Una vastedad física y simbólica
FRONTERIZOS (11)
Néstor Mendoza
El autor intenta narrarnos los avatares de un yo migrante, un personaje que cobra cuerpo en las relecturas de filosofía y otras áreas del pensamiento y el arte en general. «Voy al Sur», la primera frase del primer libro de Juan G Ramírez, indica tanto un desplazamiento (una acción) como una ubicación geográfica. Algo debe quedar claro: se trata de una migración intelectual que no tiene que ver con el turismo. El Sur del poeta es impersonal, pues podría ser el Sur de su país o el Sur de América o de África o un confín recreado (he allí un empeño de universalidad). Círculos, así ha titulado Juan su primer libro: el mismo nombre revela un trazo en el espacio y también una poética: la reiteración de ciertos temas, modos y obsesiones. Y es que hay tantas ramas en esta escritura: el destino trágico de la caída (lo icárico), la búsqueda de los paraísos perdidos (sobre esto escribió mucho Lezama Lima: la sobrenaturaleza). Quien habla en los poemas habla de posibles y de inevitables desapariciones. Cuando se trata de abarcar en poesía, cuando se trata de copiar un ritmo de torrente, se hace necesario emplear recursos descriptivos: vale tanto la precisión como las hojarascas del lenguaje. El hablante de Juan tiene certezas, dudas, dádivas, ofrecimientos, expectativas: viene del Norte y va hacia el Sur, hace una marca en el mapa, una raya perpendicular, con tinta. Dice: hasta acá iré, de extremo a extremo de un país imaginado. El yo debe viajar al Sur porque es su sino, su destino. El autor echa mano de un exotismo asimilado en alguna saga de Álvaro Mutis, alguna de sus empresas y tribulaciones. En el libro Estadios, a diferencia de Círculos, el esfuerzo por la «videncia» no se nota de la misma manera. El esfuerzo se centra en la fluidez de la imagen. Ya se hacen más explícitas las deudas literarias, filosóficas y territoriales (Rimbaud, Spinoza, Salgari, Unamuno, John Lennon, Simón Bolívar, el Páramo de Pisba, el Pantano de Vargas…). Lo interesante de esta doble propuesta es el privilegio de la prosa, resumido en la necesidad (hambre, diríamos) de abarcar, de nombrar, de poseer. Así lo trata de justificar o estructurar: desde lo estético, lo ético y lo religioso. Juan sufre de una gula permanente. Quiere posicionarse, enfrentarte a una vastedad física y simbólica. De allí sus logros y puntos bajos.
CÍRCULOS
1
Vengo del Norte, donde forjan el hierro,
trabajan las rejas, hacen las cerraduras,
los arados, las armas incansables.
Álvaro Mutis
Voy al Sur. Huyo de la ciudad de paisajes conocidos, donde me digo: por aquí pasó mi infancia, aquí amé, allá cometí el crimen. Un silencio que invierte el cauce de los ríos, los caminos donde el tiempo se erosiona y rueda por llanuras y alcores hasta las simas del pasado, me guían. No sé quién soy. En algún rincón llevo a un poeta: pero no canto la esencia de las cosas que envejecen en los patios olvidados por la luz, ni pregunto por qué se dibujó con enigmática simetría el destino, o si tengo alma que transmigre por la quietud de los cuerpos, ni enumero las noches que perdí llorando (la vida, toda, acontece en una esquina, bajo el ojo enconado de un dios). Plazas, obeliscos y andenes cuando ya no sean deformados por mis sentidos recobrarán la forma exacta. Me oculto en los montes y me ato a la cama para dormir: sueño con alas. Yo miraba al cielo, siempre creí mirar al cielo hasta que me explicaron con inoportuna claridad que el Sur queda en la tierra: es una región sin puertas ni espirales, de lagos oblicuos y torres inclinadas. Allá seré libre. Seré el camino y los pasos; seré piedra, madera, ceniza, cieno. Veré una mano extendida en los ojos de un águila, y me probaré como un loco el gesto de los niños y ejerceré todos los oficios. Veré una ciudad sin sombra. Veré a un anciano juntando piedrecitas antes de ir a la escuela. Conoceré el Amor, música de las profundidades. Veré cómo los árboles sacuden sus hojas hasta desprender la mañana, y veré al sol balanceándose en la punta de los cerros. En el Sur las nubes no cambian deforma ni imitan dragones o catedrales; allí, la tristeza que me persigue, desaparecerá. Hablaré el idioma de lo desconocido (conoceré respuestas sin formular preguntas), y miraré a lo lejos hasta que se cierren por completo los muros.
