La luz de lo perdido
Por Jorge Fernández Granados
El erotismo y la espiritualidad parecen nociones condenadas, por lo menos en nuestra cultura, a oponerse y hasta repelerse mutuamente. Los cimientos de una espiritualidad provenientes en buena medida de la doctrina platónica se han empecinado en deslindar con estrictas fronteras lo que es el territorio del cuerpo de su contraparte, las manifestaciones del espíritu. Bajo esta perspectiva, el mundo, la materia y la carne están hechas irremisiblemente de sustancias diferentes al alma, la conciencia y la divinidad. Esta oposición convive todo el tiempo dentro del imaginario sobre el que suelen tratarse estos temas. Dicha dualidad está tan arraigada en nuestra cultura que nos parece natural, por ejemplo, un concepto tan antinatural como el de la “inmaculada concepción” de la Virgen María.
No siempre con intenciones transgresoras, por supuesto, lo curioso es que muchos de los mejores momentos del arte y la literatura precisamente judeocristianos han indagado no en la antítesis sino en la síntesis entre esta aparente dualidad. En este sentido, si el Cantar de los cantares –libro considerado sin duda dentro del canon de la cristiandad– admira en el ser amado, enumerándolos, los dones de su belleza terrestre, el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, por su parte, se entusiasma por al acecho de lo divino por voluptuosos y sensuales caminos que no están muy lejos del goce y la celebración del esplendor de la belleza terrestre de los Cantares. De modo que, partiendo uno de la carne en busca de la divinidad y el otro de la divinidad para terminar hallándola encarnable, estas dos cimas poéticas de la literatura occidental se nos presentan como desafíos de aquella dualidad que pretende separar sobre el mundo materia y espíritu.
Me atrevo a sugerir que Minerva Margarita Villarreal elige este infrecuente camino para escribir Herida luminosa (Conaculta, col. Práctica Mortal, México, 2008), donde ella propone un erotismo refinado que bordea en no pocos momentos cierto talante místico. Sucesión de recuerdos que se entretejen y funden progresivamente a la temperatura –a ratos helada, a ratos ardiente– de la nostalgia y que se diría transcritos desde la vigilia a punto de entrar al sueño o de un sueño que busca la vigilia. Emerge por tanto en este libro una voz que parece provenir lo mismo del umbral de la agonía que del trayecto de la plenitud.
Un rasgo particular de este poema dividido en estancias o de este conjunto de poemas congregados bajo tan atractivo título es su abordaje oblicuo del tema central. En efecto, en principio se trata de una evocación de índole amorosa: hay una historia de encuentro, pasión y pérdida que se presenta sólo sugerida mediante imágenes o conceptos de simbolismo erótico. De tal modo que en estos versos la persona, el lugar y sobre todo el asunto central de aquel recuerdo que se va desgranando se resisten a ser fijados con nitidez. La voz parece suspendida dentro de una dimensión espiral y desde ahí se dirige a un recóndito tu que por momentos se asemeja a un amante, por momentos es un recuerdo, por momentos se trata de un diálogo interior e incluso –y este es precisamente a mi juicio el rasgo más particular del libro– por momentos alude a un posible diálogo con la divinidad o, mejor dicho, con una entidad divinizada a la que se convoca mediante las palabras. Veamos por ejemplo, para ilustrar un poco dicho rasgo al que hago alusión, este pasaje de Herida luminosa:
Para la niebla un cuerpo
para tu cuerpo un viento desatado
para ese viento un hombre
para sus ojos llovidos por el goce
abre tus puertas templo
La gota del flagelo
tan ansiosa de sábanas
su blanca piel abría
Para la nieve un cuerpo
para la noche
el viento detenido
el río que anunciaba
la hiel de la navaja
en esa niña
Su fuego es siempre un nido
al ave que renace
Unidos por el notable vigor expresivo de su autora, se conjugan en estas líneas elementos de contrastantes órdenes: niebla, cuerpo, viento, hombre, ojos, puertas, templo, flagelo, sábanas, piel, nieve, navaja, niña, fuego, nido, etc. En principio hay una evocación, un recuerdo que se reitera y no puede evitar fracturarse conforme el dolor, un dolor no sólo de la nostalgia sino dolor contundente, físico, proveniente de un cuerpo atormentado, se abre paso en la escritura. Hay un nudo de dolor y plenitud, por tanto, en el recuerdo que se convierte en un rasgo de oblicuidad en la escritura poética.
Quizá lo que conduce el cauce de esta poesía es esencialmente un deseo de comunión. Comunión del cuerpo a través del espíritu y del espíritu a través del cuerpo. El deseo de esa comunión se mueve de episodios y lugares, de tiempos y presencias como una sola intensidad que se dispersa y se concentra nuevamente sin aviso. La luz de lo perdido es lo único recuperable por el deseo. Ese deseo es nada menos que la herida luminosa de la vida que no termina, ni quiere ni debe, cerrarse. Quizá por eso:
Esa voz
es el canto que bebes
como pez sumergido
hasta el fruto
que brilla
más profundo que el mar