible pensar en un jardín
ni colgante, ni avasallador, ni sencillo, ni arruinado.
Un jardín contemplado en los anhelos de una accesoria
de la calle Peñalver casi esquina a Manrique.
Todo vuelve otra vez: aquel pesar
como un salto de arena en una playa ignota,
como un bagazo al borde de un camino.
Es un pesar multicolor. Así es su fuerza y su quietud.
Siempre irrumpe el dolor al mediodía,
o mejor, cuando ese mediodía
va convirtiéndose en tarde de domingo.
El sombrero de Cheo Belén Puig
dando la vuelta entera
a la Plazoleta de Antón Recio
y es entonces que podemos escuchar
los aires del danzón amigo, enemigo,
enemigo, amigo de añorar los jardines
en el palacio de la memoria.
Es una tarde de domingo.
Estamos en una tarde domingo,
después del almuerzo familiar,
en ese sopor de un día de marzo sin aire frío,
sin verano tampoco pero rodeados de una luz,
tan fuerte como la pesadumbre
que es la pareja del pesar.
Hay un pesar sin comparaciones posibles
que recuerda el anhelo de tener un jardín,
imposible de ser descrito.
Hay una puerta de madera alta
atravesada por el pesar,
y por la única ventana interior,
entra el sonido de una flauta quejosa,
la flauta de un danzón antiquísimo
con sus compases entrelazados
por un plácido aire de infortunio,
por una cadencia sin precedente alguno,
de rostro aceitunado.
Vamos viendo que ha crecido un jardín
a los compases del danzón y de la flauta mágica
en esta tarde de domingo donde aprendemos al oído,
una filosofía del estar,
del estar bien, del bien estar,
de la añoranza y del recuerdo efímero
de múltiples parejas:
las mujeres ondeando
los portales con pamelas suntuosas, de color claro,
bailando al compás del danzón melodioso,
al rato de la exposición del tema de Mozart,
recreado por el flautín de un mulato alto
con chaleco de mangas blancas
que el pequeño aire de la tardecita
sumerge en los sonidos de un macabro compás.
Bailamos, bailamos, en la escritura endemoniada
de estos compases sin final
y aquel anhelo, que no muere, de tener un jardín,
aunque sea un solo jardín
del tamaño del pesar
y del dolor aquel que sube a la garganta.
A la Quinta de los Molinos (2000)
La Quinta de los Molinos
Fui a la Quinta de los Molinos
y me encontré con una liebre
que saltaba por entre las piedras
como si intentara llegar al río Almendares.
Fui a la Quinta de los Molinos
en un coche de aguas negras
y me volví a encontrar la liebre
tan sedosa, tan sedosa
que sólo entonces me di cuenta
de cómo su cuerpo había entrado,
por los aires,
al primer sueño de mi infancia.
Fui a la Quinta de los Molinos
a contemplar algunas flores.
Los que se van
Se van.
Ya sin otro remedio, se van
hacia la noche.
Desesperada,
una lancha costera vendrá por ellos
sin respuesta. Arriba,
las estrellas, sin tener qué decir.
Y la vigilia nuestra,
con su paso monótono,
no detendrá la pesadilla.
Desde hace horas, los vemos cara a cara,
tras las rejas de un supuesto jardín.
Llueve tinta del cielo.
Se van. Se van.
Algo está a punto de nacer.
Se van. Se van,
con larvas, con ratones, con espuma de mar.
Se van. Se van.
Algo está a punto de morir.