Lucía Estrada

Horrores imaginados

 

 

FRONTERIZOS (19)
Néstor Mendoza

 

Un rasgo notorio en Lucía Estrada es su capacidad de contención. No una contención o reducción del lenguaje a mínimas expresiones (no se trata de extractores caseros para obtener el zumo, o de fajas reductoras de dudosos efectos): aludo a las dimensiones del verbo «contener» como el acto de llevar o encerrar dentro de sí a otro objeto (u otras realidades no siempre verificables). La poeta antioqueña opta por los espacios matizados con las atmósferas de otros siglos, atmósferas recónditas, donde parece haber un interés de ocultar o revelar sin el apremio de la escritura explícita. La prohibición, la negación, el arrepentimiento, son sustantivos frecuentes en sus textos o que se expresan mediante un uso consciente de la sugerencia. Si uno se acerca a lo que ocurre en sus poemas, a veces encontraremos personajes o situaciones empleados en la literatura que renace con el autor de El cuervo: la moderna literatura del sobresalto. Lucía borra los referentes superficiales de una realidad cotidiana, de los apuros económicos y existenciales que ahogan las biografías de algunos autores desolados. A cambio de esto, sustituye a estos personajes reales por personajes ficticios que evocan a los muchos que utilizó otro raro atormentado de la poesía hispanoamericana, el venezolano José Antonio Ramos Sucre. En esta poesía de Estrada no hay realismo, no hay situaciones urbanas de este siglo. La realidad fundada por Lucía posee arcadas antiguas, apariciones que no tienen cabida en los tiempos que transcurren. Es notable la marcada noción del prefijo pre, como una manera de definir sus obsesiones de escritura: prehistórica, premoderna, prenatal, prelógica: «lo que hubo aquí antes de nosotros». Ella, la que escribe, habita los dominios de la abstracción.

 

 

 

LA MANO DE LA FORTUNA

 

Sobre tu mano derecha

reposan las estaciones.

 

En ella renovamos

la edad del oro y la tormenta,

pero también se establece

un mundo irredimible,

una generación de gritos de guerra

y golpes metálicos.

 

Considera cuántos venimos

a sentarnos a tu mesa.

 

Ofrécenos tu rostro lunar

y un pequeño animal sagrado.

 

Que a una señal de tus dedos

se levanten nuestras torres.

 

Acógenos en tu mano izquierda.

 

 

II

Abres el libro, no de los muertos sino de los desenterrados. La reina es llevada por el aire negro, la luna a sus pies y el mundo. Densas nubes aprisionan su cuerpo blanco, un cuervo que se precipita, un grito de lechuza. ¿Quién puede dormir? El viaje prosigue a través del espanto. Vas prendida a su cabello, corona de horror te sientes. ¿Hacia dónde se dirige? Desnuda, es la tormenta que ven desde abajo, un lento castillo de niebla que avanza. No puedes desprenderte; la reina te ha sumado a su vértigo. Se deja llevar. Fuerzas invisibles hacen de su paso el ascendente de los nacimientos, de la vida que rompe sus tallos esta noche. No puedes ocultarte. Su cabello es la estela en que graba su nombre la pesadilla.

 

 

XXI

No es un lugar que puedas llegar a conocer, no totalmente, no con la simetría que tu ojo exige, no con la memoria que da seguridad, con la que podrías ir hablando de tu aldea imaginaria.

Cada vez que te alejas sucede lo innombrable: los muros cambian su expresión, rostros cansados que cumplen con tu tranquilidad, pero basta un descuido, un parpadeo apenas, para volver a la forma que podría espantarte, para retomar cada una de sus grietas y huir del sol de la mirada, solazarse en su oscuridad y ser lejos de ti, muralla de infinitas cabezas a la que confías tu cuidado. Aunque no tardes un minuto, todo es distinto: un desbordamiento de la madera, imperceptible, el insecto atrapado en la tela de araña. Bastará un segundo para su hambre. No lo adviertes porque también todo en ti transita; eres un pasillo recorrido que recorre a su vez otra casa, la de la realidad o la del sueño. No le des nombre al lugar que habitas y que parece tan antiguo: sólo un momento será suficiente para merecer más o desmerecerlo.

 

 

XXXIII

Redimir la noche, mezclar su escritura y comprender. No es posible huir luego de haber iniciado la cacería mayor, brazos y ojos señalados por el fuego de la búsqueda. El dedo que fijó la página, el agua que vemos resplandecer en el poema. Todavía, ese leve gesto se repite. La luna del comienzo no declina ni se oculta.

