Luz Méndez de la Vega

Eros y otros textos

 

 

 

 

Safo a Cleis

 

Me amo en ti

y

en tu figura,

me miro,

transformada

con la forma de mi sueño.

 

Al acariciarte

es mi reflejo

el que acaricio

narciso

en el espejo de tu cuerpo.

 

Me miro, as?

toda yo

vuelta carne tuya,

belleza que amo,

seda que acaricio

en tus mejillas.

Sabor de tu piel

en la blanca corola

de tus senos

y en la oscura y dulce fruta

de tu sexo.

 

Lenta y deleitosa

te recorro

con mis dedos

más sabios en formas

que los de Fidias,

y vuelvo

un cinturón de oro

mis brazos en torno

a tu cintura,

mientras

ávidas

mis piernas

-como lianas-

se enredan en las tuyas

al tiempo que no hay límite

entre tu boca y la mía.

 

¿Tú o yo?

¿Cuál soy?

¿o cuál tú eres?

 

Fundidas en el placer

todo se borra,

y sobre el lecho, entre

los deshojados jacintos

de las rotas guirnaldas

-con que nos adornamos

para el íntimo festejo-

solos?

que soy llama

encendida en tu aliento.

 

Enajenada en ti

sin tiempo

y sin fronteras.

Perdido el borde

de mi cuerpo,

en las oscuras aguas

del orgasmo,

me entrego hasta morir

en tu belleza.

 

 

 

Dido a Virgilio

A Isabel Garma

Habías de venir, tú,

Virgilio,

fabulador poeta,

orgulloso romano,

a saltarte tres siglos

entre Troya mi reino,

para hacer que Eneas

naufragara en mi playa

e inventar ese amor

desdichado

que adorna tu Eneida.

 

Mentirosa historia,

lazo con que quisiste

unir al linaje de Venus

al vanaidoso Augusto

-tu Mecenas-

siete siglos después

cuando ya mi Cartago

yacía en cenizas.

 

Falsedad épica de poeta

ebrio de fama y aplauso,

fue cambiar mi bello gesto

de fiel reina suicida

que se arroja

a las llamas

para conservar intacto

su nupcial juramento,

por ese otro romántico

de tu inventada Dido,

que se mata en la hoguera,

loca de pasión y celos,

por el desprecio de Eneas.

 

Con eso, Virgilio,

no sólo me difamaste

por milenios,

sino que, además, heriste

a mi raza y a mi pueblo.

 

Sin embargo, poeta,

te perdono,

porque reconozco que,

pese a tantos inventos,

te debo

esa doble inmortalidad

que -a mi nombre-

dieron tus versos.

 

 

  

Sísifo poeta

A Dina Posada

Acezante

hacia arriba

olvidado del tiempo

arrastrando

pétrea carga de palabras

que me impulsan

hacia el abismo

caigo

en el aterrador

blanco vacío

de la página.

 

Para volver a empezar

el suplicio

de buscar en la cumbre

el inalcanzable

aire intacto

de lo nunca

antes dicho.

 

Acezante subo

pero me arrastra

el cargamento

de oscuras palabras

duras y frías

pesadas como piedras.

 

Ansioso de alas

que no puedo hacer crecer

en mi espalda

me resigno

y regreso

al principio agotador

del primer verso

o de la página vacía.

 

Sangrante

frustrado en el ascenso

sin lograr vencer

el peso

lastre de siglos

virginidad imposible

retomo mi carga:

tortura eterna

de lo inconcluso.

 

 

  

Eros

 

Y…

quedaste únicamente tú,

implacable Amor,

cuando Dios se desmoronó

en mis manos

carcomido de silencio

e inalcanzable altura.

 

Tú y tu dulzor terrible.

Solos y únicos

a la hora pavorosa

de la cuenta estricta,

cuando todo se nos vuelve

mínimo y sin peso,

infinitamente oscuro.

 

Tú, Dios total,

poderoso y absoluto,

en el sitio preciso de la Nada;

sobre el desolado

territorio del alma,

entre cadáveres

de arcángeles tristes,

soñadores de intacto

fulgor de estrellas.

 

Tú ¡íngrimamente!

en el enorme vacío

sin palabras,

Y, aunque sólo seas

relámpago efímero,

salto voraz

sobre otro cuerpo

que hacemos

transitoriamente nuestro;

urgidos de anular el límite

de nuestra piel

y naufragar en otra

como en un mar

de oscuros éxtasis.

 

Tú y tu fugaz olvido

sobre la compartida almohada,

entre la tibia intimidad

de las sábanas,

bajo la noche espesa

de preguntas.

Tú, Rojo Dios,

que haces arder

carne, uñas, cabellos, dientes,

 

y…hasta el duro

glaciar

del corazón cansado

de triturar alas rotas

y el esqueleto amargo

de los sueños.

 

 

 

Edipo

A Johanna Godoy

Cegué mis ojos, Yocasta,

para no ver

otra cosa que a ti,

amada y retenida

en mis pupilas.

Para contemplarte siempre

irremplazable.

Mía, en otra realidad

mejor que la verdad

destrozadora del sueño.

 

Cegué mis ojos, Yocasta,

para sentirte viva,

acariciándome en el aire

que roza mis mejilla y

se enreda en mi cabello,

como si fueran tus manos.

 

Nada me importa

no ver más la flor

ni el cielo azul

ni la luna y las estrellas

ni las ciudades bulliciosas

ni los rostros de mis hijos

si puedo verte fija

imagen permanente,

que no borra ninguna otra.

 

Entre la densa noche

de mis ojos ciegos,

puedo imaginar la luz

por el calor del sol

que cae

sobre mi piel que te añora,

y que sueña

que, en su ardiente contacto,

la besan tus labios.

 

Cegué mis ojos, Yocasta,

para eternizarte en ellos.

Amor

¡al que no renuncio

aunque tenga el Hades

por castigo!

Luz Méndez de la Vega (Retalhuleu, Guatemala, 2 de septiembre 1919 – Guatemala, 8 de marzo 2012) fue una escritora, actriz, poeta y periodista guatemalteca. M ... LEER MÁS DEL AUTOR