Manuel Orestes Nieto

Nadie llegará mañana

 

 

 

Nadie llegará mañana
(2003)
Fragmentos

 

i.

Mañana de ámbar

 

1.

 

¿Viven aún en ti

las gruesas gotas de los aguaceros de zinc

de esta ciudad en octubre?

 

¿O es que aquellas lluvias

fueron el naufragio gris de una memoria baldía,

un cristal herido por el limo,

una calle enroscada en las sombras?

 

¿Dónde estará la mañana de ámbar

y su luz que, al partir,

no esperó por mí?

 

 

32.

 

De pie, en este terreno baldío,

entre la yerba y el polvo ocre,

siento que he perdido el rastro,

que secuestraron la luz,

el impulso,

el cincel que nos hizo

y el aire

que respirábamos a bocanadas

y que fue toda nuestra libertad.

 

 

33.

 

Otra multitud fue ocupando nuestro lugar,

más pobre aún, más silente;

no me reconocen

ni los reconozco,

aunque hayamos vivido en las mismas casas,

en la misma calle

y dormido en las mismas noches.

Es lo más parecido

a un extranjero que visita por curiosidad

un barrio esquinado

y con las vigas rotas.

 

 

34.

 

¿Importará al mundo

que este sitio,

como la escama desprendida de un pez,

se haya extraviado

en la convulsa colisión de los años?

 

¿Será así como se pierde el hogar,

las ciudades, el país?

 

¿Emboscados en las indolencias,

entre fiebres y desvaríos,

sepultados en el polvo

de las mezquindades?

 

 

35.

 

Fue, a pesar de todo, la maravilla.

 

Tan grande como un continente,

como un corazón deslumbrante;

el lugar originario,

el recuerdo más antiguo,

el territorio único

donde pudo pastar a sus anchas

la inocencia.

 

Y, sobre todo,

una especie de patria diminuta,

concentrada en la humedad,

con la raíz en el cemento

y en el magma ardiente

de un tiempo irrepetible.

 

 

 

 

El deslumbrante mar que nos hizo
(2012)
Fragmentos

 

En el deslumbrante mar

que nos hizo;

en la evaporación que se levanta

en la túnica plateada de las olas,

en las aguas tibias

donde los cardúmenes nadan

en una estelar sincronía

dentro de nuestro corazón,

en la angostura

donde se pulen las piedras

en el vaivén de los siglos

y emergen las aguamarinas,

tallamos el memorial de este océano salobre

y de los que supieron empinarse

hasta alcanzar la resonancia del amor

y el crepitar del coraje.

 

 

En la delgadez

donde se juntaron las aguas,

en lo más estrecho,

en el atajo de los mares,

está el primigenio poblado de pescadores,

el árbol de tronco esbelto y cenizo

con raíces de miel y sal,

el pez acrisolado,

la mariposa frágil y ultravioleta,

los aposentos de las mantarrayas,

la ensenada mágica

con sus recodos de sílice y conchanácar,

y la portentosa claridad del mediodía

encandilando nuestras almas

inundadas por el abrazador océano.

 

 

Habité la ola

y la almeja,

la palma y el aluvión,

el risco y la barrera coralina.

Viví en esta tierra inseparable del mar;

en la delicada costura

de hilos de plata y fragmentos de luz,

en la hora asombrosa de la alta marea,

en la tórrida humedad,

en el silbido lila del viento

y en el anchuroso ramaje de los guayacanes.

 

 

Entre el viento y el sopor

está mi patria;

entre el cielo y el agua

está mi hogar;

entre la tierra y el océano

mi enorme,

inmensurable y amado país.

 

 

Hemos tenido el privilegio del olor salobre

de los acantilados y los arrecifes,

de los cardúmenes azulados

y del interior del océano indeleble,

como un regalo de los dioses

que aún reinan

en los archipiélagos de níquel y cristal.

 

Los dioses del resplandor

y el relámpago,

los dioses de las aguas,

los esbeltos dioses

de la transparencia de nuestro mar;

los dioses inmaculados

que esculpieron las medusas y las ballenas,

el caparazón del molusco,

los tentáculos del pulpo

y las catedrales níveas

del fondo del mar.

 

Los dioses que vienen a reunirse

en el inicio de las cóncavas noches

del invierno

para encender las estrellas

que alumbran el mágico océano

que nos envuelve.

 

 

Hasta el último atardecer naranja,

otearemos la inmensidad marina,

y la pureza del aire salobre.

 

Arrojamos al mar la vieja botella de los deseos,

agradecimos a las aguas

que nos trajeron la dicha,

la fe,

las vírgenes sacrosantas,

los milagrosos Cristos de ébano,

y una constelación de arcángeles santificados.

 

Fue un aluvión

que inundó de himnos y alabanzas

las iglesias y las casas

de todos los pueblos conocidos.

 

Ofrendamos la canasta de jazmines

por los que nos dieron la vida

y por las bienaventuranzas.

 

Pedimos a las olas que naveguemos

con el viento a favor

y que el mal caiga destrozado

en el abismo;

que la luna ilumine el sendero acuático

y que no haya aturdimientos

ni egoísmos

ni rescoldos enconados

en nuestras almas.

 

 

Agua

y más allá también agua.

 

Un mar que tienta y hechiza,

que nos habla al oído

y nos cuenta del desvarío de los otros hombres,

de sus inventos alucinados,

de sus impotentes historias

sobre las ignotas lejanías del Mar Océano,

terrible y desconocido,

con voraces monstruos y olas descomunales,

ogros marinos y abismos

de los cuales no se regresa nunca.

