Juan Antonio González Iglesias

El asombro mudo

 

 

Por Yordan Arroyo Carvajal[1]

 

Releo, en una oscura noche y madrugada de diciembre, en vísperas de una navidad acompañada por el calor de los libros y con una reciente pausa en el ciclo lectivo 2023-2024, Jardín Gulbenkian (2019) de Juan Antonio González Iglesias. Ofrezco una modesta lectura de este poemario, me detengo a comentar algunos fragmentos textuales de interés personal y comparto, como muestra, cinco poemas significativos, con el objetivo de que puedan apreciarse mejor los olores y sabores del bosque. Es necesario señalar que, junto con La batalla de los centauros (2019), este es el último y más reciente poemario del reconocido poeta alejandrino posmoderno (así llamado por Carlos Mariscal de Gante), Píndaro moderno (como lo bautizó Luis Antonio de Villena) o Lucrecio salmantino (como me atrevo a llamarlo, por lo mucho de epicúreo y de salmantino que tiene este, su libro[2]) y fue merecedor del Premio Jaime Gil de Biedma y finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León en 2020.

El poemario consta de 39 poemas, en su mayoría relacionados con los jardines, como homenaje al Jardín Gulbenkian[3] en Lisboa, Portugal; aunque, según iré detallando, la metáfora del jardín cumple diferentes funciones relacionadas con los intereses escriturales de su autor, como parte de sus horizontes intelectuales y artísticos (poeta, traductor, ensayista, pintor y catedrático de latín en la Universidad de Salamanca), entre ellos el valor de la fineza de las palabras, la composición de sus formas (como cuerpos esbeltos inmortalizados en una escultura que conserva los restos de un héroe griego), el proceso de creación y la textura (como si vasijas fueran, en completa sintonía con Horacio).

Por su lado, prácticamente todos los textos se encuentran dedicados a un amigo, familiar, profesor, colega y poeta (muertos o en vida) y el libro en general, a la memoria de sus padres, quienes hoy cultivan amor en el jardín del cielo, conectado a través de los recuerdos, con el inmenso bosque de palabras de Juan Antonio González Iglesias. Dadas estas circunstancias, resulta posible, según el tallo de mi imaginación, plantear que las dedicatorias son las frutas, quizás más esbeltas, que conforman el poliédrico paraíso[4] de este Horacio del siglo XXI, quien aún hoy, en un mundo dinamizado por la velocidad feroz de un Tiranosaurio llamado Internet y en la mayoría de ocasiones, por el excesivo ruido de las redes sociales, sorprende por mantenerse firme respecto a su lejanía de los Coliseos digitales, para refugiarse en los más sagrados espacios del bosque, de las piedras, de los sublimes cristales azulados, de los ríos (compartiendo, a través de podcast, historias con el Tormes, para que  los huchos, lucios, alburnos y las truchas se alimenten con sus palabras, nutridas de ecobotánica, misticismo, filosofía, ética, erudición, belleza, amor, humanismo, madurez, esperanza, contemplación, asombro, lentitud, formas, silencio[s] y de una muy peculiar sensibilidad, cuyos efectos podrían compararse con el voltaje de un Tesla).

En este libro, las palabras son piedras que, detrás de sí, conservan enigmas, grabados, historias, heridas, cicatrices, átomos y partículas diminutas de ecosistemas; tal y como el lenguaje, conformado por morfemas, silencios, sílabas y, siguiendo los juegos retóricos de González Iglesias, de sonidos que suenan porque no suenan. Gulbenkian es parte de ese misterio que marca y anima la escritura de este poeta, quien como filólogo clásico ve en las palabras pequeños o grandes animales que pueden atravesarse con un bisturí, para examinar qué hay dentro de sus cuerpos. También, conduce a González Iglesias a una lengua y a otra, como un saltamontes, hasta llegar al universo del símbolo, como sucede con la rosa, asociada con el amor, la sangre, la vida, la belleza, la conquista y por qué no, en su totalidad polisémica, con el poema, comprendido, quizás, como un agujero cósmico en donde caben miles de agujeros danzantes.

Tales relaciones son propias de los acercamientos permitidos por la poesía de González Iglesias, quien arranca estableciendo una red entre el jardín y la liturgia; es decir, en ambos se encuentra el misterio, el espíritu de la humanidad, la esperanza, la fe, el culto y el camino hacia la verdad, así como en el contacto entre el mundo grecolatino y el siglo de las humanidades digitales, como propósito para rescatar lo esencial de lo perdido o refugiado en el jardín, el cual “Recupera una dulzura irrecuperable / que de pronto está a nuestro alcance como lo están las frutas. / Preserva la constancia de que el mundo fue bueno. Aporta un conocimiento envolvente” (en “Jardim Gulbenkian”, p. 17). Sin duda, es un lugar sagrado y la humanidad debe regresar a él, porque sólo de esta forma podrá llevarse una vida más plena, rodeada de felicidad y de ataraxia (modelos de vida que sólo se alcanza con entrenamiento).

