Eros y otros textos
Safo a Cleis
Me amo en ti
y
en tu figura,
me miro,
transformada
con la forma de mi sueño.
Al acariciarte
es mi reflejo
el que acaricio
narciso
en el espejo de tu cuerpo.
Me miro, as?
toda yo
vuelta carne tuya,
belleza que amo,
seda que acaricio
en tus mejillas.
Sabor de tu piel
en la blanca corola
de tus senos
y en la oscura y dulce fruta
de tu sexo.
Lenta y deleitosa
te recorro
con mis dedos
más sabios en formas
que los de Fidias,
y vuelvo
un cinturón de oro
mis brazos en torno
a tu cintura,
mientras
ávidas
mis piernas
-como lianas-
se enredan en las tuyas
al tiempo que no hay límite
entre tu boca y la mía.
¿Tú o yo?
¿Cuál soy?
¿o cuál tú eres?
Fundidas en el placer
todo se borra,
y sobre el lecho, entre
los deshojados jacintos
de las rotas guirnaldas
-con que nos adornamos
para el íntimo festejo-
solos?
que soy llama
encendida en tu aliento.
Enajenada en ti
sin tiempo
y sin fronteras.
Perdido el borde
de mi cuerpo,
en las oscuras aguas
del orgasmo,
me entrego hasta morir
en tu belleza.
Dido a Virgilio
A Isabel Garma
Habías de venir, tú,
Virgilio,
fabulador poeta,
orgulloso romano,
a saltarte tres siglos
entre Troya mi reino,
para hacer que Eneas
naufragara en mi playa
e inventar ese amor
desdichado
que adorna tu Eneida.
Mentirosa historia,
lazo con que quisiste
unir al linaje de Venus
al vanaidoso Augusto
-tu Mecenas-
siete siglos después
cuando ya mi Cartago
yacía en cenizas.
Falsedad épica de poeta
ebrio de fama y aplauso,
fue cambiar mi bello gesto
de fiel reina suicida
que se arroja
a las llamas
para conservar intacto
su nupcial juramento,
por ese otro romántico
de tu inventada Dido,
que se mata en la hoguera,
loca de pasión y celos,
por el desprecio de Eneas.
Con eso, Virgilio,
no sólo me difamaste
por milenios,
sino que, además, heriste
a mi raza y a mi pueblo.
Sin embargo, poeta,
te perdono,
porque reconozco que,
pese a tantos inventos,
te debo
esa doble inmortalidad
que -a mi nombre-
dieron tus versos.
Sísifo poeta
A Dina Posada
Acezante
hacia arriba
olvidado del tiempo
arrastrando
pétrea carga de palabras
que me impulsan
hacia el abismo
caigo
en el aterrador
blanco vacío
de la página.
Para volver a empezar
el suplicio
de buscar en la cumbre
el inalcanzable
aire intacto
de lo nunca
antes dicho.
Acezante subo
pero me arrastra
el cargamento
de oscuras palabras
duras y frías
pesadas como piedras.
Ansioso de alas
que no puedo hacer crecer
en mi espalda
me resigno
y regreso
al principio agotador
del primer verso
o de la página vacía.
Sangrante
frustrado en el ascenso
sin lograr vencer
el peso
lastre de siglos
virginidad imposible
retomo mi carga:
tortura eterna
de lo inconcluso.
Eros
Y…
quedaste únicamente tú,
implacable Amor,
cuando Dios se desmoronó
en mis manos
carcomido de silencio
e inalcanzable altura.
Tú y tu dulzor terrible.
Solos y únicos
a la hora pavorosa
de la cuenta estricta,
cuando todo se nos vuelve
mínimo y sin peso,
infinitamente oscuro.
Tú, Dios total,
poderoso y absoluto,
en el sitio preciso de la Nada;
sobre el desolado
territorio del alma,
entre cadáveres
de arcángeles tristes,
soñadores de intacto
fulgor de estrellas.
Tú ¡íngrimamente!
en el enorme vacío
sin palabras,
Y, aunque sólo seas
relámpago efímero,
salto voraz
sobre otro cuerpo
que hacemos
transitoriamente nuestro;
urgidos de anular el límite
de nuestra piel
y naufragar en otra
como en un mar
de oscuros éxtasis.
Tú y tu fugaz olvido
sobre la compartida almohada,
entre la tibia intimidad
de las sábanas,
bajo la noche espesa
de preguntas.
Tú, Rojo Dios,
que haces arder
carne, uñas, cabellos, dientes,
y…hasta el duro
glaciar
del corazón cansado
de triturar alas rotas
y el esqueleto amargo
de los sueños.
Edipo
A Johanna Godoy
Cegué mis ojos, Yocasta,
para no ver
otra cosa que a ti,
amada y retenida
en mis pupilas.
Para contemplarte siempre
irremplazable.
Mía, en otra realidad
mejor que la verdad
destrozadora del sueño.
Cegué mis ojos, Yocasta,
para sentirte viva,
acariciándome en el aire
que roza mis mejilla y
se enreda en mi cabello,
como si fueran tus manos.
Nada me importa
no ver más la flor
ni el cielo azul
ni la luna y las estrellas
ni las ciudades bulliciosas
ni los rostros de mis hijos
si puedo verte fija
imagen permanente,
que no borra ninguna otra.
Entre la densa noche
de mis ojos ciegos,
puedo imaginar la luz
por el calor del sol
que cae
sobre mi piel que te añora,
y que sueña
que, en su ardiente contacto,
la besan tus labios.
Cegué mis ojos, Yocasta,
para eternizarte en ellos.
Amor
¡al que no renuncio
aunque tenga el Hades
por castigo!