Juan Carlos Acevedo

Bajo el conjuro poético

 

 

 

 

FRONTERIZOS (26)
Néstor Mendoza

 

Desde el punto de vista del discurso, estamos ante un diario ancestral. Quienes hablan (¿cantan?) lo hacen desde voces femeninas, en un coro que se pronuncia con énfasis y determinación; casi un libro de los oficios: “Las sembradoras/creábamos lluvias de cacao y maíz”. Me enfoco en Mujeres sin sombra, un libro premiado del poeta caldense Juan Carlos Acevedo. Su título, ya evidentemente identificado, frontal, traza una línea de tiza. ¿Resulta así de sencillo? Una línea de tiza puede tener un origen mágico-religioso. Entonces, ¿cruzamos o no cruzamos esa línea? El verso de Acevedo es siempre limpio, poco o nada se deja a las casualidades de la improvisación o de la experimentación no justificada. Algo nos cuenta y de alguna manera nos “obliga” a ser copartícipes de un peregrinaje o un éxodo: más bien una fuga que se narra a sí misma. Me hace recordar un testimonio del poeta mexicano José Gorostiza: “Bajo el conjuro poético la palabra se transparenta y deja entrever, más allá de sus paredes así adelgazadas, ya no lo que dice, sino lo que calla”. Aquí se nombran las acciones y a sus protagonistas genéricamente; el peso de lo local tiene otra superficie en estos poemas: un espacio que pudiera tener su núcleo en poblaciones no completamente urbanizadas, en lugares proclives a la explotación y el ultraje. De manera que, su escritura, se abre a más lectores de otras provincias del idioma. Pienso en escritores y escritoras de Colombia que también eligieron el drama regional que se universaliza, sus personajes martirizados y siempre puestos a prueba por un conflicto fratricida.

 

 

 

 

Poemas de Juan Carlos Acevedo

 

 

Día tres

 

Un río de cenizas,

una tormenta de tizones

consumían cada metro de tierra,

cada puerta, cada ventana,

cada mesa y silla y cama de la casa.

 

Nosotras

marchábamos en silencio bajo la densa noche.

 

Sin luz de Luna,

sin agua limpia

llegaron los días de la guerra y con ellos

los animales huyeron de los pastos,

los insectos de las flores.

 

Ya no hubo más.

Solamente la salida indigna

para dejar atrás el miedo.

 

 

 

Día cuatro

 

¿Y… la lámpara de aceite habrá apagado su luz?

¿Quién detendrá sus pasos

en medio de la alta hierba

para cortar las hojas venenosas

que crecen en el solar?

¿Algún viento antiguo removerá

el agua podrida de la acequia?

¿Cuáles seres transitarán esos senderos

para espantar los pájaros de la noche?

¿Alguna de nosotras

podrá recordar el canto de las cigarras

como quien no olvida

las oraciones por nuestros muertos?

 

 

 

 

Día ocho

 

Vinagre para bajar la fiebre,

leche tibia para la boca

de las niñas y los cachorros,

mendrugos de pan para acallar la panza,

un poco de tabaco para las prácticas antiguas.

Solo eso queda en los envoltorios

que llevamos por maletas.

Repetimos viejos rituales:

bañarnos juntas, para exorcizar

el sino trágico de los ausentes,

porque en la extensa noche

nuestros muertos

viajan sin el ropaje adecuado,

sin la bendición

de las mujeres que amaron,

sin las monedas para pagar el último tributo.

 

 

 

 

Día diez

 

Un viejo ritual nos acompaña:

recolectar piedras,

simples y sencillas piedras.

Aquí, bajo el vaho tibio de los animales,

observamos la temida luz del rayo

que anuncia tormentas

y nada más que cardos secos

nos brinda esta prolongación de la muerte.

 

Tenemos tan poco.

 

Recolectamos,

algunas piedras,

suaves… lisas piedras que el camino otorga

como un ritual de afectos ancestrales las llevamos

para ofrecer a la tumba de nuestros hombres.

 

 

 

 

Día quince

 

Las sembradoras

creábamos lluvias de cacao y maíz.

 

Al viento conjurábamos

para que esparciera

el milagro de los frutos,

la altivez de los pastos en los potreros.

 

Entonábamos cánticos al Sol

para que dorara los plantíos,

elevábamos súplicas a la Selene

para que iluminara los caminos de la cosecha

y a la diosa de las aguas, después de la oración,

dejábamos ofrendas

para que nutriera nuestra milenaria fuente.

 

Vestidas con hojas de eucalipto,

danzábamos cogidas de la mano

y cantábamos suaves tonadas,

otro ritual para la salud de las cosechas.

