Michel Trujillo González

En autobús por Hammerfest
y otros poemas

 

 

 

 

Campanas de Komárno, campanas de Komaróm

 

Escuchas la campana:

una pieza de hierro sin música

que un brazo preciso,

cada domingo de liturgia, balancea

hasta exprimirle la asonancia,

abandonando tras minutos cortos el deseo

de esparcirla en una decena de movimientos:

cuando el vaivén quejoso se empobrece

y la desaceleración del golpe

es también el deceso del sonido.

 

La campana que se oye está en dos sitios.

Es el centro de un puente.

A la izquierda un país.

Y a la derecha.

 

Este puente, esta traza,

escucha la campana duplicada.

Un hombre,

con la línea del margen

partiéndole en dos trozos

de su cráneo a su coxis.

Una sola extremidad para usar

como un gancho inútil que resbala en el hierro;

la otra, peso puro,

evitando, eficaz, el riesgo de moverse.

Y un ojo a cada parte para verse en el agua,

en los granos de arena descosidos de la orilla

yendo hacia la zona más negra del río.

 

La existencia del puente no junta siempre, como unos creen,

lo separado.

Puede ser nada más la extensión

del camino del otro.

Quieres salir de ti para saberlo.

Pero cuando se experimenta el cuerpo desde fuera,

el cuerpo colgado sobre sí,

los órganos observando a sus órganos,

los brazos su inacción,

tu propiedad –tu forma- no se escapa,

se asienta todavía fija en una tierra,

llevando con dignidad variable,

como todos, el viejo pesimismo

de su nombre,

porque el desprendimiento a veces sólo sirve

para acentuar la pertenencia.

Mientras las nubes arman en su acrobacia

ingenierías, figuras respetables,

puede que sólo esperes

una pasión de menos en el eco

de una de las campanas,

para sentir la extenuación de la creencia

y pasar a la izquierda o la derecha

a repetir el salmo en húngaro

o en eslovaco el credo,

según tu despropósito.

 

Un lado es el opuesto de otro,

por el centro de una geometría pasan todas las líneas de los ángulos

como fuego cruzado.

 

Ahí perteneces verdaderamente,

a la frontera,

a un punto de tensión insoportable.

Es razonable que tu desidia y tu compromiso se parezcan.

 

 

 

 

Casa

(fragmentos)

 

I

El día abandona,

arrastra a la lentitud en su derrumbe

juntando en una pieza

–la penumbra–

lo que el vicio del lenguaje separa.

La tierra entrega su temperatura.

Los girasoles acaban su ejercicio.

Hundes la pala allí,

mientras en lienzo usado envuelves

al animal, por rabia, muerto.

Cavar hasta la roca,

buscando poner el cuerpo a salvo

de tu vista, los perros, los insectos,

las aguas exageradas del verano,

y que una momia ya olvidada asome

con lo que fue su boca abierta en grito.

Piel reseca,

huevo abollado el cráneo y dientes blancos:

tu mascota.

Su bestialidad coagulada como hígado,

pelo vuelto raíz, uñas inútiles.

detalles -casi piezas- arbitrarios cual signos

y tu sentido despierto, juntándolos,

hilándote una idea

lógica como un sweater de lana:

así lo vivo,

no se integra a la tierra dignamente,

descomponiendo lento tal si se resistiera

a la disolución, la pestilencia,

y lo que tarda es esto, tiempo menos,

o más,

es el proceso.

Remueves los rasguños en la madera descascarada,

los flujos y la sangre, los chillidos,

el hedor en el piso, la agonía,

todo lo que la cal puede cubrir y curar

como a una enfermedad infecciosa.

Trabajas.

Las raíces continúan reteniendo la casa.

El girasol retuerce

toda su vida el cuello,

persiguiendo la luz, hasta partirse.

 

 

II

El vapor no es inocuo, arde

agrio, espeso,

ocupa los pulmones, los rellena

de especias y de grasa,

metal y agua,

de un sueño comatoso y forzado.

