En autobús por Hammerfest
y otros poemas
Campanas de Komárno, campanas de Komaróm
Escuchas la campana:
una pieza de hierro sin música
que un brazo preciso,
cada domingo de liturgia, balancea
hasta exprimirle la asonancia,
abandonando tras minutos cortos el deseo
de esparcirla en una decena de movimientos:
cuando el vaivén quejoso se empobrece
y la desaceleración del golpe
es también el deceso del sonido.
La campana que se oye está en dos sitios.
Es el centro de un puente.
A la izquierda un país.
Y a la derecha.
Este puente, esta traza,
escucha la campana duplicada.
Un hombre,
con la línea del margen
partiéndole en dos trozos
de su cráneo a su coxis.
Una sola extremidad para usar
como un gancho inútil que resbala en el hierro;
la otra, peso puro,
evitando, eficaz, el riesgo de moverse.
Y un ojo a cada parte para verse en el agua,
en los granos de arena descosidos de la orilla
yendo hacia la zona más negra del río.
La existencia del puente no junta siempre, como unos creen,
lo separado.
Puede ser nada más la extensión
del camino del otro.
Quieres salir de ti para saberlo.
Pero cuando se experimenta el cuerpo desde fuera,
el cuerpo colgado sobre sí,
los órganos observando a sus órganos,
los brazos su inacción,
tu propiedad –tu forma- no se escapa,
se asienta todavía fija en una tierra,
llevando con dignidad variable,
como todos, el viejo pesimismo
de su nombre,
porque el desprendimiento a veces sólo sirve
para acentuar la pertenencia.
Mientras las nubes arman en su acrobacia
ingenierías, figuras respetables,
puede que sólo esperes
una pasión de menos en el eco
de una de las campanas,
para sentir la extenuación de la creencia
y pasar a la izquierda o la derecha
a repetir el salmo en húngaro
o en eslovaco el credo,
según tu despropósito.
Un lado es el opuesto de otro,
por el centro de una geometría pasan todas las líneas de los ángulos
como fuego cruzado.
Ahí perteneces verdaderamente,
a la frontera,
a un punto de tensión insoportable.
Es razonable que tu desidia y tu compromiso se parezcan.
Casa
(fragmentos)
I
El día abandona,
arrastra a la lentitud en su derrumbe
juntando en una pieza
–la penumbra–
lo que el vicio del lenguaje separa.
La tierra entrega su temperatura.
Los girasoles acaban su ejercicio.
Hundes la pala allí,
mientras en lienzo usado envuelves
al animal, por rabia, muerto.
Cavar hasta la roca,
buscando poner el cuerpo a salvo
de tu vista, los perros, los insectos,
las aguas exageradas del verano,
y que una momia ya olvidada asome
con lo que fue su boca abierta en grito.
Piel reseca,
huevo abollado el cráneo y dientes blancos:
tu mascota.
Su bestialidad coagulada como hígado,
pelo vuelto raíz, uñas inútiles.
detalles -casi piezas- arbitrarios cual signos
y tu sentido despierto, juntándolos,
hilándote una idea
lógica como un sweater de lana:
así lo vivo,
no se integra a la tierra dignamente,
descomponiendo lento tal si se resistiera
a la disolución, la pestilencia,
y lo que tarda es esto, tiempo menos,
o más,
es el proceso.
Remueves los rasguños en la madera descascarada,
los flujos y la sangre, los chillidos,
el hedor en el piso, la agonía,
todo lo que la cal puede cubrir y curar
como a una enfermedad infecciosa.
Trabajas.
Las raíces continúan reteniendo la casa.
El girasol retuerce
toda su vida el cuello,
persiguiendo la luz, hasta partirse.
II
El vapor no es inocuo, arde
agrio, espeso,
ocupa los pulmones, los rellena
de especias y de grasa,
metal y agua,
de un sueño comatoso y forzado.
En el sueño camino sobre una cebolla gigantesca,
perfectamente redonda,
arrastro los zapatos como piedras
despellejándola,
por si se viera el núcleo,
por si llegara al fondo, al motivo del sueño.
Creo que es esta la razón por la cual el planeta
gira alrededor de su eje,
esta la causa por la que se detiene:
el efecto de un éxodo constante
de transeúntes con rumbos diferentes.
Pertenezco a un grupo que se ha cruzado con el tuyo,
íbamos al extremo, al frío
-siempre se va hacia el frío sin saberlo-
nos mezclamos aniquilados por el hambre;
en ese grupo yo era responsable por algo,
un principio básico, sin discurso.
Ya no lo recuerdo.
Eso es ahora el zócalo de mi vida,
la reflexión de un acto ordinario,
de una tarea común que no necesita ser pensada.
Despierto en la claridad cegadora de un cuarto.
Allí mis ojos son heridas frescas
abrasadas por el vapor.
La leche hierve,
se desborda, corre por el suelo, hambrienta,
buscando quemar.
Y se despeña por los escalones hacia el jardín
donde los girasoles te observan
enterrar un cadáver
y llega a la tierra y el suelo se la bebe
-no llegas a sentirla-
mientras sacudes el fango de tus rodillas.
Y sé que piensas en la bondad del agua tibia,
en la caricia del jabón
y en el sueño profundo.
Balbriggan, arenas de febrero
Mucho tiempo y la arena es negra todavía,
la recuerdas, la escoges; una apuesta
segura y sin necesidad de fe,
para acercarte al agua con algo en la cabeza: cosas
que no se aprenden a decir de ninguna manera.
Te decían que aquí, si alguien camina lo suficiente
en cualquier dirección,
tropezará inevitablemente con el mar,
te decían que si andas
por más de cuatro días,
su visión puede golpearte en cualquier momento
como un aletazo en la cara.
Lo veo con mi ojo.
mi ojo es casi eléctrico,
no puede captar nada a veces
que no sea estática o colores.
Temo que todo se congele
y no me atrevo a moverme, si diera
un sólo paso adonde sea
me mojaría hasta las rodillas.
Pides la ayuda de una amiga,
me enseñas el mar, el horizonte sin un pájaro,
un muro restaurado, una torre,
un mapa de detalles, cáscaras de una fruta;
te pregunté si tenía alguna lógica el paisaje,
mencionaste unas palabras,
las dibujaste. Pensé que sí, que eso
querían decir después de todo
cuando contaban que con paso irregular o constante
hacia el noreste, por toda la carretera de Balbriggan,
se llegaba al mar irremediablemente.
Que era a lo único a lo que se llegaba.
En autobús por Hammerfest
No creo en la boca,
es la madre de viajes sin propósito.
Igual a si alcanzara, con mostrarnos los puntos
de posición y de destino,
a marcar otro punto tangible de llegada,
enrollado en la fe
de palabras como taladros eléctricos
hechos para atravesar el silencio.
He pensado en hablar cuánto sucede,
describir las torpezas individuales,
las públicas,
el ejemplo nítido de manos ofreciendo
implementos de diálogo renuente
(un papel, un bolígrafo)
en complejo proceso cerebral,
pero me he contentado con el desplazamiento,
con la luz del farol de un auto
que trae arrastrándose a mi muerte
dichas ya treinta y nueve palabras,
cuando me enamoraba del acto de no decir nada.
Pensar la causa de una conversación
es abrir un conejo despierto
con una cuchilla para lápices.
Quisiera escribirlo todo,
sólo porque escribir es también un género de silencio.
Las ruedas dan con piedras continuamente.
Me pregunto para qué sirve que todo esté oscuro allá afuera.