Luna sobre la laguna de San Juan
El mar
a Raúl Garduño
“Conduce el mar un carruaje de pájaros
la mujer desnuda mira desde el puerto
la embarcación ardiente
a la luz de la luna se construyen las islas
martillos suenan como la frialdad
como el aviso de la resurrección”.
Raúl Garduño.
Siempre hablabas del mar
a veces
hace tiempo,
no existe el mar,
no existe siempre.
Sobrevive la espuma
como una mancha azul,
indiferente.
Los pájaros perdieron su carruaje
la luna como un cirio
ilumina tus islas
y todo cambia
y nosotros,
los que permanecemos,
no tenemos
sino la arena, el faro
y en los ojos la sal.
La muerta
“El día en que te mueras te enterraré desnuda,
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas…”
Roque Dalton
Heme aquí,
desnuda,
s ó l o l u z
y o l v i d o,
espasmos
que se vienen
como ondas de frío.
Heme aquí desnuda,
sobre la misma cama
de tu encuentro,
noche tras
noche,
en el mismo
ataúd en que me colocaste.
Mi cuerpo es un puñado
de hojas secas que beben
del recuerdo dormido
de tus manos
sobre los límites
de mi desnudez
en la promesa eterna
de renacer de nuevo
entre tus piernas.
Seducido
“Comenzó a retirarle
el aderezo brillante de su cuerpo”
Anónimo
Me dijiste:
eres una mujer ardiente
y con tu mano
deslizaste
tu suavidad
hacia mis humedades
Dejaste que yo te quitara
el cinturón y la mezclilla
recién lavada
Tú que no eres mortal
extendiste tu piel
para que te reconociera.
Habitación de hotel
Una habitación mediana es suficiente para el cuerpo…
Bai Juyi
El poeta Bai Juyi
de la dinastía Tang
solía no conservar los poemas
que no eran comprendidos
plenamente por su sirvienta.
Nació humilde,
pero llegó a recibir
un sueldo de funcionario.
Supo aceptar el mundo,
disfrutar de su soledad,
del paisaje, de la poesía de otros
y respetó a sus maestros.
Supo observar con distinta mirada
el mismo paisaje
y deseó retirarse a los cuarenta años.
Supo que no bastan
trescientas o tres mil
mujeres bellas en un palacio,
cuando los estanques
no reflejan más las mariposas
en los cabellos de Anillo de Jade.
Supo que nunca habrá el tiempo
suficiente para leer todos los libros
que alguna vez tenemos.
Nunca sembró un grano de arroz
y supo ser feliz a su manera
y ser tan inmortal
(sin querer serlo),
y llegar desenfadadamente
a nuestro siglo.
Luna sobre la laguna de San Juan
Cerca, poco más o menos,
del primer sueño de la noche,
despertado con un súbito pavor,
vi la gran redondez de la Luna relumbrando
con un resplandor grande,
que a la hora salía de las ondas del mar.
Apuleyo
La luna no se marcha todavía,
Una balsa atraviesa la espléndida laguna.
La luna es fluorescencia iluminada.
La luna es fuego azul que brilla en la distancia.
La luna es el reflejo de tu propia luz,
resplandor luz y luzna en el estanque,
redonda como el mar con un farol,
redonda luminaria de las olas.
El barco trasatlántico comienza a respirar,
se prepara a zarpar con sus silbatos,
con sus capitanes recién bañados,
con sus turistas de boquitas pintadas.
En la luminiscencia de cubierta,
el agua de la piscina en dorado
y leve resplandor bruñido.
La luna es una sorpresa que se asoma.
La luna es un celaje que se rompe,
va dejando la impronta de la noche.
Anuncia a los noctámbulos la llegada
tardía del fuego y esperado día,
mientras la luna llena los espejos,
aún señorea en su inmensidad de aljófar
aperlada e ingenua seducción de nácar,
para los amantes tristes de amor
de luna llena que no los llena nunca.
La luna refleja su espejo plateado
en medio del estanque trasnochado.
Los manglares se reproducen y se duplican
mientras la luna vuela con las aves
y aún señorea en su inmensidad
iluminando los altos y selectos edificios
que se alargan en la transparencia del agua.
Los peces solitarios ahora nadan quietos,
el corazón también está triste de quieto
iluminando tu absurdo recuerdo,
hasta que el sol domina poderoso
para borrarlo, así, amor sin más.
San Juan, Puerto Rico, 2019
El último poema de Nueva York
A las familias de todo el mundo
que perdieron seres amados durante la pandemia
A mi hermana Socorro y mis sobrinos
Fernando y Carolina del Carmen
A Fernando Trejo Molina, in memoriam
Esa mañana, luego de recorrer salas y salas de museos, habíamos atravesado los senderos
cetrinos del jardín botánico. Nos procuramos semillas de flores que no nacerán nunca en
otras tierras, postales y carteles de pinturas, objetos, esculturas y cosas de todo lo que un día
se trajo al estuario insaciable de esta ciudad.
