José Manuel Caballero Bonald

Mi propia profecía es mi memoria

 

 

 

 

Cuarto creciente

 

Cuando Aljarifa recorrió la alfombrada penumbra de aquel burdel de Chauen,

todo el lujoso azogue de su cuerpo adquirió un grado de desnudez

deslumbradoramente irracional. Carne inconclusa donde anidaban todavía

las liendres del peregrinaje, se hizo de pronto insurgente y plenaria

como la de una virgen en la inminencia del degüello. Cerca de allí

se abrían las tiendas de los nómadas y una enfermiza música se iba dignificando

entre las hojalatas y los vellocinos. La habitación olía a almoraduj

y a papeles de Armenia, mientras un vaho de animales nacidos en cautividad

salía del mullido sopor de las almohadas. Y así hasta que el tiempo se detuvo

en un friso taraceado de estrellas de albayalde, entre cuyos emblemas

discurría una luz acrobática parecida al letargo. Pero ella,

la regidora del cuarto creciente, era una flor lasciva instalada en la noche.

Era la araña que copula sin dejar de bailar entre una algarabía de ajorcas y sonajas.

El esmaltado vientre vibraba en el diván como un espasmo de pandero

y un mundo de sacrales lujurias sincopaba de pronto la rítmica hegemonía de los pezones.

Canon de la hermosura, su único error había consistido en rasurarse el pubis

cuando medio entendió que descendía por línea colateral de los Abencerrajes.

 

 

 

 

Domingo

 

La veis un día domingo.

Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado

(no la podéis mirar),

un traje donde cuelgan trabajos, tristes hilos,

pespuntes de dolor, esperanzas sangrantes

hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,

de ir gastando mañanas, hombres de cada día,

en las estribaciones de un pan dominical.

 

La veis venir acaso de un azar con ternuras,

de una piedad con fábulas; la veis

venir y no sabéis que está llamándose

lo mismo que la vida,

lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,

hecho carne de engaño y servicial,

cortado a la medida de mensuales lágrimas,

de quebrantos tejidos con la última

hebra de la intemperie, con las briznas

de ese telar de amor donde aprendemos

la hermandad necesaria que es un cuerpo sin nadie.

 

Sucede que es un día más bien canción que número,

más bien como una lluvia de inclemente mirada,

de humilde mano abierta

que volverá a vestir de desnudez la vida.

Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,

ya es mentira ese tiempo blandamente nocivo

que se nos va quedando alquilado en la piel,

que se nos gasta hasta dejarnos

un mísero rastro de caricia vacía,

llegar a confundirnos en un domingo anónimo,

en un amor sin cuerpo, hilvanando de lástima.

 

Y entonces, ese día, el domingo,

viene llegando, corre, se nos acerca

(todos la conocemos),

nos mira igual que un charco

de amor recién secado, nos contagia

de todo cuanto es puro en su día siguiente,

porque está consolándose con un jornal caduco,

está desviviéndose

en una pobre sucesión de acopios para amar,

de ir contando los años por tránsitos de trajes,

por memorias zurcidas, por sueños arrancados

del retal de un domingo cegador e ilusorio.

 

 

 

 

El hilo de Ariadna

 

Posiblemente es tarde, pero ¿cómo

poder asegurarlo

mientras Hortensia canta y no se oye

más que su grito de musgosa

lascivia y alguien

habla con alguien de la conveniencia

de acostarse borracho?

 

De repente

se desató la cinta, vuelto

hacia el espanto de la lámpara,

el acezante cuerpo,

y en lo tenso del vientre vi

la cicatriz, no producida

sino por el rencor contra ella misma

con algún instrumento

preferentemente cortante.

 

Vaho

de alcohol y de tabaco te esmalta

el rostro bruno, Hortensia, dime,

¿hacemos algo aquí que nos impida

quedarnos juntos

hasta que ya no sea tarde?

 

En vano hubiese preferido

no mirar. Movible cuerpo y sin embargo

exangüe, desplazaba

sus ya finales contorsiones

en medio de la pista. En vano

hubiese sido huir y no

por reencontrarnos. Pechos

como luciérnagas, tenues, punzantes

por las crestas no lácteas, ¿ quién

iba a atreverse a interrumpir

su equidistante brevedad, desnudos

como estarían luego en el amanecer

del trópico?