La poética que González Iglesias muestra posee una belleza que, en sí misma, contiene el sabor añejo de un vino procesado durante varios años. Muchos de los poemas contienen enseñanzas que el lector podrá olfatear, degustar y ojalá descifrar a través de los silencios, lo visible y lo invisible, lo dicho sin decir[5] y los espacios que el lenguaje ha dejado para las sensaciones, tal y como aparece en “Poente”: “Si no es para nosotros este vino, / ¿para quién? El asombro mudo cabe / en unas cuantas sílabas” (p. 20). En este caso, no sólo aparece una referencia a la precisión que el poeta debe buscar en la escritura creativa, utilizando pocas palabras que sin decir digan mucho, sino también a la vida, en tanto es necesario abrir las puertas a las emociones o las semillas dentro de una fruta. En este caso particular, el asombro vendría siendo uno de los néctares principales del jardín.

Desde esta óptica, podría proponerse lo siguiente, perder el asombro es agotar las ganas de recuperar la infancia perdida. Él funciona como modelo de vida, metáfora carnal cuya finalidad es la búsqueda de la armonía espiritual en un atardecer, en una planta, en un abrazo o en lo sencillo, tal y como lo dice el poema, mismo título (“Lo sencillo”): “Lo sencillo está diseminado por el mundo […] lo complicado no prevalecerá”. En este caso, nuevamente, la sencillez está vinculada con la manera como González Iglesias comprende el proceso creativo: hacer de lo riguroso, lo erudito y lo difícil algo sencillo a través de la contemplación del asombro y lo bello. También, se puede relacionar con una filosofía humanística en donde el ser humano, a través de la práctica, la observación y el conocimiento de los antiguos, los sacerdotes, poetas, filósofos, maestros o jardineros de la palabra, debe aprender a caminar con sencillez y humildad, con el objetivo de distanciarse de la mayor cantidad de preocupaciones posibles y apegos materialistas o de plaguicidas que puedan destruir o contaminar las plantas del huerto; lograr el nova sint omnia de Santo Tomás de Aquino, como una especie de purga para los insectos, —nosotros—, quienes nacemos gusanos y debemos apreciar y valorar el don del asombro para convertirnos en mariposas, antes no.

Por otro lado, en “Un podcast sobre Dante a medianoche” (p. 26) quedan manifiestas algunas claves sobre cómo rejuvenecer el lenguaje y los temas (así como las frutas de un jardín, con un mejor cuidado, pueden adquirir diferentes sabores, ojalá sobresalientes o recuperar aromas ya perdidos) a través del tejido de elementos cotidianos, grecolatinos y posmodernos[6]. En este caso particular, interesa la forma como asoma su mirada en la grieta mayor de una época banal, torpe y de ruidos excesivos en la que su físico sobrevive, la caída de la Ciudad Letrada, aunque no así su espíritu (mantiene una filosofía de vida y busca transmitirla, para bien, en sus lectores), en donde subsisten Horacio, Virgilio y Lucrecio (sólo por citar tres poetas antiguos): “Doy por perdido / el mundo en esta época sin cítaras.” (p. 26). Se está frente a la posmodernidad estética comprendida como un episteme ontológico en donde Orfeo es cada vez más consciente de que perdió a Eurídice y por eso la sufre cada vez más. Este asunto se ve reflejado en “poéticas” (si así amerita llamarlas) cada vez más mediocres, en tanto se encuentran lejanas del valor de la cítara que, para dicha de sus lectores, todavía conserva la poética de González Iglesias, quien, así como lo menciona en el poema “Estable tesoro” (pp. 27-28), sabe muy bien elegir y descartar las palabras que deben ir o no en un poema, pues sólo así podrán sobrevivir en un jardín perdurable y no en una cloaca digital efímera (aunque hoy parezca lo contrario, que es eterna).

Sin la necesidad de tener redes sociales, la poesía de Juan Antonio González Iglesias invita a meditar respecto al modelo de vida destructivo que el ser humano actual lleva al alejarse o llevará, si se aleja de lo sagrado, del silencio y de sitios vitales para la salud y el espíritu en armonía con los antiguos. Aconseja, sin decirlo directamente, alejarse del mercado del consumismo, el individualismo, los espectáculos, los shows y la fama dulce de los más egocéntricos, porque más que popularidad, interesar poder vivir tranquilo en el jardín, descansar en él, volverse palabra, árbol, río, animal o planta al mismo tiempo. Por eso, aquí, los jardines son símbolos del poema, de la vida, del espíritu, de nuestros cuerpos y nuestros sueños (piedra angular de la imaginación y, por tanto, de la supervivencia del asombro y el arte producido con una belleza explosiva). La poética de González Iglesias ve la salvación en el huerto, que es igual a lo litúrgico en tanto cercanía con nuestro espíritu; alcanzar el ascetismo, una vida en armonía con lo sagrado o con la llegada de un Dios, “[…] que estará también en todo / cuando ya no esté todo” (en “Tan sin ruido”, pp. 58-59, dedicado a Santa Teresa de Jesús), paradoja propia de las retóricas místicas.

