Una poética de la indagación
Por Osvaldo Gallone*
II – EL OFICIO IMPOSIBLE
Pitágoras señaló que son, al menos, tres las variantes que puede ofrecer la palabra: la simple, la jeroglífica y la simbólica; o expresado de otra manera: aquella que expresa, aquella que oculta, y aquella que significa. Curtius recuerda que Alain de Lille, en el prólogo al Anticlaudianus (su tratado de moral escrito entre 1181 y 1184) afirma que se pueden discernir en toda obra tres niveles a fin de acceder a su sentido: el sentido literal, para los principiantes; el moral, que abordan los lectores más avanzados; y el alegórico, reservado para los espíritus con más amplia formación (Ernst Robert Curtius, ob. cit., tomo I, p. 295). Tales hipótesis, huelga aclarar, a despecho de que estén separadas por siglos de diferencia, se desenvuelven sobre un supuesto compartido: la palabra dice aquello que dice, la palabra se da a entender por el mero peso de su enunciación, sea ésta literal o alegórica. Fue al franciscano Guillermo de Occam (1287-1347) a quien le cupo el privilegio de demoler la autoridad del realismo escolástico y erigirse, de tal manera, en uno de los representantes más insignes del nominalismo, corriente filosófica que, con sus más y sus menos, llegará hasta nuestros días y en cuyas aguas nunca se dejará de poner en cuestión los alcances de la palabra. Ya el Pseudo Dionisio en su breve pero sustantiva Teología mística, de incierta fecha, afirmaba “(…)… cuando ascendemos de lo inferior a lo trascendente y a medida que nos vamos acercando al punto culminante, el caudal de nuestras palabras se reduce, hasta llegar al último término del ascenso en el que nos quedamos enteramente mudos y plenamente unidos a lo Inefable” (BAC, Madrid, 2007, pp. 249-250): las palabras, pues, resultan insuficientes para dar cuenta de los atributos divinos, se reducen a flatus vocis y el sujeto que habla –tal es lo fundamental en el concepto del Pseudo Dionisio- queda apresado entre las mallas de lo Inefable. En su De docta ignorancia (Lautaro, Buenos Aires, 1948, I, 26), Nicolás de Cusa también se remite a Dionisio y en idéntico sentido que aquél: “(…) … el gran Dionisio afirmaba que Dios no era ni verdad, ni inteligencia, ni nada que pueda expresarse con palabras”.
Como señala con lucidez Jaime Rest en su notable El laberinto del universo – Borges y el pensamiento nominalista (Eterna Cadencia, reed., Buenos Aires, 2009), resulta imposible (y desaconsejable) soslayar el íntimo parentesco y la confluencia entre dos movimientos: el florecimiento de la poesía mística (cuyo punto más alto es la obra de san Juan de la Cruz) y el firme avance del nominalismo en la cultura, en tanto que “la poesía permite el uso de las palabras para hablar de otra cosa, para sugerir por medio de enunciados verbales aquello que resulta imposible de denotar; es, a su modo, la única forma de que dispone el hombre para no quedar atrapado en el silencio” (ob. cit., p. 161, el énfasis corresponde al original).
Tan frecuentado y manoseado como el fragmento 49 a de Heráclito es el colofón del único libro de Ludwig Wittgenstein publicado en vida del autor, su Tractatus logico-philosophicus, aparecido en 1921 (Revista de Occidente, Madrid, 1957): “De lo que no se puede hablar, mejor es callar”; un tanto menos citado es el aforismo incluido en el prólogo: “Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar, mejor es guardar silencio.” En carta dirigida a Ludwig von Ficker –escritor y editor de la revista “Der Brenner”, quien tenía intenciones de publicar el Tractatus…-, fechada en 1919, Wittgenstein declara: “Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él, más todo lo que no he escrito. Y esa segunda parte, la no escrita, es realmente la importante. (…). En suma, creo que todo aquello sobre lo que muchos parlotean hoy, yo lo he definido en mi libro permaneciendo en silencio.”
En otra carta, pero ésta de carácter enteramente ficcional, la titulada “Carta de Lord Chandos”, escrita por Hugo von Hofmannsthal, publicada a principios del siglo XX (1902) y dirigida a Francis Bacon se lee: “Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizá, no sólo escribir sino también pensar, no es latín, ni inglés, ni italiano, ni español, sino una lengua de la que no conozco ni una palabra, una lengua en la que me hablan las cosas silenciosas y en la que algún día tal vez deba, desde el fondo de la tumba, justificarme ante un juez desconocido” (citado en Jaime Rest, ob., cit., p. 169).