 

Hortensia, amor mío, nadie

te va a arrastrar si tú no quieres

desesperadamente que lo haga.

 

Playa de Naxos, la mayor

de las Cícladas, ya a lo lejos

reverberando entre los barracones

del batey y el bullicioso verde

del manglar, confundida ahora

con otros libres turnos litorales

donde ni tú ni yo nos conocíamos.

Abandonada por Teseo, ¿ibas

a despeñarte tú, rebelde por instinto

como tu padre negro apaleado

en Key West (Florida)?

 

Si pudiera

reconstruir un solo

rincón de aquella playa

sin salida posible, si pudiera

volver al sitio aquel, reconocer

la cerrazón de la cabaña, andar

a tientas hasta el último

recodo del silencio, ¿oiría

algo distinto a la fricción

de unas piernas con otras, al barrunto

de alguien aproximándose

en lo oscuro? ¿Vería

aún desde allí, ya en el terrado

de Sanlúcar, asiéndome

al parteluz de la ventana, el bulto

azul de los faluchos y, más cerca,

la agitación de las fogatas

que encendían los sigilosos

areneros?

 

Imágenes sin ojos

pasan con más tenacidad que el giro

extenuante del recuerdo. Hortensia,

hija de Minos, no

es tarde todavía, ven, veloces

son las noches que hemos vivido ya:

aún estamos a tiempo

de no querer salir del laberinto.

 

 

 

 

Entra la noche como un trueno…

 

Entra la noche como un trueno

por los rompientes de la vida,

recorre salas de hospitales,

habitaciones de prostíbulos,

templos, alcobas, celdas, chozas,

y en los rincones de la boca

entra también la noche.

 

Entra la noche como un bulto

de mar vacío y de caverna,

se va esparciendo por los bordes

del alcohol y del insomnio,

lame las manos del enfermo

y el corazón de los cautivos,

y en la blancura de las páginas

entra también la noche.

 

Entra la noche como un vértigo

por la ciudad desprevenida,

rasga las sábanas más tristes,

repta detrás de los cobardes,

ciega la cal y los cuchillos

y en el fragor de las palabras

entra también la noche.

 

Entra la noche como un grito

por el silencio de los muros,

propaga espantos y vigilias,

late en lo hondo de las piedras,

abre los últimos boquetes

entre los cuerpos que se aman,

y en el papel emborronado

entra también la noche.

 

 

 

 

Barranquilla la nuit

 

Cuerpo inclemente, circundado

por un vaho de frutas, desguazándose

en la tórrida herrumbre

portuaria,

¿no eran

los labios como orquídeas

mojadas de guarapo, no tenían

los ojos mandamientos de cocuyos

y allí se enmarañaban

la excitación y la indolencia?

 

Mórbida efigie de esmeralda

y musgo, entrechocan sus pechos

entre la mayestática cochambre

de la noche.

 

Desnuda

antes que alerta y disponible,

desnuda nada más, desmemoriada

sobre un cuero de res, el vientre

húmedo de salitre y en el cuello

el amuleto pendular de un dado

cuyo rigor jamás aboliría

los tercos mestizajes del azar.

 

Rauda la carne y prieta

como un sesgo de iguana, surca

los fosos coloniales, deposita

en las inmediaciones del marasmo

una aromática cadencia

a maraca y sudor y marigüana,

mientras cumple el amor su ciclo

de putrefacta lozanía

en el nocturno ritual del trópico.

 

 

 

 

Diosa del ponto euxino

 

Su cuerpo está desnudo al borde de un gran atrio

lacustre, sólo se ven sus piernas

asomando entre espumas

repulsivas, se parece a una estatua

cubierta de criptógamas y a un animal

exangüe se parece también.

 

Las rémoras del frío, los dientes

del salitre penetran entre sus gangrenados

senos, y ya emerge, adopta como Telethusa

actitudes lascivas mientras roen

su memoria las parcas y se quiebran

los bizantinos vidrios de sus ojos.

 

Olvidada de Ovidio, aguarda absorta

el dictamen del tiempo, se inocula de gérmenes

olímpicos, incita a los que acuden

para verla vivir.