13
(Antítesis)
Voy cayendo, como Ícaro, con preguntas todavía intactas. En la Tierra solo veo la mirada triste de los arlequines, escombros de puentes y edificios, basuras y árboles secos. Inmensa es la ciudad devastada, acercándose. El silencio se agrieta por el llanto de los recién nacidos. Pienso: Dios me arrojó, como a una flecha, sin haber definido antes el blanco. Los hombres giran y giran, cruzan días y noches. Vuelven. Una anciana mezcla hierbas arrancadas en los miasmas de Oriente. Ven y te descubro el futuro, dice tomando mi mano. Y duda antes de exclamar: aquí no hay futuro, lo intraducible se dibuja en la primera línea y se desvanece más allá del Sur y de la tarde, entre blancas costas y fría claridad. Mejor escribe. Escribe para preservar el instante, el cielo nuevo, la vasija. Que tu mano izquierda sepa lo que hizo tu mano derecha. Escribe para recrear la primera vez, la segunda, las veces que perdiste el camino porque la hierba creció más pronto que los sueños. Escribe porque un día escasearán las palabras y el espíritu se volverá a la caverna y al desierto, y los símbolos enmudecerán donde antes había mensaje, y la duda no podrá lanzarnos sobre la aventura de las preguntas, sobre el ritmo de lo bello, y lo que hay de dios en las criaturas se apagará antes de convertirse en sustancia y semilla de todo. Escribe para ayudar a contener la soledad que se adentró largamente en el corazón del viajero. Escribe para repetir las ideas, para desenredar el tiempo. Escribe la agonía, el salto, la estatura: tarde o temprano la palabra obedecerá. Otros volverán a casa, mas tú impondrás la marcha en el abismo. Escribe sobre el vuelo y sobre la urgencia del vuelo, sobre la mujer preñada, la lluvia y los atardeceres, y no olvides escribir con tu sangre: serás mirado con desprecio y amor, ganarás el respeto de los mercaderes de palabras. En síntesis: escribe para que quede testimonio de tu fracaso, el lenguaje es un licor que cautiva con facilidad. Solitario pájaro de las profundidades, grité, hoy solo llevo ganas de vivir y mis pies heridos, mañana escribiré lo necesario para traer una gota de horror sobre la calma del mundo. No soporto a la generación que reclama el cumplimiento de los sueños.
18
Y la tierra es grande de mujeres y de árboles, de riscos y de arena: olvidados al amanecer. Yo vengo de algún lugar del Norte, de un país que todavía no se ha escrito. Traigo la ración exacta de dudas y los ojos heridos de hurgar en las profundidades. En el silencio hay hiedra y hojas caídas. Hay vuelos. Yo vengo de algún lugar del Norte. Traigo un verso, y otros versos untados con polvo de caminos. Me hablan de un niño que al atardecer se convirtió en anciano, de ángeles terribles y hombres que enumeran las derrotas: Alberto, María, nacimos para cumplir la ley de los abismos, para merodear entre las estrellas y fatigarnos tras una verdad que desde siempre guardamos en los bolsillos. Yo vengo de algún lugar del Norte. Mi infancia me sigue de cerca. El recuerdo de mi madre mece la casa en llamas, y mi padre sin remos no sabe cómo volver del centro de la llanura. En el Norte ya no hay letras para cantar la guerra, ya no hay guerras para exaltar al héroe. Los hombres se renuevan como las flores en el bosque: vienen al mundo con un mensaje y mueren sin lograr entregarlo. Camino diciendo adiós (vivir es una continua despedida), pero aún debo callar. Cuando llegue al Sur hablaré con alegría de las tristezas del Norte. De cómo la envidia, de cómo el hambre y la peste. Yo baja al río a contar cadáveres (conté hasta el infinito), dibujaba cabezas de potros bebiéndose los acantilados. Un hombre, dos, diez, son todos los hombres: una soledad. Vidas que preguntan o esperan y se arrastran buscando un porqué en un mundo sin porqué. Somos todo: calaveras, astillas. No representamos a nadie ni a nada. Nacimos para ir al Sur. Para volver del Sur. Con una ilusión atrapada en la figura de un dios que no admite la belleza ni la dificultad de un paraíso. Estamos aquí. No estamos aquí. Llueve.
