José Watanabe

Hombre adentrado en el bosque

 

 

 

 

 

La piedra alada

 

El pelícano, herido, se alejó del mar

y vino a morir

sobre esta breve piedra del desierto.

Buscó,

durante algunos días, una dignidad

para su postura final:

acabó como el bello movimiento congelado

de una danza.

Su carne todavía agónica

empezó a ser devorada por prolijas alimañas, y sus

huesos

blancos y leves

resbalaron y se dispersaron en la arena.

Extrañamente

en el lomo de la piedra persistió una de sus alas,

sus gelatinosos tendones se secaron

y se adhirieron

a la piedra

como si fuera un cuerpo.

Durante varios días

el viento marino

batió inútilmente el ala, batió sin entender

que podemos imaginar un ave, la más bella,

pero no hacerla volar.

 

 

 

El lenguado

 

Soy

lo gris contra lo gris. Mi vida

depende de copiar incansablemente

el color de la arena,

pero ese truco sutil

que me permite comer y burlar enemigos

me ha deformado. He perdido la simetría

de los animales bellos, mis ojos

y mis narices

han virado hacia un mismo lado del rostro. Soy

un pequeño monstruo invisible

tendido siempre sobre el lecho del mar.

Las breves anchovetas que pasan a mi lado

creen que las devora

una agitación de arena

y los grandes depredadores me rozan sin percibir

mi miedo. El miedo circulará siempre en mi cuerpo

como otra sangre. Mi cuerpo no es mucho. Soy

una palada de órganos enterrados en la arena

y los bordes imperceptibles de mi carne

no están muy lejos.

A veces sueño que me expando

y ondulo como una llanura, sereno y sin miedo, y más grande

que los más grandes. Yo soy entonces

toda la arena, todo el vasto fondo marino.

 

 

 

La mantis religiosa

 

Mi mirada cansada retrocedió desde el bosque azulado por el sol

hasta la mantis religiosa que permanecía inmóvil a 50 cm. de mis ojos.

Yo estaba tendido sobre las piedras calientes de la orilla del Chanchamayo

y ella seguía allí, inclinada, las manos contritas,

confiando excesivamente en su imitación de ramita o palito seco.

Quise atraparla, demostrarle que un ojo siempre nos descubre,

pero se desintegró entre mis dedos como una fina y quebradiza cáscara.

 

Una enciclopedia casual me explica ahora que yo había destruido

a un macho

vacío.

 

La enciclopedia refiere sin asombro que la historia fue así:

el macho, en su pequeña piedra, cantando y meneándose, llamando

hembra

y la hembra ya estaba aparecida a su lado,

acaso demasiado presta

y dispuesta.

Duradero es el coito de las mantis.

En el beso

ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él

y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,

que va licuándole los órganos

y el tejido del más distante vericueto interno, mientras le hace gozo,

y mientras le hace gozo la lengua lo absorbe, repasando

la extrema gota de sustancia del pie o del seso, y el macho

se continúa así de la suprema esquizofrenia de la cópula

a la muerte.

Y ya viéndolo cáscara, ella vuela, su lengua otra vez lengüita.

 

Las enciclopedias no conjeturan. Ésta tampoco supone qué última palabra

queda fijada para siempre en la boca abierta y muerta

del macho.

Nosotros no debemos negar la posibilidad de una palabra

de agradecimiento.

 

 

 

Hombre adentrado en el bosque

 

Está sentado sobre un pino caído.

Entre el balanceo de los árboles observa el espejear

de la esfera de aluminio

que corona la torre puntiaguda del Pabellón del Cáncer.

Difícil símbolo

la esfera.

El hombre baja la mirada. Su alrededor es más amable:

los pétalos de la ‘Cati en Llamas’ parecen crepitar en el verdor

de la yerba,

un insecto que sería avista si no fuera tan azul

taladra su nido en un alerce. Y también mariposas.

No hay pájaros, tal vez el indicio de una posible tormenta.

Es el inestable tiempo de entre estaciones.

Pero ahora es el sol bajando en haces que se pierden el el humus.

Un haz no se pierde,

incide en un pequeño charco de lluvia.

El charco refulge y la raíz próxima de un pino se esfuma.

Y asimismo

y completamente

desaparece un conejo blanco que de huida salta al centro del

agua fulgurante.

Y esperándolo y no viéndolo más, el hombre pregunta:

‘¿Y si la luz lo ha llevado a otro planeta

y el conejo, ya animal de otra sustancia, corre contento

sin haber padecido el rigor de trampa, cuchillo, escopeta, zorro,

enfermedad u otro modo

de la muerte?’

(‘Oh Señor, no es de la muerte que quiero huir sino de sus

terribles modos’)

Ya no es amable su alrededor.

El viento del tiempo inestable desciende violento.

 

 

 

El guardian del hielo

 

Y coincidimos en el terral

el heladero con su carretilla averiada

y yo

que corría tras los pájaros huidos del fuego

de la zafra.

También coincidió el sol.

En esa situación cómo negarse a un favor llano:

el heladero me pidió cuidar su efímero hielo.

 

Oh cuidar lo fugaz bajo el sol…

 

El hielo empezó a derretirse

bajo mi sombra, tan desesperada

como inútil.

Diluyéndose

dibujaba seres esbeltos y primordiales

que sólo un instante tenían firmeza

de cristal de cuarzo

y enseguida eran formas puras

como de montaña o planeta

que se devasta.

 

No se puede amar lo que tan rápido fuga.

Ama rápido, me dijo el sol.

Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,

a cumplir con la vida:

yo soy el guardián del hielo.

José Watanabe (Perú, 1946-2007). Poeta, narrador, guionista de cine y documentales. Reconocido como uno de los grandes de Latinoamérica. Tuvo especial a ... LEER MÁS DEL AUTOR