Leymen Pérez

Los países de la noche

 

 

 

 

 

Empujando la noche

 

Entro y salgo de la noche.

El mármol extiende sus brazos de mármol.

Los muertos extienden sus brazos de muertos.

Yo cargo a mis muertos como tú cargas una piedra.

La piedra sangra y se fragmenta cuando toca el suelo.

Mis muertos sangran y taponeamos a los cuerpos

para que no escapen todos sus silencios.

 

Los cuerpos dicen: no me dejen morir otra vez.

Cuando la piedra toca el suelo se vuelve semilla,

tallo, racimo, fruto podándose sobre la mesa de disección.

¿Qué dirá el fruto cuando sepa que volverá a inclinarse y caer?,

¿quién será entonces el fruto y el gusano

que ve el mundo moverse a su alrededor?

 

Afuera: silencio. Adentro: en silencio avanzo y retrocedo.

Arriba: ruido que golpea. Abajo: silencio eres, ¿soy?

Soy el que empuja la noche. La noche dice: amanece.

El amanecer dice: empuja la noche.

 

Como un viejo carro americano tirado por William Carlos Williams

y el recogedor de latas de 23 y 12

la noche se contrae, expande, enferma y cura.

Como el agua agrietada bajo el sol agrietado,

como el sol deshojándose cuando alguien se despide

con las manos entretejidas con hilos invisibles,

como el mármol ciego que recobra la vista.

 

Entro y salgo de la noche que recobra la vista,

el tacto, el gusto, el olfato y el oído.

La noche dice: yo cargo mis días –ausentes de luz–

como tú cargas la opacidad que imaginas. ¿Hasta dónde?,

¿hasta dónde la noche dice su verdad?

 

Los brazos de mármol han aprendido a ser brazos de muertos

y empujan la noche contra la ceniza

que desechan en los crematorios.

Salgo de la ceniza que ya no duele

y entro a tocar el corazón de la ceniza,

empujando, levantando, cosiendo

adentro y afuera de la noche

donde se apaga una luz.

 

Todos los silencios caben en una piedra.

Todos los muertos caben en uno solo.

Estoy quieto. La noche es quien empuja.

 

 

 

 

 

Imitación del arte japonés

 

Cuando

mi padre

vende

bonsáis

para

sobrevivir

soy yo

otra raíz

otro árbol

obligado

a ser

un pequeño

mundo

una astilla

sobre

la poca

tierra

que usó.

Mi padre

que aún

no tiene

sombra.

 

 

 

 

 

Ortodoxia de la guerra

 

Estaban bombardeando a Siria.

Miles de niños se volvían astillas de metal,

madera y polvo. Nosotros no teníamos guerra,

pero vivíamos en un lugar semejante.

Los que se habían convertido en alacranes

mostraban sus fragmentos de metralla y odio

enterrados en la boca, en los ojos, en la carne.

Yo no sabía qué animal era. Me transformaba

según la ortodoxia política o la circunstancia.

En un país de animales exóticos era obligado

representar lo imposible. Los alacranes podían

aguantar sin comer durante muchos años

caminando sobre nosotros. Nunca aprendí a

ser un alacrán aun cuando tragaba diariamente

mi cuota de veneno.

 

 

 

 

 

Los caídos

 

Antonia Eiriz

 

Un animal sin boca

es como la mezcla que se hace

entre la arcilla y un cuerpo agonizante.

La boca ordenaba las ejecuciones

en un país donde no existe

pena de muerte.

Existe: pena de vida.

Mutilados caminamos

hacia la misma sombra.

«¡La verdad está en el suelo,

pero nadie se atreve a levantarla!»,

nos dicen unos niños uniformados.

¿Obedecen acaso a la voz del pueblo,

o a su propia voz?

­—se pregunta el otro prisionero

bajo el mismo pedazo de cielo.

Este campo de exterminio no es distinto

a otros campos de exterminio.

El caramelo que vamos a cortar en cuatro partes

no es como el que cargan las hormigas

para su agujero.

 

 

 

 

Una sociedad se juzga por el estado
de sus prisiones
Albert Camus

 

Tu miedo en la celda de mi miedo.

Tu asfixia en la celda de mi asfixia.

El carcelero cerrando los ojos

para no ver cómo nos vamos

apagando, encendiendo, apagando.

Fósforos sin cabezas

y nuestros cuerpos esclavizados

por el aire que apenas abrasa,

como en un juego de dolores

donde nada sale y nada entra.

Tu mano en los barrotes de mis manos.

Tu soledad en los barrotes de mi soledad.

Preguntabas por tu madre muerta

y tu madre huía rumbo al poniente.

No sé por qué piensas tú,

recluso, que te odio yo,

si somos la misma cosa,

el mismo silencio, yo, tú.

Tu asfixia en la celda de mi asfixia.

Tu miedo en la celda de mi miedo.

Unas veces eras el carcelero;

otras, el recluso. Intercambiando

límites, estados en que se encuentra

la prisión.

 

 

 

 

 

Esperando a los bárbaros

 

¿Y qué será […] de nosotros sin bárbaros?
Konstantino Kavafis

 

Los bárbaros de J. M. Coetzee

no eran tan bárbaros

ni tampoco los de Kavafis

aun cuando fueran la solución.

Hay años blancos y hay años negros.

Y no se mezclan.

A veces solo hay años negros.

Y los verdaderos bárbaros son los que hablan

una lengua civilizada

mientras beben vinos de Burdeos

y comen caviar de Kalix

mientras los demás quieren huir,

pero no hay hacia dónde.

Le han saqueado a todos la sangre,

los sueños,

la respiración.

Han dejado vacíos los mercados

y en ruinas el poder.

Esperando a los bárbaros

nos dejamos convertir en otros.

 

Más bárbaros.

 

 

 

 

 

Ante el dolor de qué

 

«El hambre es un gran edificio

que se desplaza durante la noche»,

dijo Tomas Transtömer.

 

«El cáncer es una pequeña célula

que se desplaza silenciosamente

en tu cuerpo

devorándolo todo

como una larva»,

dijo Leymen Pérez.

 

Y en el gran edificio

en la pequeña célula

que es el Hospital Oncológico

todos entraban mirando

las heridas ajenas

los tejidos ajenos

el cáncer ajeno

 

y todos salían sin mirar

como el ojo izquierdo

de una mujer hermosa

que tiene la muerte cosida

en la pupila.

 

Leymen Pérez (Matanzas, Cuba, 1976.) Profesor-Asistente de la Universidad de Matanzas. Máster en Estudios Sociales y Comunitarios. Editor en la Editoria ... LEER MÁS DEL AUTOR