Lizette Espinosa

Las aves del deseo

 

 

 

 

Las aves del deseo

 

Yo que asumí la plaza del remero

y que dejé caer mi cuerpo en su vacío

su armadura de lianas.

 

Yo que hice de su brazo mi brazo

y sostuve el temblor

del que rompe contra el agua su avería

 

sé lo que siente el que deja su casa

y conduce a los suyos

sobre el lomo de un dios transfigurado

 

sé la palabra que pronuncia el ahogado

en su sueño de agua, en su noche sin mar.

 

Aquí traigo a los míos

aquí guardo con celo su añoranza de estrellas

la ingenuidad del hijo que persigue

las aves del deseo.

Aquí busco una sombra

la fe de una ladera que sostenga mi cuerpo

su extraña permanencia.

 

 

 

 

A los pies de la Sequoia

 

En su tez enrojecida

su continuo empinarse

hay una voluntad que me intimida.

 

Más allá de su pequeña corona

imagino otro sol iluminando

y pienso en la raíz

como en un acertijo

la no urgencia de escapar

desenredarse.

 

Como quien nada teme

recostada a su fuerza

varada en la memoria

al peso de sus pies sobre la tierra.

 

 

 

 

California

 

Todo es asombro hacia el oeste

regodeo de la sangre en las alturas.

 

Una valla de pinos bordea las colinas

guardianes de otro tiempo.

 

Cada piedra un derrumbe

una huella que arranca la huella más antigua.

 

Y se adivinan vidas torcidas sobre el campo

un lenguaje que busca sostenerse en la boca

y se adivinan manos

que no alcanzan

para abrazar al árbol

para apagar el fuego.

 

Acaso sea ajeno lo que se vuelca verde

lo que se extiende amargo

 

el fulgor que no es oro

sino esquirla en el cuerpo que reposa a la orilla

 

tumbado como un hombre

como un país, hundido.

 

 

 

 

La vejez del agua

 

Tú conoces la vejez del agua

que se empoza en la roca

el rostro que se pierde en la hendidura.

 

Ves arder a lo lejos la línea que te ciega

y al sol hundirse como un acto de gloria.

 

Se ha inundado tu casa de espejismos

eres tu propio barco, tu velamen

el hijo enfermo que teme a la intemperie

 

y golpeas contra la piedra al pez

que nada dice, nada sabe.

 

 

 

 

Coto se sombras

 

Tras la extrañeza y sus flores desterradas

tras esa claridad en la que abrevan

algunos animales

me adentro a un bosque

me fundo en el follaje

la efímera otredad que me concede.

 

No es el paisaje sino su certeza

lo que ama la criatura

el recuerdo de la rama en su ceniza

del pasto en la mordida.

No es la herida, sino el rumbo de la sangre que se aleja.

 

Un corzo no debería entender de soledades

ceder su coto de sombras

presenciar el desgaste

nuestra incapacidad de imaginar

otra vida posible.

 

 

 

 

Desencuentros

 

Trae a mi puerta la luz irrepetible

su inusitado estrépito

y no repares en la mirada esquiva

ni en mi incapacidad para reconocer lo que madura.

 

La cabeza que se alza una pulgada mínima

sobre el diario desencuentro.

La espesura sin rostro, sin lagos que reflejen

la palidez que nos conmina.

 

Hemos perdido palabras como hijos

edades como dioses.

Trae el tiempo vedado, nuestro tiempo,

su justo deterioro.

 

 

 

 

Big Sur

 

Es la frenética rotura de la piedra

su caída en picada hacia el barranco

 

la ola crucial que empaña el lente

la curva que se pierde tras la bruma.

 

Es el ciervo, su patria

como cruza sin prisa el segmento de asfalto

ante la incertidumbre de los hombres.

 

La silueta de Jack al borde del abismo

contemplando la vastedad que lo sostiene.

 

Es el modo en que cae la luz desde aquel puente

su visión entrañable

para que yo celebre mi extrema pequeñez.

Lizette Espinosa (La Habana, Cuba, 1969). Ha publicado los volúmenes de poesía Donde se quiebra la luz (2015), Por la ruta del agua (2017 ... LEER MÁS DEL AUTOR