Y a mayor abundamiento, T. S Eliot en La tierra yerma (I, verso 41) dice: “el corazón de la luz: el silencio”.
En su prólogo al libro Juventud descarriada, del pedagogo August Aichhorn, Sigmund Freud escribe: “Tempranamente había hecho mío el chiste sobre los tres oficios imposibles –que son: educar, curar, gobernar-, aunque me empeñé sumamente en la segunda de esas tareas” (Obras completas, Amorrortu editores, Buenos Aires, tomo XIX, sexta reimpresión, 1996, p. 296).
Probablemente Freud habría podido añadir un cuarto imposible: escribir. Es claro que los tres imposibles por él aludidos guardan estrecha relación con su implícito carácter de interminables: cuándo se termina de educar, de curar, de gobernar; constituyen tareas análogas a la condena impuesta a Sísifo; tal y como sucede con la escritura. En efecto, es lícito concluir que las cuatro letras de la palabra mesa no alcanzan para recubrir ni definir a esa tabla apoyada en cuatro patas sobre cuya superficie el escritor se empeña en su oficio imposible: la escritura.
En Corintios, 13, Pablo se compara con “metal que resuena, o címbalo que retiñe”; se sobreentiende: en silencio. Quien escribe espera, en principio, todo del lenguaje hasta que advierte –para sorpresa primero, para desengaño después, para desesperación por último- que el lenguaje no es un filántropo manirroto, sino un administrador cicatero: concede algo pero se reserva un resto, se ofrece para enmascararse, parece transparente pero está nimbado por una densa opacidad, celebra un interminable connubio con el silencio. Hay libros inconclusos (por fallecimiento o desfallecimiento del autor), y la lista de los mismos sería tan remanida como inagotable: Ser y tiempo, Bouvard et Pécuchet, El idiota de la familia… Pero cabría preguntarse: ¿acaso todos los libros no se hallan en estado de tácita incompletud?, ¿acaso la parte realmente importante de cualesquiera libros no es esa segunda parte que no se ha escrito?, ¿acaso la lengua más idónea para la práctica de la escritura no será aquella de la que Hofmannsthal admite no conocer siquiera una palabra? La letra, de modo inevitable, da cuenta de los límites del escritor y de la escritura: es la inscripción que denota lo que hay y, en el mismo momento, revela cuanto falta, la carencia, la radical imposibilidad. El lenguaje se erige (se da, se ofrece) en una aparente plenitud, pero –como señala Pascal Quignard en un libro titulado harto significativamente El nombre en la punta de la lengua (Interzona, Buenos Aires, 2022, p. 68)- es el lugar “donde falta la palabra” y allí reside su más exquisita paradoja: es una erección atravesada por la impotencia; de allí que la conclusión de Quignard desemboque en una sentencia que se asimila a una aporía: “el silencio es esa erección” (ob., cit., p. 65). En el capítulo titulado “El silencio y el poeta”, incluido en su libro Lenguaje y silencio (Gedisa, Barcelona, 2003, p. 53), George Steiner señala: “(…) la palabra eligió la tosquedad y la flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa.”
La inflexión, el nombre, la palabra que están en la punta de la lengua y que se niegan a ser articulados constituyen una falta que se remite al origen (a Babel, se podría conjeturar, para ser más precisos). En toda obra literaria que merezca el título de tal se desarrolla –como se ha pretendido demostrar en el capítulo precedente- una busca del origen. Hay un origen primordial (el de cada sujeto, el origen enmarcado en esa cópula azarosa que tuvo como resultado nuestro alumbramiento) que no admite ser narrado, una escena que no puede ser traducida en palabras porque es una escena que nos concierne y nos recubre en nuestra totalidad, pero de la que todo ignoramos: en el origen, pues, está la falta, el silencio, la ausencia; y en el desarrollo de la lengua (de la escritura, del habla, de la enunciación), esa falta se multiplica y se ahonda. En el lenguaje hay un núcleo duro, resistente, irreductible, y ese núcleo es la inefabilidad de la lengua: aquello que se desea decir y no se puede, que se anhela escribir y no se escribe, aquello que se queda en la punta de la lengua, vibra en el paladar, pero no se hace palabra.