El ánfora egoísta de nuestra mirada (como habitantes ingenuos del trópico) se llenó de los
prismas de la tarde, entre los huecos misteriosos de los edificios al surcar las orillas umbrías
de la bahía sordamente lejana, para marcharnos luego hacia otras islas y lugares distantes.
Esa noche regresamos para descansar en un cuarto alquilado, para unas cortas vacaciones en
un barrio popular de la ciudad. Era la primera vez que caminábamos sus calles, que conocíamos
sus cafés bulliciosos y sus bares. La primera ocasión en que gozábamos el hechizo de sus galerías,
sus increíbles y encantadoramente dinámicos museos. Ya tarde, anochecidos de vino tinto y
cansados de los años vividos, caímos rendidos con un vientecillo primaveral del mes de marzo.
Soñamos que nos hubiera gustado vivir ahí. Nadie podía predecir que un año después de ese viaje
relámpago, un año después, exactamente, la ciudad llora sus muertos, día tras día, como tantas
otras ciudades, como tantas otras familias, uno tras otro, uno más, uno tras otro, sin parar.
Retrato de Rosario
Mi corazón no es mi corazón,
es la casa del fuego.
Rosario Castellanos
Apareces de pronto en un día soleado, de joven,
en un día de silencios y amaneceres confinados.
Tu foto en blanco y negro, un poco sepia, nos observa.
Una foto que guardé en la gaveta muchos años,
obsequio de mi padre, me sale, últimamente,
en encuentros fortuitos, imprevistos, a cada rato.
En la imagen luces tranquila, con las manos enlazadas,
con el cabello recogido, oculto tras una pañoleta.
Recién llegada, esperada por todos los que querían
escuchar tu manera de ser ritmo y significarte;
de reconocerte como las ramas de los helechos
del largo corredor de la casona antigua.
En la foto sonríes y miras fijamente al fotógrafo,
quizás emocionada por la apacible lectura
que acababas de tener, curiosamente, en Tuxtla.
No estás en Comitán como algunos podrían suponer,
estás aquí, porque aquí, precisamente, reverdecía la poesía.
En la foto no se percibe, pero acabas de leer algunos poemas.
Delante de ti, en cuclillas, tu amigo Guillermo,
un joven periodista de ojos tristes y grandes,
quizás enamorado de ti, un hombre provinciano,
un hombre apuesto, un hombre que quizás
te hubiese admirado en silencio,
sin interrumpirte, mientras trabajabas
sobre la máquina de escribir o la libreta de apuntes
(de haberte dado la posibilidad de seguir
mirándolo mientras te escuchaba leer esos poemas
tan solemnes, tan poco juveniles, minutos antes).
Un hombre al que podías haber odiado algo,
para luego también poder amarlo un poco
(de no haber roto la alianza de manos temblorosas,
manos que se saludan y se poseen levemente,
manos que podrían haber fusionado los hados).
En la foto está también Armando Duvalier,
el poeta de la costa chiapaneca,
con sus ojos claros y su atuendo de los años cincuenta.
El poeta y cronista Eliseo Mellanes, con su tímida presencia.
Algunos de los que serían más adelante tus colegas del Ateneo.
En la foto apareces en compañía de otros personajes,
esos que siempre asisten a los eventos y se apuntan para la foto
y que jamás pasaron a la historia
ni nadie recordó nunca sus nombres.
He de decirte, si tú quieres oírlo, que nosotros,
en cambio, los que permanecemos
(porque nacimos muchos años después):
no nos hemos olvidado de ti.
No fue necesario que aprendieras a irte;
has estado aquí más que en ninguna parte,
tus poemas, tu manera de mirarte a ti misma
y nombrar lo que nadie supo observar como tú.
Tu modo de escribir en nuestro espacio,
de abrir las puertas de tu pensamiento;
tu manera de darnos morada en tu intelecto;
tu manera sutil de rescatarnos del desastre,
cuando sentimos también que nada ni nadie
se acerca a la orilla de este páramo triste de la vida;
cuando sentimos que nadie viene a rescatarnos
de este océano salvaje de espejismos y palabras inútiles,
de la tierra que pisamos torpemente;
cuando nos duele la casa vacía, los hijos alejados
y el marido en su mundo de hombres y de espejos;
cuando nos duelen los muertos que se anticiparon;
cuando las labores se tornan en lágrimas y cenizas;
cuando nos duelen los árboles y los muros incendiados;
cuando las soledades no pueden compartirse con nadie
porque todos están muertos
y el alarido solitario de la estepa del viento
se acerca más y más en la noche desierta.
Cuando sabemos que ese otro cristal eres tú
que te vuelves tan viva como el silencio de los versos,
como la ausencia floreciente de tu olvido,
en este regreso de aire luminoso que ha sido tu destino.