Nancy Morejón

Primera viñeta del jardín que no existe

 

 

 

Cimarrones

 

Cuando miro hacia atrás

y veo tantos negros,

cuando miro hacia arriba

o hacia abajo

y son negros los que veo

qué alegría vernos tantos

cuántos;

y por ahí nos llaman ‘minorías’

y sin embargo

nos sigo viendo

Esto es lo que dignifica nuestra lucha

ir por el mundo y seguirnos viendo,

en Universidades y Favelas

en Subterráneos y Rascacielos,

entre giros y mutaciones

barriendo mierda

pariendo versos.

 

 

 

Madre

 

Mi madre no tuvo jardín

sino islas acantiladas

flotando, bajo el sol,

en sus corales delicados.

No hubo una rama limpia

en su pupila sino muchos garrotes.

Qué tiempo aquel cuando corría, descalza,

sobre la cal de los orfelinatos

y no sabía reír

y podía siquiera mirar el horizonte.

Ella no tuvo el aposento del marfil,

ni la sala de mimbre,

ni el vitral silencioso del trópico.

Mi madre tuvo el canto y el pañuelo

para acunar la fe de mis entrañas,

para alzar su cabeza de reina desoída

y dejarnos sus manos, como piedras preciosas,

frente a los restos fríos de enemigo.

 

 

 

Mujer negra

 

Todavía huelo la espuma del mar que me hicieron atravesar.

La noche, no puedo recordarla.

Ni el mismo océano podría recordarla.

Pero no olvido el primer alcatraz que divisé.

Altas, las nubes, como inocentes testigos presenciales.

Acaso no he olvidado ni mi costa perdida, ni mi lengua ancestral

Me dejaron aquí y aquí he vivido.

Y porque trabajé como una bestia,

aquí volví a nacer.

A cuanta epopeya mandinga intenté recurrir.

Me rebelé.

Su Merced me compró en una plaza.

Bordé la casaca de su Merced y un hijo macho le parí.

Mi hijo no tuvo nombre.

Y su Merced murió a manos de un impecable lord inglés.

Anduve.

Esta es la tierra donde padecí bocabajos y azotes.

Bogué a lo largo de todos sus ríos.

Bajo su sol sembré, recolecté y las cosechas no comí.

Por casa tuve un barracón.

Yo misma traje piedras para edificarlo,

pero canté al natural compás de los pájaros nacionales.

Me sublevé.

En esta tierra toqué la sangre húmeda

y los huesos podridos de muchos otros,

traídos a ella, o no, igual que yo.

Ya nunca más imaginé el camino a Guinea.

¿Era a Guinea? ¿A Benín? ¿Era a

Madagascar? ¿O a Cabo Verde?

Trabajé mucho más.

Fundé mejor mi canto milenario y mi esperanza.

Aquí construí mi mundo.

Me fui al monte.

Mi real independencia fue el palenque

y cabalgué entre las tropas de Maceo.

Sólo un siglo más tarde,

junto a mis descendientes,

desde una azul montaña.

Bajé de la Sierra

Para acabar con capitales y usureros,

con generales y burgueses.

Ahora soy: sólo hoy tenemos y creamos.

Nada nos es ajeno.

Nuestra la tierra.

Nuestros el mar y el cielo.

Nuestras la magia y la quimera.

Iguales míos, aquí los veo bailar

alrededor del árbol que plantamos para el comunismo.

Su pródiga madera ya resuena.

 

 

 

 Carbones silvestres (2005)

A la memoria de Merceditas Valdés
Para Luis Carbonell

 

 

Merceditas 

 

Mírenla como va de amarillo

igual que el girasol

y la yema

y el trigo.

Colibrí perfumado

va su pie diminuto

bordando el adoquín

adormecido.

Mírenla, como va

cantando a solas

en un barquito

de miel y calabazas.

Y las abejas desoladas

dibujando su rostro

renacido.

Merceditas

–grita la luna blanca.

Merceditas

no es una sombra inesperada

no es una sombra nunca

ni es un sueño

sino una voz recién cortada

pero qué voz

pero qué sombra.

Qué sueño entrecortado.

Merceditas

–vuelve a gritar la luna blanca.

Mírenla como va de amarillo

igual que el girasol

y la yema

y el trigo.

Colibrí perfumado

va su pie diminuto

bordando el adoquín

adormecido.

Montada sobre un pavo real de espumas

va cabalgando sobre Cuba.

Mírenla bien.

Mírenla aquí

en su coral de soles fijos

en su coral de plumas sacras

en su fulgor de alcoholes sabios

en su esplendor de pulseras dormidas.

Merceditas

–grita la luna enardecida.

Mírenla como va de amarillo

igual que el girasol

y la yema

y el trigo.

Colibrí perfumado

va su pie diminuto

bordando el adoquín

adormecido

y un manto de oro fino

cayendo para siempre

entre las aguas breves del río.

 

Veleta

En la plazoleta umbría

bailaba una luz cimera

y en la torre de la iglesia

una veleta golpea.

Hora del ángelus fijo

sobre el aire serpentea

y los ánimos del mundo

bailaron por vez primera.

Estaba el sol arrumbado

en medio de las horquetas,

negras como la morada

del carbonero gallego.

En la plazoleta umbría

hay una luz mañanera

y en la torre de la iglesia

salta el pez en su marea.

 

 

 

Peñalver 51 (2009)

 

Círculos de oro

 

Cantan las aves en la mañana,

sobre el techo de la iglesia meditabunda

pero nadie las escucha a las aves tranquilas

sino el explorador que bajó de las montañas

después de la lluvia. Andar y andar,

atravesando los pastos húmedos,

es una forma de conocer el ambiente

de este pueblo extraño donde las calles

son círculos de oro traídos de la alta mina.