En el sueño camino sobre una cebolla gigantesca,

perfectamente redonda,

arrastro los zapatos como piedras

despellejándola,

por si se viera el núcleo,

por si llegara al fondo, al motivo del sueño.

Creo que es esta la razón por la cual el planeta

gira alrededor de su eje,

esta la causa por la que se detiene:

el efecto de un éxodo constante

de transeúntes con rumbos diferentes.

Pertenezco a un grupo que se ha cruzado con el tuyo,

íbamos al extremo, al frío

-siempre se va hacia el frío sin saberlo-

nos mezclamos aniquilados por el hambre;

en ese grupo yo era responsable por algo,

un principio básico, sin discurso.

Ya no lo recuerdo.

Eso es ahora el zócalo de mi vida,

la reflexión de un acto ordinario,

de una tarea común que no necesita ser pensada.

Despierto en la claridad cegadora de un cuarto.

Allí mis ojos son heridas frescas

abrasadas por el vapor.

 

La leche hierve,

se desborda, corre por el suelo, hambrienta,

buscando quemar.

Y se despeña por los escalones hacia el jardín

donde los girasoles te observan

enterrar un cadáver

y llega a la tierra y el suelo se la bebe

-no llegas a sentirla-

mientras sacudes el fango de tus rodillas.

Y sé que piensas en la bondad del agua tibia,

en la caricia del jabón

y en el sueño profundo.

 

 

 

 

Balbriggan, arenas de febrero

 

Mucho tiempo y la arena es negra todavía,

la recuerdas, la escoges; una apuesta

segura y sin necesidad de fe,

para acercarte al agua con algo en la cabeza: cosas

que no se aprenden a decir de ninguna manera.

Te decían que aquí, si alguien camina lo suficiente

en cualquier dirección,

tropezará inevitablemente con el mar,

te decían que si andas

por más de cuatro días,

su visión puede golpearte en cualquier momento

como un aletazo en la cara.

Lo veo con mi ojo.

mi ojo es casi eléctrico,

no puede captar nada a veces

que no sea estática o colores.

Temo que todo se congele

y no me atrevo a moverme, si diera

un sólo paso adonde sea

me mojaría hasta las rodillas.

Pides la ayuda de una amiga,

me enseñas el mar, el horizonte sin un pájaro,

un muro restaurado, una torre,

un mapa de detalles, cáscaras de una fruta;

te pregunté si tenía alguna lógica el paisaje,

mencionaste unas palabras,

las dibujaste. Pensé que sí, que eso

querían decir después de todo

cuando contaban que con paso irregular o constante

hacia el noreste, por toda la carretera de Balbriggan,

se llegaba al mar irremediablemente.

Que era a lo único a lo que se llegaba.

 

 

 

 

En autobús por Hammerfest

 

No creo en la boca,

es la madre de viajes sin propósito.

Igual a si alcanzara, con mostrarnos los puntos

de posición y de destino,

a marcar otro punto tangible de llegada,

enrollado en la fe

de palabras como taladros eléctricos

hechos para atravesar el silencio.

He pensado en hablar cuánto sucede,

describir las torpezas individuales,

las públicas,

el ejemplo nítido de manos ofreciendo

implementos de diálogo renuente

(un papel, un bolígrafo)

en complejo proceso cerebral,

pero me he contentado con el desplazamiento,

con la luz del farol de un auto

que trae arrastrándose a mi muerte

dichas ya treinta y nueve palabras,

cuando me enamoraba del acto de no decir nada.

Pensar la causa de una conversación

es abrir un conejo despierto

con una cuchilla para lápices.

Quisiera escribirlo todo,

sólo porque escribir es también un género de silencio.

Las ruedas dan con piedras continuamente.

Me pregunto para qué sirve que todo esté oscuro allá afuera.

Michel Trujillo González (La Habana, Cuba, 1977). Poeta y narrador. Licenciado en Historia y profesor. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio David 2005 ... LEER MÁS DEL AUTOR