¿Qué es la escritura sino una práctica sostenida en la esperanza de “la próxima vez”? “Esta vez” (en este libro), el escritor no ha podido atrapar (asir, someter) la palabra imposible, aquella que se ha quedado en la punta de la lengua y en la periferia de la estilográfica. Pero “la próxima vez” (en el próximo libro) podrá lograrlo, aunque sepa y no deje de saber que vive en un estado de próxima vez, de latencia, de ilusoria esperanza. “La próxima vez” es el denuedo y la vigilia, la débil certidumbre y la rigurosa imposibilidad, el acicate y el desasosiego. Por todo ello, se puede arribar a una conclusión tan melancólica como irrebatible (o bien, melancólica por su carácter irrebatible): si Flaubert hubiese estado eximido de la finitud, si hubiera sido agraciado con el discutible beneficio de la eternidad, Bouvard et Pécuchet seguiría siendo un libro incompleto, sin terminar, irremediablemente trunco. Se puede pensar, y acompañar la reflexión con un gesto de indisimulado desencanto, que el escritor es el metal que resuena y el címbalo que retiñe: en incesante pugna con el silencio.
¿Qué elemento o grupo de elementos se conjugan –de manera armoniosa o disruptiva- para que una gran obra literaria se constituya como tal? ¿Qué es lo que distingue a la gran obra o la obra maestra de aquellas que nacen con destino de diligente olvido? Las respuestas, si es que respuestas hay, exceden los propósitos del presente trabajo (y, tal vez, de cualesquiera otros), pero sí se puede conjeturar una presunción: la gran obra es aquella que, entre otras y diversas cosas, se repliega sobre sí misma y se interroga, se pregunta por el sentido y la insuficiencia de la materia con que trata (la lengua), convive con la inefabilidad y se levanta sobre los cimientos de lo no-dicho y de lo que es incapaz de decir. En este aspecto, la obra de Luis Benítez resulta paradigmática. El primer poema de M/BMP, titulado “Lengua muerta”, concluye con las siguientes palabras: “Pero nunca responden las criaturas del sueño / sino en su propia lengua / y ella toda es el sueño”: ya asoma aquí el tema de la inefabilidad: la intraducible lengua del sueño. En “Un nombre”, del mismo libro, se leen dos exhortaciones que relevan de comentario alguno: “oh la innombrable”, “oh innombrable”. En “La elegida”, incluido en B, el poeta enfatiza: “(…) … ten piedad de los verbos que no pueden / contener lo que has sido”, ruego en el que se revela a ojos vista la insuficiencia de la lengua (fragmentaria, sucesiva) para contener (abarcar, aprehender) aquello que resulta lábil por naturaleza: el todo. En un poema posterior del mismo libro, “De las tantas cosas que no puede”, el planteo del nominalismo se desarrolla de manera explícita: “De las tantas cosas que no puede / mostrar ciertamente la palabra, / la primera imposible es el olor / tan propio y exacto de las cosas. // La poesía también es como el aroma. // Así quedan sin nombre / el olor definitivo de la lluvia / y el efímero matiz que se respira / al asomarse a las sombras de un aljibe; / el olor del primer mar, a los seis años, / la fragancia, que nos asustaba, de los cielos nublados, / y el olor a comida de una casa / que nos fue querida”: queda claro, pues, que al ancho y diverso campo de lo sensorial no puede ser reducido a los términos de la lengua en la medida en que esa palabra que sería capaz de nombrarlo falta; donde el escritor anhela hallar la plétora, se encuentra con la parvedad. En “Nosotros, ellos y aquello”, también perteneciente a B, se discurre en torno a los poetas (el “nosotros” del título): “(…) … seguimos y perseguimos al mismo animal que huye, / … /. Nuestras palabras-redes retienen fragmentos / de la luminosa silueta, algunos pelos, / cuernos del violento animal / que sabe caminar entre palabras sin quedarse”: resulta digna de resalto la inversión (no en vano en el poema “No es el tiempo lo que existe sino su velocidad”, correspondiente a GEC, se afirma: “vivimos en lo inverso”) que consuma Benítez: la palabra transmutada en red no atrapa, no retiene, no apresa, sino que deja escapar; la palabra convertida en red es una malla porosa; la palabra transformada en red tiene más agujeros que hilos y por esos agujeros desaparece, como el agua en el agua, esa palabra que reside en la punta de la lengua. En F, en el poema “En la tarde enorme”, se alude a “el rostro inmenso / de lo indecible”: ese y no otro es el rostro con el que el escritor se enfrenta en su denuedo cotidiano, un rostro que es más y menos que un espejo: el rostro de la imposibilidad o un espejo ciego que ya no refleja y, por lo tanto, devuelve poco y, en general, nada de la imagen que se desea ver duplicada sobre el cristal. En el ya aludido poema “Nosotros, antiguos perfumistas” se lee: “Las que se llaman palabras, las que primero se desvanecen / Y nada dejan en la nariz que es la mente y son pronto olvidadas, / Perdido para siempre su sentido, las que luego / Vuelven sin saberlo en una frase casual, / En el espejismo de una visión que les parece propia y es ajena.” La conclusión que dimana del poema no puede ser más melancólica respecto del mismo título: los poetas (los perfumistas) enhebran palabras cuya vida es más efímera que el aroma del perfume. Pero hay un sentido trascendente que parece recomendable subrayar: las palabras “Vuelven sin saberlo en una frase casual, / En el espejismo de una visión que les parece propia y es ajena”: el retorno de las palabras se verifica en el parloteo irrelevante, en la cháchara de ocasión, señalamiento que se ajusta de inmejorable manera con una reflexión de Heidegger en Introducción a la metafísica (ob., cit., p. 52): “(…) … el abuso de la lengua en la simple charla, en las consignas y frases, nos hacen perder su auténtica relación con las cosas”; tal concepto redunda, en efecto, en el espejo ciego, en el espejismo que manifiesta la palabra poética de Luis Benítez: “el espejismo de una visión que les parece propia y es ajena.”