Un instante: se descifra el movimiento de la llama.

Otro: el humo que asciende.

Ahora se prueba el fluir de la sangre, ahora un círculo de correspondencias.

El silencio explora su laberinto. La estela de ese otro sol se mantiene. El rito de la noche no termina. Viejos hombres deambulan hoy bajo su antorcha.

 

 

 

YOCASTA

 

Si preguntaras

a la Piedra

respondería con tu nombre

 

el propio corazón

es el oráculo.

 

***

 

La casa está vacía

y el oído.

Puedes entrar a galope

en el reino de los timbales

y las flautas.

 

Puedo morir

para que la música

siga en ascenso.

 

***

 

Nos han dejado solos en medio del agua,

de su noche grave y espesa.

 

No en la superficie,

no en el fondo,

entre los pliegues.

 

Y allí soñamos las formas,

peces que se devoran entre sí,

sustancias y sales y fuego

en su primera altura.

 

Pero hay un arriba y un abajo, decimos,

y somos parte del secreto.

 

Lo que nos mantiene es no saberlo con certeza,

intuir que somos las columnas y el corazón único

de ambos reinos.

 

***

 

Hay fervor en la dureza del metal, en el viento

que lo seduce y lo inclina sobre su propio vértigo.

Qué silenciosa esa manera de abrirse lo negro frente a lo blanco,

lo visible frente a lo invisible, lo que se precipita frente a lo que permanece.

 

Todo cuanto tiene un peso y una forma, y lo que está oculto,

envuelto en la niebla como un barco fantasma,

se mezcla entre sí para sostener el cielo,  para estar más cerca del milagro.

 

Y la música, y el pájaro del vacío,

y las manos del hombre que le descubren al mundo su verdadero rostro,

su densidad. Y la palabra, esa que construye todos los puentes,

y el amor, y el silencio, y la pequeña muerte que una noche

supo reunirlos en el fuego y la ceniza.

 

 

 

MEMORIA DE HUMO Y CENIZA

Pregunto por lo que hubo aquí antes de nosotros, por el vestigio de palabras muertas que nunca nadie pronunció, que nunca nadie oyó. Restos de un lenguaje intemporal, de escrituras afiladas y relucientes como las escamas del último pez; piedras y árboles y huesos todavía humeantes por el asalto de un mediodía sangriento.

Aún es posible ver arder las estrellas. Pero nada nos hablará al oído.

También el silencio —que guarda la hora del mundo— se ha retirado. Un rumor enemigo y salvaje es todo cuanto queda.

 

 

 

DEL LABERINTO DE ARIADNA II

Y sin embargo, la cuerda que envolvió tu sombra, esa imagen oscura y densa como mancha de aceite que para entonces tenías del mundo, permanece en algún lugar esperando el punto de quiebre, el desgarramiento de las fibras, lo poco o nada que hemos hecho y que apura su vaso de verdades a medias para no desistir. Este es el momento preciso para subir por ella otra vez, apretando nuestro cuerpo a la tensión que no deja de caer mientras asciende, y que una vez arriba se rompe delicada como cristal de azúcar, sin ruido, sin que nadie lo advierta.

En tanto estamos seguros. Firmes y discretos, sin mirar hacia ningún lado, sin predisponer a nadie en nuestra contra. Mudos, sin palabras. Sin lengua. Sin verdades enteras. Presintiendo. Solo presintiendo lo que la vida y la muerte han hecho de nosotros, del tiempo, del halo negro de las cosas.

Una antorcha que se consume con rapidez, un círculo abierto al equívoco, una señal que nadie entiende…

Pero seguimos intactos y estamos satisfechos. Cuanto más inmóviles, menos riesgo de extraviarnos. Menos palabras y más aire para los saltos de liebre, para el pulso hábil del trapecista, para el hombre que nunca cerró la puerta de su dormitorio ni ha mirado a través de una ventana…

Terrazas, y la mano que sujeta segura la cuerda para subir aunque no haya más arriba que su media verdad, o su liebre a punto de hundirse en el grito de otros, a punto de ahogarse, de roer la cuerda, a punto de soltar tu mano, de no importarle nada, a punto de huir, de dejarse arrastrar por lo que hasta entonces no entendías, pero es tan certero y cruel…

Lucía Estrada (Medellín, Colombia, 1980). Poeta. Ha publicado los poemarios Maiastra (2003), Las hijas del espino (2006, 2008), la anto ... LEER MÁS DEL AUTOR