Presentamos un texto clave de la destacada poeta mexicana.
Nabil Valles Dena
Ceniza
En alguna parte leo: “el fin de un amor es una muerte espiritual”.
Tengo miedo, por eso, a que se encuentren —los que somos ahora— sin nosotros
y pienso que he de verte sin buscarlo; que los fantasmas ganan
omnipresencia a cambio de lo que deshabitan, y que están,
por obra de una ley que no comprendo, más presentes en su falta.
Algo se ha muerto aquí:
hemos ganado la borradura de nuestros límites
y ahora que toda la ciudad nos pertenece,
más que nunca aprecio esta labor de oficinista:
procuro demorarme frente a un escritorio y no debajo
—como cuando era niña— pero volviendo a ser, igual que entonces.
Para no verte, me he ocultado en iglesias, en casas de ancianos,
en parques y en vacíos supermercados. Pero te veo, nos veo.
Habitada por el espanto —sin mí— recorro nuestros lugares.
Hago el trabajo de quien limpia la pieza de un difunto:
conservo lo útil y me deshago de las pertenencias íntimas;
una carta manuscrita, nuestra única foto, una cadena.
No duele por sí misma la muerte, sino la incompletud;
los restos, la suciedad que deja; esa estadía en el mundo,
a medias y por fuerza, esta convalecencia sólo entendida
por los mutilados o los sobrevivientes de desastres naturales.
“Después del terremoto, encontré en la cocina
las alacenas vacías, los cristales rotos
y las puertas abiertas como si alguien
hubiera saqueado mi casa,
y no quise ya dormir en ella”,
me contaba una amiga hace unos meses,
después de que el desastre nos arrasara a nosotros
y yo, rehaciéndome, como la casa,
estuve más presente en su dolor
que en el espacio que ocupaba sentada frente a ella.
Todo debió morir junto a nosotros.
Habría querido irme de este cuerpo que sigo habitando
y por el que aún, lejanamente, escucho a otros
llamarme por un nombre que reconozco apenas.
Algo se ha muerto aquí:
qué vértigo este mirar desde la altura del luto,
más allá de la ciudad, la roza y tumba del campo
y saber que debajo bulle la vida, sin milagro.
Qué vértigo de reconocerme en el abrazo de otro
y descubrir que el acomodo de los cuerpos
en el acto mecánico —repetible— de estar juntos, es el mismo.
Qué sentirme desleal si me pregunto,
después de cada encuentro sin pretensiones de nada,
¿por qué de pronto ofende más esta verdad
que el cuerpo asume sin pudor sobre lo efímero,
que nuestra unión que declaraba obscenamente
suyos los días venideros?
“Te llamaré por teléfono cuando seamos viejos”, dije.
“No hará falta. Viviremos juntos y tendremos un perro”, me decías.
Pero hoy es día del amor y miércoles de ceniza.
El calendario litúrgico es justo:
detrás de todo lo que muere y se ha hecho añicos,
trizas, polvo, viene otra vida, la de siempre,
en la repetición sin tragedia de los ciclos.
Yo sé que tanta densa oscuridad trabaja para el Día,
pero qué vértigo éste de oír, pese a nosotros,
un ladrido imposible en el futuro,
imaginarme, años después, con un perro pequeño en algún parque
y sólo intuir, por ahora, debajo de toda esta destrucción,
el nuevo nombre de las cosas.