 

Hubo otros tiempos,

éramos mujeres de semillas,

de pastos altos

para las bestias en los campos

de lluvias benditas

para los surcos y los frutos jóvenes

de rayos solares capaces de madurar los tallos

y vientos justos

para llevar la esperanza a otras tierras.

 

Tiempos donde la sagrada palabra,

en boca de las elegidas,

era más poderosa

que el hierro de la noche.

 

 

 

 

Día dieciséis

 

Las mujeres del agua en el cuenco de la mano

caminamos disipadas,

buscando en la hojarasca

o detrás de las quimeras de abril

una fuente nueva donde volver a recoger

el rocío bendito de la esperanza,

elemento femenino y poderoso a la vez,

que las antiguas mujeres de la aldea

enseñamos a compartir

como el más generoso de los regalos

dado por los serenos espíritus del bosque.

 

Escasea y está sucia en estos días.

Un agua-viento,

un agua-sangre,

un agua-agónica

es lo que llega con el río

donde flotan hombres sin ojos,

y troncos podridos

y peces muertos…

 

Nuestras mujeres,

las del agua en el cuento de la mano,

no se atreven a recogerla,

a regar la esperanza con ella,

ni a darla de beber al peregrino;

tampoco a esparcirla sobre la frente

del que no tiene nada.

 

¿Cuándo se hará la voluntad

de regresarle el poder de calmar la fiebre,

de dar nombre a los seres

y llevar en su corriente

las buenas nuevas a los pueblos

que la esperan abajo en la cañada?

Cuándo…

Cuándo…

 

 

 

 

Día diecisiete

 

Las tejedoras

conocíamos los secretos de la luz estival

que en medio del estanque

entibiaba un agua limpia

para lavar las telas.

Supimos, desde antes de las máquinas,

sobre los pigmentos ocultos

en las plantas y sus hojas y sus flores

y pintamos con ellas nuestras faldas,

nuestros cuerpos.

En el telar hubo algodones y lanas maduras,

cabuyas, linos frescos,

hojas ricas en tamaño y colores,

delicadas fibras de bambú

y agujas de madera

y rodillos de cedro rojo.

También ungüentos de marihuana

con los que frotábamos las manos

antes de ir al telar

para ahuyentar los pájaros de la angustia

que anidan entre nosotras.

 

 

 

 

Día treinta y cinco

 

Las portadoras de las palabras

somos mujeres extraviadas,

sentimos miedo de equivocarnos

y dejar la desesperanza

esparcirse entre las almas.

 

Tememos rostros que esperan

un canto para la soledad

de nuestras huellas.

Miedo, sentimos miedo,

esta substancia pegajosa

que no deja salir los gritos

que ensucian nuestras voces.

 

Estamos aquí

con nuestras noches tatuadas,

y rostros que el tiempo enfantasma.

 

Y el miedo

(esa substancia que nos cubre

cuando las palabras deben salir

llenas de hálitos ajenos)

hoy nos paraliza.

 

Aferradas a nuestros ritos

pedimos, entonces,

una luz,

un canto de cigarra,

una bendición,

un viento nuevo

que fortalezcan nuestra voz

para decir

que solo traemos

un río muerto entre las manos

para lavar la historia.

 

 

 

 

Día cincuenta y uno

 

Como agua oscura en la cañada

todas nos movíamos.

Atrás la estancia fría y la maldición

para quienes las sangres

de las nuestras derramaron.

Llegamos con los sueños envueltos

en los fardos de ropa vieja y baratijas

que nos acompañan

desde los días de miel y luz de Luna.

 

Antes algo sagrado llevábamos dentro.

Nuestros pechos secos nos dicen

que la noche amarga fue el camino

y dejamos en medio de la siembra

nuestros ritos y oraciones.

 

Nada, absolutamente nada,

bajo este sol que calcina insectos

     y almas,

nos dice que aquí pertenecemos.

Hemos llegado

y sabemos que nosotras

teníamos palabras de poder,

árboles sagrados

y candiles encendidos siempre

para dejar que el cielo derramara

tempestades de viento,

truenos y agua

sobre la tierra bendecida.

 

Pero estas luces artificiales

apagan nuestras antorchas

y el ruido de máquinas

silencia nuestras plegarias.

 

Y nosotras

-despojos de una guerra-,

Nosotras,

las mujeres sin sombra,

las invisibles mujeres sin camino,

sabemos que en el asfalto

no crecerán nuestras raíces.

 

Juan Carlos Acevedo (Manizales, Colombia, 1973). Poeta, ensayista y divulgador cultural. Miembro de la Academia Caldense de Historia. Ha publicado los libros de ... LEER MÁS DEL AUTOR