Andar y andar, después que los relámpagos

trajeron su verdad hasta las raíces del almendro en flor.

Oímos todavía el canto bendito de las aves

en la mañana

pero hay otros forasteros, que son soldados,

con sus fusiles en ristre a punto de disparar

sobre la luz del vuelo emprendido por las aves

que cantan en la mañana.

Andar y andar del amigo que contempla

la escena asaltado por el azoro más indescriptible.

Disparan sobre el vuelo azul de las aves

los invasores impunes con sus cascos feroces

y sus fusiles hambrientos de sangre inocente.

Andar y andar, y no comprender nada

sino el derecho de las aves a cantar

y el derecho de los paseantes a escucharlas.

 

 

 

Primera viñeta del jardín que no existe

 

Un pesar, un grueso pesar,

como las nubes cargadas de agua,

aguarda en la reja del pequeño jardín.

Pero el jardín no existe sino el anhelo

de tenerlo en medio de una paz,

esa paz que sólo saben engendrar los espíritus.

Cada espíritu baja con un ángel negro,

colgado en una de sus alas.

Hemos logrado pintar un angelito negro

sobre las nubes cargadas de agua

volando sobre las sombras del jardín.

El soñado jardín para contrarrestar los afanes del día

y la presencia de los aguaceros

y la huida de las aves en el calor de agosto.

Pero no estamos en agosto,

ni tenemos jardín sino un sordo pesar

colado en las rendijas de los solares abatidos.

Un pesar nos ha unido

y nos revela el alma de lo que somos y queremos ser.

En el pasado no era posible pensar en un jardín,

ni grande, ni pequeño, ni siquiera frondoso.

Sólo los domingos, al mediodía,

era posible pensar en un jardín

ni colgante, ni avasallador, ni sencillo, ni arruinado.

Un jardín contemplado en los anhelos de una accesoria

de la calle Peñalver casi esquina a Manrique.

Todo vuelve otra vez: aquel pesar

como un salto de arena en una playa ignota,

como un bagazo al borde de un camino.

Es un pesar multicolor. Así es su fuerza y su quietud.

Siempre irrumpe el dolor al mediodía,

o mejor, cuando ese mediodía

va convirtiéndose en tarde de domingo.

El sombrero de Cheo Belén Puig

dando la vuelta entera

a la Plazoleta de Antón Recio

y es entonces que podemos escuchar

los aires del danzón amigo, enemigo,

enemigo, amigo de añorar los jardines

en el palacio de la memoria.

Es una tarde de domingo.

Estamos en una tarde domingo,

después del almuerzo familiar,

en ese sopor de un día de marzo sin aire frío,

sin verano tampoco pero rodeados de una luz,

tan fuerte como la pesadumbre

que es la pareja del pesar.

Hay un pesar sin comparaciones posibles

que recuerda el anhelo de tener un jardín,

imposible de ser descrito.

Hay una puerta de madera alta

atravesada por el pesar,

y por la única ventana interior,

entra el sonido de una flauta quejosa,

la flauta de un danzón antiquísimo

con sus compases entrelazados

por un plácido aire de infortunio,

por una cadencia sin precedente alguno,

de rostro aceitunado.

Vamos viendo que ha crecido un jardín

a los compases del danzón y de la flauta mágica

en esta tarde de domingo donde aprendemos al oído,

una filosofía del estar,

del estar bien, del bien estar,

de la añoranza y del recuerdo efímero

de múltiples parejas:

las mujeres ondeando

los portales con pamelas suntuosas, de color claro,

bailando al compás del danzón melodioso,

al rato de la exposición del tema de Mozart,

recreado por el flautín de un mulato alto

con chaleco de mangas blancas

que el pequeño aire de la tardecita

sumerge en los sonidos de un macabro compás.

Bailamos, bailamos, en la escritura endemoniada

de estos compases sin final

y aquel anhelo, que no muere, de tener un jardín,

aunque sea un solo jardín

del tamaño del pesar

y del dolor aquel que sube a la garganta.

 

 

 

 A la Quinta de los Molinos (2000)

 

La Quinta de los Molinos 

 

Fui a la Quinta de los Molinos

y me encontré con una liebre

que saltaba por entre las piedras

como si intentara llegar al río Almendares.

Fui a la Quinta de los Molinos

en un coche de aguas negras

y me volví a encontrar la liebre

tan sedosa, tan sedosa

que sólo entonces me di cuenta

de cómo su cuerpo había entrado,

por los aires,

al primer sueño de mi infancia.

Fui a la Quinta de los Molinos

a contemplar algunas flores.

 

 

  

Los que se van

 

Se van.

Ya sin otro remedio, se van

hacia la noche.

Desesperada,

una lancha costera vendrá por ellos

sin respuesta. Arriba,

las estrellas, sin tener qué decir.

Y la vigilia nuestra,

con su paso monótono,

no detendrá la pesadilla.

Desde hace horas, los vemos cara a cara,

tras las rejas de un supuesto jardín.

Llueve tinta del cielo.

Se van. Se van.

Algo está a punto de nacer.

Se van. Se van,

con larvas, con ratones, con espuma de mar.

Se van. Se van.

Algo está a punto de morir.

 

Nancy Morejón Nació en La Habana, Cuba, el 7 de agosto de 1941. A los dieciocho años publicó su primer libro de versos, Mutismos. Trabajó como traduct ... LEER MÁS DEL AUTOR