Interesa también detenerse en la importancia que tiene Salamanca en la poesía de González Iglesias, pues este lugar sigue siendo su primera infancia, su cordón umbilical. El río Tormes, por ejemplo, es relevante para él (haciendo homenaje, así, a Miguel de Unamuno, a Aníbal Núñez, Jaime Siles y tantos otros poetas españoles [salmantinos de nacimiento o no], quienes en dicho río han contemplado el asombro y despertado una parte de esa infancia perdida que todos tenemos dentro), pues incluso, en el poema “Arquero luminoso” (p. 69): “Aunque es un dios menor, su cuerpo es grande. / Se llama Tormes” (p. 69) lo convierte en una divinidad. Quien lea este texto y camine por el Tormes, ya no volverá a ver igual, será imposible con dejarse sumergir por él y sentir el asombro de su misticismo. Asimismo, muy importante es también el poema largo “Bosque de pinos en Atenas Castellana” (p. 33), en donde, por lo menos en mi caso, es imposible no pensar en un imponente pino que se aprecia en las afuera del Palacio de Anaya, el cual, en dicho texto, es concebido como un ser victorioso, en tanto logra la fortaleza y la forma hacia el Sol (en ascenso y en busca de la luz, propósito humano y del poema). Esto explica por qué la dedicatoria es para el salmantino Antonio López Eire, quien fuera catedrático de filología griega en la Universidad de Salamanca desde 1978 hasta su muerte en 2008.

Además, en este poemario, el agua y los ríos en general son muy importantes porque forman parte de los conductos por donde circulan las palabras y al mismo tiempo, de los rituales hacia una vida más plena, armoniosa, de mayores contemplaciones y en donde ya no importa tanto la velocidad, sino la lentitud para poder apreciar mejor las cosas, incluso la vida, meteorito de asombros. Véanse poemas como “Debería ir recto” (pp. 61-62) y “Poco a poco” (p. 63) o préstese diminuta atención al siguiente fragmento de “Tan sin ruido” (pp. 58-59): “El mármol blanco / no tuvo prisa, esperó debajo / de la policromía, tiempo al tiempo, / como un amanecer. Todo nos llega / tan sin ruido” (pp. 58-59), en donde la lejanía del ruido y el valor de la lentitud, la calma, el destino de la mutación (el paso del aprendiz al maestro), son piezas clave de esa filosofía humanística a la cual este libro nos invita.

González Iglesias, de manera ingeniosa, en “Frick collection retrato de Tomás Moro” (pp. 65-66) finge querer ser lo que en su gran mayoría ya es gracias a su quehacer literario y a una vida antigua y actual en poesía. Las palabras ocultan sus ideales y gran parte de su identidad, intentando engañar al lector, pues no le interesa presumir. Vive de la humildad, de la lentitud del asombro, de la contemplación, el amor hacia la lectura y el conocimiento del jardín, que es conocerse más a sí mismo en el lenguaje del silencio, de los sueños y de lo epifánico: “Me habría gustado ser, como él, filósofo. / Leer libros latinos y escribirlos. / Pensar otro país, donde los hombres / pudieran ser felices, uno a uno /. Repartiendo su vida entre el cultivo / de la tierra, el descanso y el estudio. / Soñar una metáfora, inventar / en un libro de oro una palabra / para esa isla nueva, en griego antiguo” (p. 65). Estos son los ideales de un jardinero humanista, tardoantiguo posmoderno, cristiano heterodoxo, utópico, virgiliano, dantesco y epicúreo, quien, en otros cinco poemas del jardín, ofrece parte de sus néctares y nos invita a saborearlos y conservar sus nutrientes en nuestra mente y espíritu hasta que en ellos sigan floreciendo rosas, lo cual es sinónimo de habitar el lenguaje de la belleza y el amor:

 

 

 

Poemas de Juan Antonio González Iglesias

 

 

 

Palabras sobre la poesía de Homero

 

Para Julián Méndez Dosuna

 

Palabras que describen las palabras

de Homero, todas fluyen, son enérgeia,

palabras rumorosas, que transcurren

y que avanzan, movidas

por su propio vigor,

y por ese motivo

acuden a su orilla

los otros seres vivos, sobrevuelan

las aves de su caudal, y van los peces

dentro de su caudal, como el Nautilus,

y así el lenguaje busca

también el agua, así la sobrevuela

sin importar cuál sea nuestro idioma,

y nada en su caudal, porque es un río.