Resulta redundante advertir que aceptar in totum y en su entero alcance la hipótesis nominalista supondría para un escritor infligirse la condena a un inexpugnable silencio. La paradoja que se delinea para cualquier escritor es asumir la insuficiencia de la lengua y, a pesar de ello y por ello, seguir escribiendo. La poesía de Luis Benítez no sólo no es ajena, sino que se desenvuelve entre los márgenes de esta paradoja que bien puede asimilarse a un río de dos orillas: en una se yergue la inefabilidad y en otra se celebra el ditirambo de la lengua. Un poema y un verso ya citados, “La patria la poesía”, de GEC, resultan palmario ejemplo: “sólo la palabra es la patria del hombre verdadero”. En la segunda parte del poema “Al castellano”, incluido en PV, hay una serie de versos que merecen con holgura citarse in extenso porque refieren al poder encantatorio de la palabra, a la potestad por la cual la mera enunciación propicia el acto, la capacidad generativa de la palabra íntimamente ligada al concepto de “logos espermático” acuñado y desarrollado por Lezama Lima en numerosas ocasiones: “En Persia ciertas oraciones podían mover los astros; / sólo tú, ahora, puedes convocarlos. Que yo diga pradera / y la pradera se extienda, como una alfombra sin árboles, / amarillento cielo derramado de aquí hasta el horizonte. / Que yo diga volcán y que éste brote en la habitación sonora, / arrancando los pisos e hirviendo los aires y el aliento. / Que diga mar y pise el légamo del fondo / con los cabellos sacudidos por las olas, todo venido en torno / sueño líquido, blando peso en movimiento, inconmensurable. / Que diga aire y me eleve o todo hacia algún allá descienda, / como si cayera la tierra y en el mismo lugar me quedara, solo.” El poema “Niega lo innato, ese remedio de los días felices”, perteneciente al libro YN, comienza recreando y ensanchando los límites del “pienso, luego existo”, el célebre cogito cartesiano: “Habla, luego es un hombre”; resulta evidente que esta paráfrasis del cogito es colindante con la cosmovisión lacaniana para la cual el sujeto se halla atravesado de lado a lado por la lengua, está tramado por la lengua aun antes de nacer y, a consecuencia de ello, se constituye en sujeto merced a la palabra. Y abunda Benítez en el mismo poema: “(…) … porque el hombre no crece sino que se explica, / lentamente, la interminable pregunta del espejo. / La lengua es la Esfinge y es Edipo y la respuesta. / No son la noche ni el día / sino la palabra noche y la palabra día, / no existe el sol sino ese sonido / que brilla en la memoria / cuando estamos a oscuras.” Se puede sospechar que, para el sujeto, “la interminable pregunta del espejo” (aquella que es incesante y cuya dignidad reside en carecer de respuesta satisfactoria) es la que gira en torno a su ser constitutivo; y es del todo lógico que la única vislumbre de respuesta sólo se pueda desplegar por medio de la palabra: la palabra resulta insuficiente, pero es la única y genuina posesión del ser. El primer poema de NSDE, titulado “una voz que creció omitida en las palabras”, comienza diciendo: “lancé mi piedra a lo desconocido / y rompí la ventana del idioma”: ¿qué ventana es esta?, ¿qué estallido resuena en la extensión de estos dos versos? Cabe pensar que este es el cristal que separa el idioma del corazón de las cosas, del núcleo constitutivo del ente, del relieve y la materialidad de los objetos; el cristal que se interpone, el cristal de la resistencia, el cristal que también puede ser conocido bajo el nombre de inefabilidad: un cristal contra el cual el poeta debe arrojar piedra tras piedra, aunque sospeche que está hecho de materiales irrompibles.