ESTADIOS
Rimbaud o la embriaguez
Y me quedo en el rincón vomitando pájaros sobre un mundo que tiene más cabezas que un demonio antiguo. Pienso: yo que fui todas las cosas, no fui árbol. Fui el río, y la sombra de la ciudad flotando en el río, o fui el silencio subiendo por la piel de la joven violada por su hermano. Me detengo. Miro. Ahora soy la más absurda creación, o pasos hacia atrás, hacia la lluvia. En mi ignorancia busqué la paz entre las llagas. Días. Cárceles. Todos los hombres nacen tristes, lo sé, preguntan la hora o suben estaciones. No hay esperanza, lo sé. El grito del niño en la oscuridad anuncia la hora del sacrificio. Insulto, lloro, vigilo los altares. Ah, el dolor crece con mis uñas, mi madre es apuñalada en su vientre de perra vieja y las estatuas ocultan la ciudad con pensamientos dormidos. Mis manos son alas, voy a arrancar la raíz donde sepulté mi cadáver: ahí está el secreto para ser planta, ave y curva en el camino. Quiero callar con la dignidad de las piedras. Respiro, toco una puerta, ¿aquí comienza la eternidad?, pregunto. Quizá en la puerta siguiente: en esta nacen ríos y mujeres preñadas dan forma a las montañas. La vida comienza hoy a las dos de la tarde, me dicen, y lo que creyó la vida fue apenas un espejismo.
Spinoza o el monismo
Bebieron hasta el amanecer. Y cuando se disponían a partir, un anciano se puso en pie y, alzando la voz, dijo: yo fui el primer hombre y seré el último. Labré la tierra en Creta y en Córcega, en Zanzíbar cavé pozos, corté flores en Holanda, vendí abalorios en Nepal, en Sumatra, en Éfeso o en otro lugar del mundo. Ordené, en una tarde de despecho, la construcción de la pirámide Kefrén usando las medidas del triángulo sagrado, y conocí a Alejandro de Macedonia cuando vagaba perdido en los bosques de la China: ignoraba su nombre y su misión, y anhelaba morir como un guerrero más en una de las incontables batallas. Fui un niño agonizando en un mísero hospital en Sudáfrica, fui Simón Bolívar (al menos su sombra) cuando subía el Páramo de Pisba con un ejército harapiento: vi caer mis soldados por el hambre y el frío, los vi presentarse con traje de mujer y de niño, pero con ansia de libertad, a la batalla. Era el Pantano de Vargas. Sólo un hombre peleó, una espada se blandió amenazante, sólo un hombre murió. Yo contaré los hechos una y otra vez, arduos, recientes, mientras se repitan los siglos. Fui el extranjero, el solitario. Pregunté sin obtener respuesta, luego dormí y al despertar me llamaban Lázaro; viajé a la luna y al fondo de los océanos. Fui el padre que perdió a su hija en un incendio, el que enloqueció por un dolor de muelas, el que vio desaparecer su casa en una avalancha de lodo, y lloró de rabia. La angustia, la soledad y el miedo no me son extraños; también Dios me castigó, en uno de sus descuidos, con la felicidad y el amor. En el golfo de Lepanto, cuando las galeras de Alí Pachá nos envistieron con la fuerza de mil toros, perdí un brazo (un pequeño tributo por tamaña victoria); en Agrigento, como un dios desesperado, me arrojé a un volcán. En Antioquía (el tiempo nubló mis recuerdos) fui un vidente llamado Pedro Bartolomé: vi el sitio donde yacía la lanza que traspasó el costado del Señor. Yo anuncié: “el mundo será mejor el día en que reinen los filósofos, o filosofen los reyes”. Las antiguas ciudades, que desde el polvo de sus dioses resguardaron los sueños, hoy son apenas un montón de ruinas inabarcables para la memoria. Fui Tamerlán, León X y John Lennon. Ahora soy un borracho y me dispongo nuevamente a morir, cambié mi copa de vino por una de veneno. Mañana tal vez seré escritor, científico, astronauta, pero eso ya no importa: si el mundo es eterno, y yo como él, seré una y otra vez todos los hombres.