El hombre que existió
(Versión al español de Lidia Taillefer y Álvaro García)
El hombre que existió
En el campo con nieve va abriendo mi marido
una X, concepto definido ante un vacío;
se aleja hasta que queda
oculto por el bosque.
Cuando ya no lo veo,
en qué se ha convertido
qué otra forma
se mezcla en la
maleza, vacila por los charcos
se esconde de la alerta
presencia de animales de la ciénaga
Volverá
al mediodía; o puede que la idea
que tengo yo de él
sea lo que me encuentre de regreso
y con él amparándose tras ella.
Puede que me transforme a mí también
si llega con los ojos del zorro o los del búho
o con los ocho
ojos de la araña
No puedo imaginarme
qué verá
cuando abra la puerta
Frente a un espejo
Fue como despertarme
después de haber dormido siete años
y encontrarme con una cinta tiesa,
de un negro riguroso
podrido por la tierra y los torrentes
pero en cambio mi piel se endureció
de corteza y raíces como cabellos blancos
Mi heredada cara traje conmigo
una aplastada cáscara de huevo
entre otros desechos:
el plato de loza hecho añicos
en el sendero del bosque, el chal
de la India destrozado, fragmentos de cartas
y el sol de aquí me ha impreso
su bárbaro color
Se me han puesto rígidas las manos, los dedos
quebradizos como ramas
y los ojos perplejos después de
siete años, y casi
ciegos/brotes, que sólo ven
el viento
la boca que se abre
y se agrieta como una roca al fuego
al intentar decir
Qué es esto
(sólo hallas
la forma que ya eres,
pero qué
si has olvidado ya en qué consistía
o descubres que
nunca lo has sabido)
La muerte de un hijo ahogado
(Segundo diario: 1840-1871)
Él, que llegó con éxito tras navegar el río peligroso
de su venida al mundo,
se ha vuelto a ir
a un viaje de descubridor
por este territorio en el que yo he vagado
sin llegar a tocarlo, a hacerlo mío.
Sus pies se resbalaron de la orilla,
y a él se lo llevaron las corrientes;
lo arrastró la crecida entre hielos y árboles
y se ha perdido en un lugar lejano,
la cabeza como una batisfera;
miró con las pequeñas burbujas de sus ojos
como un aventurero temerario
por un paisaje más raro que Urano
que todos conocemos y que algunos recuerdan.
Fue un accidente; se quedó sin aire
y, como un corazón, cayó en el río.
El cuerpo, que era seña
de mis planes y mapas del futuro,
lo sacaron del fondo con ganchos y con palos
entre los troncos que al flotar chocaban.
Era la primavera, el sol aún brillaba
y la hierba incipiente ganaba solidez;
la claridad alumbraba los surcos de las manos.
Estaba fatigada por las olas de aquel largo viaje.
Pisé la tierra firme. Las velas de aquel sueño
se vinieron abajo, destrozadas.
En esta tierra él
es mi bandera.
Luna nueva
La oscuridad espera aparte desde cualquier ocasión que surja;
como la pena, siempre está disponible.
Ésta es sólo un modelo,
el modelo en el que hay estrellas
sobre las hojas, brillantes como clavos de acero
e incontables y sin que se las haga caso.
Caminamos juntos
sobre hojas muertas
húmedas en la luna nueva
entre las rocas nocturnas amenazadoras
que serían de un gris rosado
a la luz del día, roídas y suavizadas
por el musgo y los helechos, que serían verdes
en el olor mohoso a levadura fresca
de árboles que enraízan, la tierra devuelve
lo mismo a lo mismo,
y cojo tu mano, que tiene el aspecto que tendría
una mano si de veras existieras.
Deseo mostrarte la oscuridad
que tanto temes.
Confía en mí. Esta oscuridad
es un lugar al que puedes entrar y sentirte
tan seguro como en cualquier otra parte;
puedes poner un pie delante del otro
y creer a los lados de tus ojos.
Memorízalo. Lo sabrás
de nuevo cuando te corresponda.
Cuando la apariencia de las cosas te haya abandonado,
todavía tendrás esta oscuridad.
Algo propio que puedes llevar contigo.
Hemos llegado al borde:
el lago entrega su silencio;
en la noche exterior hay un búho
cantando, como una polilla
en la oreja, desde la costa lejana
que es invisible.
El lago, vasto y sin dimensiones,
repite todo, las estrellas,
las piedras, a sí mismo, incluso la oscuridad
en la que puedes caminar
hasta que se convierta en luz.
Otros posibles pensamientos desde debajo de la tierra
Abajo. Enterrada. Puedo oír
risas leves y pasos; la estridencia
del cristal y el acero
los invasores de quienes tenían
el bosque por refugio
y el fuego por terror y algo sagrado
los herederos, los que levantaron
frágiles estructuras.
Mi corazón enterrado por décadas
de pensamientos anteriores, reza todavía
Ah derriba este orgullo de cristal, babilonia
cimentada sin fuego, a través del subsuelo
reza a mi inexpresivo fósil Dios.
Pero se quedan. Extinguida. Siento
desprecio y, sin embargo, pena: lo que los huesos
de los grandes reptiles
desintegrados por algo
(digamos por el
clima) fuera del ámbito
que su simple sentido
de lo que era bueno les trazaba
sentían cuando eran
perseguidos, enterrada entre los suaves inmorales
insensibles mamíferos deshechos.
Retrospectivas de la guerra de 1837
Una de las
cosas que descubrí
en ella, y desde entonces:
que la historia (esa lista
de deseos inflados y de golpes de suerte,
contratiempos, caídas y errores que se ciñen
como paracaídas)
se te lía en la mente
por un lado, y por otro se deslía
que esta guerra estará pronto entre esas
diminutas figuras ancestrales
que se te nublan y se te diluyen
por la parte de atrás de la cabeza,
confundidas, inquietas, inseguras
de qué hacen ahí
y que de vez en cuando asoman con un rostro
idiota y unas manos de racimo de plátanos;
con banderas,
con armas, adentrándose entre árboles
trazo marrón y garabato verde
o, en el dibujo a lápiz gris intenso
de una fortaleza, se esconden disparándose
unos a otros, humo y rojo fuego
que en la mano de un niño se hacen realidad.
-Margaret Atwood
Versión de Lidia Taillefer y Álvaro García
Pre-textos/ Poesía 1991