 

Pero para nosotros fue siempre

la limpia estancia,

el plato de cuarzo

al que siempre fuimos

cuando nos llamó.

 

Tarde o temprano llega

la hora de echar anclas

y no volver a la mar.

 

Las manos se desgastan,

y la alegría parte con el último crepúsculo.

 

Una sola es la barca que nos lleva,

uno sólo es el navío de la vida y la muerte,

uno sólo es el océano y sus misterios.

 

 

Aquí fuimos gestados,

en la placenta de las espumas

y las mareas.

 

Aquí nos recordarán

los que aún están por arribar;

los que vendrán despacio,

sin prisa y en la edad justa;

los que reanimarán

otra vez todos los fuegos

y tendrán la sangre dulce

y el sol de ámbar bordado en sus pupilas.

Los que serán mejores de lo que fuimos,

y sabrán perdonar;

los que nunca matarán

ni envilecerán;

los prometidos por el cielo,

para quienes cuidamos como mejor pudimos

este rincón querido.

Los inmortales de las edades por venir,

que reaparecerán en la línea del horizonte

que tanto escudriñamos

y que tanto nos provocó soñar.

 

 

 

 

Ardor en la memoria
(2008)

 

2.

AQUEL PAÍS EN SU MEMORIA

 

Ella me hablaba del lugar donde nació,

caliente, húmedo y fluvial,

como quien cuenta el naufragio de un país.

 

Al oírle, daba la impresión de que esa patria selvática,

que describía hasta en los sonidos de las aves

y el temor a las jaurías de animales de ojos violáceos,

quedaba demasiado lejos.

 

Sus historias quedaban truncas,

abatidas por un silencio ardiente y melancólico,

hijo de una lejanía.

 

Siempre sentí temor cuando repetía

que los huracanes aparecían de pronto

como gigantes sin rumbo que todo lo arrasaban.

 

Pero me contaba de su país de montañas

desde donde se miraban dos mares a la vez,

página a página,

rugido a rugido,

como los vientos abruptos y los aguajes

que cuarteaban las orillas de los esteros.

 

Cuando la lluvia nos encerraba en casa

y no podíamos salir,

le pedía que me dijera cómo era aquel lugar

de árboles tan altos como el cielo

y de escarabajos de color lapislázuli.

 

Y, entonces, su país era una bruma alegre en sus ojos.

 

Su inolvidable país donde el sol era una fiesta roja

que teñía el océano,

manojos de sal y espuma en las noches fosforescentes

donde las estrellas fugaces se contaban por cientos.

 

El país que a fuerza de remembranzas

permaneció inalterable en su corazón de cristal

y en su memoria fresca

y que, de cuando en cuando, abría

para verlo flotar en un mar de lágrimas.

 

 

7.

EL SUEÑO INEFABLE

 

Día a día

-por ochenta y siete años-

ella fue un instante calcinado de felicidad

por la luz de un inefable sueño

que no pudo cumplirse.

 

El intento de todo lo que fundamos

contra las tempestades,

las conjuras para detener las sombras,

las mareas rojas del dolor,

la dicha triturada por las postergaciones.

 

Y también, ella fue la centella más brillante,

la luz de plata

de un cuarzo cuajado y limpio,

el árbol frondoso y su cúspide de oro,

donde aún se posan las quimeras

como bandadas de aves

que viajan desde los confines azulados

y que vuelven cada invierno

a descansar después de sus hazañas.

 

 

8.

OLOR A ALCANFOR

 

¿Quién fuiste, realmente,

Baldomera Espinosa, viuda de Muñoz?

 

¿La abuela descalza que llegó desde la selva?

¿La mirada fija de un cóndor?

¿La sombra que deambulaba

por entre los cuartos en la madrugada?

 

¿Un olor a alcanfor y a inciensos?

¿Una vela, un vaso de agua,

cuatro centavos?

 

¿La magia de tus manos en alcohol

para conjurar la fiebre?

 

¿La que presentía las duras desgracias?

¿La que lloraba a solas?

 

¿Quién fuiste, abuela?

¿Una mariposa grabada en el aire,

un largo viaje por las arterias rosadas del tiempo,

la resonancia sin igual de un caracol esmaltado,

una hoja de sábila,

la canela olorosa de tu piel,

tus manos ásperas y tiernas,

una lágrima redonda como los recuerdos

o, acaso, esta indescriptible desolación

al verte ahora,

como un colibrí que cae vencido entre mis manos,

y atravesado, sin razón,

por una brutal espada?

 

 

9.

MEDIODÍA SIN ADIÓS

 

Si alguna vez te preguntan por el dolor,

si alguna vez te preguntan por la dureza de la ausencia,

diles que en el centro del mediodía,

en este hospital público,

en este cuarto blanco y en este sopor,

ya vencida,

con las caderas rotas,

disgustada y con rabia,

hablando en la lengua de sus ancestros,

chorreando goterones de sudor por las manos,

y con la frente acerada,

ella te miró por última vez desde la vida que se le iba,

y al cruzar a la muerte,

volvió a mirarte desde el maldito frío

de los que parten sin decir una palabra.

 

Manuel Orestes Nieto (Panamá, 1951). Licenciado en Filosofía e Historia por la Universidad Santa María La Antigua de Panamá.  Embajador de Panamá en Cuba, ... LEER MÁS DEL AUTOR