 

 

 

 

Academia

 

Para Vicente Cristóbal López

 

Horacio cuenta que aprendió en Atenas

a distinguir lo recto de lo curvo.

Esta noticia rara, algo enigmática,

nos la da en una carta escrita en verso

que envió a Augusto. Lo aprendió en el bosque

de Academo, jardín para los héroes,

para Cástor y Pólux, sus olivos

de verde plata bajo la tutela

de Atenea. Y allí empezó Platón

a impartir clase, dentro del recinto

en el que jóvenes de toda Grecia

ejercitaban su musculatura,

y su conocimiento. En los dominios

del sagrado jardín pronunció algunas

de sus lecciones memorables sobre

Dios o el lenguaje o el amor, allí

dialogó alguna vez con los mejores

de sus discípulos. Allí no entraba

nadie que no supiera geometría.

Allí entró Horacio, como si los siglos

no pasaran. Los árboles talados

daban sombra otra vez. Cuenta que allí

con veinte años pudo dedicarse,

acompañado de otros soñadores,

a buscar la verdad, quarere verum,

y que unos tiempos duros lo alejaron

de aquel grato lugar. Que, despojado

de todo, el único refugio, el único

jardín que le quedó fue la poesía.

 

 

 

 

Leer

 

In memoriam Carmen Jodra

 

Recostada en el olmo, la que lee

a la orilla del Tormes, ha elegido

la mejor parte. Tiene entre sus manos

el lenguaje. Ha elegido muchas cosas,

la hora, el libro y el lugar en sombra,

el agua y no hacer nada, o no hacer nada

más que leer, dejarse ser. Leer

es mejor que escribir, mejor que hacer,

mejor que todo. Es una primicia.

Escucha ese silencio que le dice.

Ha elegido en verdad la mejor parte.

No le será quitada.

 

 

 

 

Los animales son los dueños del espacio

 

Los animales son los dueños del espacio.

Y los bosques, del tiempo. En este día último

de diciembre he mirado por distintas ventanas

los árboles, las aves, yo soy el que parece

no seguir aquí ya, casi sin ver acepto

que nada es mío. Está bien así. Despojado

de todo estoy mejor. Ya es bastante decirlo.

Lo único que tengo es lo que dice algo.

Estoy con el lenguaje. Soy lenguaje. Esto es.

 

 

 

 

He oído

 

Para los capuchinos de El Pardo

 

He oído en una conferencia

que hay uno

que asume todo nuestro desconsuelo.

Y he leído, en un libro

de un poeta, que hay uno

que puede verlo todo sin odiar.

Tienen que ser el mismo.

 

 

 

 

 

REFERENCIAS

González Iglesias, J. A. (2019). Jardín Gulbenkian (XXIX Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma). Visor.

 

***

NOTAS

[1] Para el título de este comentario he extraído un verso del poema “Poente” (p. 20), pues almacena gran parte de lo que le ofrece la lectura y forma parte de los paradigmas aquí comentados.

[2] Poeta y ensayista costarricense, aunque se considera habitante del mundo. Graduado de la Universidad de Costa Rica. Máster en Textos de la Antigüedad Clásica y su Pervivencia de la Universidad de Salamanca, donde actualmente es investigador predoctoral gracias a una beca del Banco Santander. Colabora en distintas revistas literarias y científicas en donde intenta compartir sus pasiones e impresiones respecto al mundo literario, como una manera de promover y difundir la lectura, labor que articula con la escritura creativa. Contacto: idu17933@usal.es

[3] Por no decir también francés, español, portugués y grecolatino, tipos de frutas que recolecta en su canasta de víveres (tradiciones).

[4] Este sitio rodea el Museo Calouste Gulbenkian de Lisboa.

[5] En el pórtico del libro, firmado el 22 de septiembre de 2019, González Iglesias menciona lo siguiente: “Ni por un momento he dejado de pensar que jardín significa paraíso” (p. 12)

[6] “Lo esencial no hace falta decirlo, para eso / tenemos el silencio” (en “Piedra angular”, p. 29).

[7] En “Hontanar” (p. 39) también aparecen elementos del mundo contemporáneo como lo son Google lens y Wikipedia, los cuales, en este caso no liga con Grecia, Roma ni Italia, sino con Portugal, propiamente con Pessoa, quien junto con Sophia de Mello Breyner Andresen y Ana Luísa Amaral, podrían considerarse colofones en su obra.

Juan Antonio González Iglesias (Salamanca, España, 1964). Poeta, traductor y pintor. Doctorado en Filología clásica por la Universidad de Salamanca. Actualmente es prof ... LEER MÁS DEL AUTOR