 

Todos hurgaron

ávidamente en las marmóreas grietas

que iban surcando las estribaciones

más vulnerables de su cuerpo. Pero

nadie la pudo profanar sin antes

haber vendido su alma al Taumaturgo.

 

 

 

 

Carnal fuego amoroso

 

Amor, primera forma de vivir, escucha:

¿eres tú la tristeza que enciende mi destino,

o acaso sólo existes desde un ser que sonríe

mientras tiemblan sus ojos esperando en los míos remansarse?

 

Yo no sé si te tuve, ¡oh amor! , dulce manera de luchar,

no sé siquiera si alguna vez

tus vigentes, iniciadas, estremecidas manos

tejieron en mi piel su táctil alegría.

 

Un día -lo recuerdo lo mismo

que si ahora en mi pecho me llegara el instante-,

creyó mi corazón que tú lo restañabas,

que tú te debatías dentro ya de mi cuerpo,

doblándome la carne, derrotándola en dichas,

contra la humana tierra de un país hermosísimo.

Pero escúchame, amor, carnal fuego armonioso,

escúchame no quieto, no tendido a mis plantas,

sino allí donde reinas, donde en vuelo dominas,

¿ eras tú quien entonces refulgía en mi boca

desde otro ser que, amante, me centraba en el gozo?

 

Oh, no, no, tú no puedes oírme, tú no puedes hablarme,

porque aquello que el hombre más quisiera saber

responde siempre mudo dentro de su belleza.

Pero yo sí respiro los aires que tú sorbes;

sé que eres un pájaro que entre nubes desciende

hasta el lumbror premioso de los trinos,

o tal vez esta rosa familiar, llameante,

que derrama en sus pétalos tanta gloria de savias.

Estás allí, lo sé, bajo la tarde núbil,

bajo la noche y la mañana que por ti, brilladoras, renacen,

en los vientos que marchan y regresan un día

trayendo el mismo aroma virginal de las cumbres.

Y aquí, sobre esta humana vocación de ser piedra,

también es tu presencia la que late,

también es tu ternura, tu flagrante dominio,

el que enflora de vida los pechos que te ignoran.

Tú eres la luz de un paraíso donde el dolor se acuña

al gozo de unos cuerpos que, ávidos, se estrechan,

que, temblando, se aman bajo copiosos árboles

en cuya fronda un trino se extasía,

s0bre la hierba ,dulce abatida por un peso de dioses.

 

Oh amor, carnal fuego armoni0so, escucha:

escúchame la voz que por ti besa,

remózame las manos que acarician teniéndote ceñido,

abrígate en mi pecho donde tú palpitando me sostienes,

dame siempre tu forma, amor, tu celeste materia iluminada,

esa embriaguez con la que un cuerpo dentro de otro agoniza

por hundir en lo eterno la identidad humana.

 

 

 

 

Mi propia profecía es mi memoria

 

Vuelvo a la habitación donde estoy solo

cada noche, almacén de los días

caídos ya en su espejo naufragable.

Allí, entre testimonios maniatados,

yace inmóvil mi vida: sus papeles

de tornadizo sueño. La madera,

el temblor de la lámpara, el cristal

visionario, los frágiles

oficios de los muebles, guardan

bajo sus apariencias el continuo

regresar de mis años, la espesura

tenaz de mi memoria, toda

la confluencia simultánea

de torrenciales cifras que me inundan.

 

Mundo recuperable, lo vivido

se congrega impregnando las paredes

donde de nuevo nace lo caduco.

Reconstruidas ráfagas de historia

juntan el porvenir que soy. Oh habitaci6n

a oscuras, súbitamente diáfana

bajo el fanal del tiempo repetible.

 

Suenan rastros de luz allá en la noche.

Estoy solo y mis manos

ya denegadas, ya ofrecidas,

tocan papeles (este amor, aquel

sueño), olvidadas siluetas, vaticinios

perdidos. Allí mi vida a golpes

la memoria me orada cada día.

 

Imagen ya de mi exterminio,

se realiza de nuevo cuanto ha muerto.

Mi propia profecía es mi memoria:

mi esperanza de ser lo que ya he sido.

José Manuel Caballero Bonald Nació el 11 de noviembre de 1926, en Jerez, de padre cubano y madre de origen francés. Estudió en el Colegio de los Marianistas de Jerez. ... LEER MÁS DEL AUTOR