Entre la indecibilidad y la celebración del idioma, en ese río enmarcado entre dos orillas opuestas y complementarias, se deja escuchar el sonido (por lo general, estridente y, en ocasiones, sigiloso) de un motor en perpetuo movimiento que impele al escritor a la escritura a despecho de que desemboque en un oficio imposible: ese motor que se llama deseo. Se escribe con el deseo: eso, parafraseando a Freud, que no conoce invierno ni verano, que no sabe de tregua ni paréntesis, que germina con el primer vagido y se extingue con el último estertor. La contumacia del escritor que se empecina en su “oficio o arte sombrío”, en palabras de Dylan Thomas, sólo se puede explicar por la inagotable emergencia del deseo. En el primer poema del libro I, titulado “En el cantero arrasado por el frío resistía”, se lee: “Ese niño furioso que para siempre representará el deseo”, y algunas líneas más adelante: “Su violín desastroso: en la humedad del cantero / Le cortarán las cuerdas / Entidades más potentes que su canto ridículo: / La niebla de mayo, / El viento de la calle que sembrará otro junio, / Arrasarán el destiempo / De su amplificado rascar los costados gastados / Por un deseo incesante”: tal el deseo, acicate en igual medida que carcoma; en su doble función de opuestos encontrados, prolijamente análogo al fuego, que calienta, reconforta, pero también abrasa. Y en “Dicen que el pensamiento no expresado se convierte en fantasma…”, del mismo libro, se lee: “Y de la palabra al aullido sólo media un silencio. / Barril que nunca se colma, boca que jamás se cierra, / En todo vocifera y de cada empecinado olvido consigue su sustento. / Oyes todos los ecos sin apoyar siquiera el oído en cada frágil nada”: tal, asimismo, el deseo encerrado en una definición impecable: “Barril que nunca se colma, boca que jamás se cierra”. Si en torno al deseo nos permitimos discurrir en este pasaje del libro se debe a que es fruto que madura en la misma rama que el fruto de lo inefable: ambos están ligados por el indestructible lazo de la imposibilidad. La palabra jamás alcanza a recubrir el objeto al que alude (entiéndase por objeto el amor, el perfume o el útil a la mano) y el deseo, retomando la metáfora de Luis Benítez, será por siempre y para siempre ese niño furioso para cuya furia no hay paliativo posible porque es una boca insaciable que nunca ha de querer eso, sino otra cosa aunque no sepa a ciencia cierta en qué consiste la mentada otra cosa. Paradójicamente, el deseo es aquello que todo lo permite (soñar, prometer, amar) justamente por permanecer en estado de constante insatisfacción; y el escritor dejaría de escribir si no hubiera una palabra, un matiz, un nombre que quedara siempre en la punta de la lengua. Del mismo modo que no hay objeto que satisfaga plenamente al deseo, no hay obra que reconforte cumplidamente al escritor: siempre queda un resto, y ese resto está conformado por una ausencia, por la palabra no dicha, por esa “segunda parte” no escrita que es mucho más relevante que la primera parte que ha escrito. El sujeto, advertirá Lacan en el Seminario 5, entre otros pasajes de su transmisión, “goza de desear” y, por ende, he allí que se justifica con holgura la necesidad de mantener el deseo insatisfecho (insatisfacción sin la cual caería estrepitosamente el goce); si el escritor encontrara todas y cada una de las palabras, si verdaderamente las mismas estuvieran a su entera disposición, lo que se aboliría es aquello que lo mantiene uncido a su mesa de trabajo: la expectativa (siempre insatisfecha) de “la próxima vez”. Inefabilidad y deseo encarnan a los dos contrayentes que celebran un connubio cuyo fruto dorado, pero también inquietante (fuente de reiteración, porfía y recomienzo), nace bajo la forma de un oficio imposible a partir del cual cada escritor se afana en agotar las posibilidades: la práctica de la escritura. Como se recordará, la condena impuesta a Tántalo estriba en el deseo perpetuo.
________________
*Osvaldo Gallone (Argentina, Buenos Aires, 1959) publicó dos libros de poemas (“Crónica de un poeta solo”, 1975; “Ejercicios de ciego”, 1976), dos volúmenes de ensayo (“La ficción de la Historia”, 2002; “Lectura de seis cuentos argentinos”, 2012) y cinco novelas (“Montaje por corte”, 1985; “La niña muerta”, 2011; “Una muchacha predestinada”, 2014; “La boca del infierno”, 2016; “Un cataclismo silencioso”, 2021). Ha sido reconocido con diversos premios tanto en narrativa como en ensayo.