Mi propia profecía es mi memoria
Cuarto creciente
Cuando Aljarifa recorrió la alfombrada penumbra de aquel burdel de Chauen,
todo el lujoso azogue de su cuerpo adquirió un grado de desnudez
deslumbradoramente irracional. Carne inconclusa donde anidaban todavía
las liendres del peregrinaje, se hizo de pronto insurgente y plenaria
como la de una virgen en la inminencia del degüello. Cerca de allí
se abrían las tiendas de los nómadas y una enfermiza música se iba dignificando
entre las hojalatas y los vellocinos. La habitación olía a almoraduj
y a papeles de Armenia, mientras un vaho de animales nacidos en cautividad
salía del mullido sopor de las almohadas. Y así hasta que el tiempo se detuvo
en un friso taraceado de estrellas de albayalde, entre cuyos emblemas
discurría una luz acrobática parecida al letargo. Pero ella,
la regidora del cuarto creciente, era una flor lasciva instalada en la noche.
Era la araña que copula sin dejar de bailar entre una algarabía de ajorcas y sonajas.
El esmaltado vientre vibraba en el diván como un espasmo de pandero
y un mundo de sacrales lujurias sincopaba de pronto la rítmica hegemonía de los pezones.
Canon de la hermosura, su único error había consistido en rasurarse el pubis
cuando medio entendió que descendía por línea colateral de los Abencerrajes.
Domingo
La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no la podéis mirar),
un traje donde cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de dolor, esperanzas sangrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando mañanas, hombres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.
La veis venir acaso de un azar con ternuras,
de una piedad con fábulas; la veis
venir y no sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho carne de engaño y servicial,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las briznas
de ese telar de amor donde aprendemos
la hermandad necesaria que es un cuerpo sin nadie.
Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclemente mirada,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese tiempo blandamente nocivo
que se nos va quedando alquilado en la piel,
que se nos gasta hasta dejarnos
un mísero rastro de caricia vacía,
llegar a confundirnos en un domingo anónimo,
en un amor sin cuerpo, hilvanando de lástima.
Y entonces, ese día, el domingo,
viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es puro en su día siguiente,
porque está consolándose con un jornal caduco,
está desviviéndose
en una pobre sucesión de acopios para amar,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.
El hilo de Ariadna
Posiblemente es tarde, pero ¿cómo
poder asegurarlo
mientras Hortensia canta y no se oye
más que su grito de musgosa
lascivia y alguien
habla con alguien de la conveniencia
de acostarse borracho?
De repente
se desató la cinta, vuelto
hacia el espanto de la lámpara,
el acezante cuerpo,
y en lo tenso del vientre vi
la cicatriz, no producida
sino por el rencor contra ella misma
con algún instrumento
preferentemente cortante.
Vaho
de alcohol y de tabaco te esmalta
el rostro bruno, Hortensia, dime,
¿hacemos algo aquí que nos impida
quedarnos juntos
hasta que ya no sea tarde?
En vano hubiese preferido
no mirar. Movible cuerpo y sin embargo
exangüe, desplazaba
sus ya finales contorsiones
en medio de la pista. En vano
hubiese sido huir y no
por reencontrarnos. Pechos
como luciérnagas, tenues, punzantes
por las crestas no lácteas, ¿ quién
iba a atreverse a interrumpir
su equidistante brevedad, desnudos
como estarían luego en el amanecer
del trópico?
Hortensia, amor mío, nadie
te va a arrastrar si tú no quieres
desesperadamente que lo haga.
Playa de Naxos, la mayor
de las Cícladas, ya a lo lejos
reverberando entre los barracones
del batey y el bullicioso verde
del manglar, confundida ahora
con otros libres turnos litorales
donde ni tú ni yo nos conocíamos.
Abandonada por Teseo, ¿ibas
a despeñarte tú, rebelde por instinto
como tu padre negro apaleado
en Key West (Florida)?
Si pudiera
reconstruir un solo
rincón de aquella playa
sin salida posible, si pudiera
volver al sitio aquel, reconocer
la cerrazón de la cabaña, andar
a tientas hasta el último
recodo del silencio, ¿oiría
algo distinto a la fricción
de unas piernas con otras, al barrunto
de alguien aproximándose
en lo oscuro? ¿Vería
aún desde allí, ya en el terrado
de Sanlúcar, asiéndome
al parteluz de la ventana, el bulto
azul de los faluchos y, más cerca,
la agitación de las fogatas
que encendían los sigilosos
areneros?
Imágenes sin ojos
pasan con más tenacidad que el giro
extenuante del recuerdo. Hortensia,
hija de Minos, no
es tarde todavía, ven, veloces
son las noches que hemos vivido ya:
aún estamos a tiempo
de no querer salir del laberinto.
Entra la noche como un trueno…
Entra la noche como un trueno
por los rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozas,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.
Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.
Entra la noche como un vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más tristes,
repta detrás de los cobardes,
ciega la cal y los cuchillos
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.
Entra la noche como un grito
por el silencio de los muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las piedras,
abre los últimos boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche.
Barranquilla la nuit
Cuerpo inclemente, circundado
por un vaho de frutas, desguazándose
en la tórrida herrumbre
portuaria,
¿no eran
los labios como orquídeas
mojadas de guarapo, no tenían
los ojos mandamientos de cocuyos
y allí se enmarañaban
la excitación y la indolencia?
Mórbida efigie de esmeralda
y musgo, entrechocan sus pechos
entre la mayestática cochambre
de la noche.
Desnuda
antes que alerta y disponible,
desnuda nada más, desmemoriada
sobre un cuero de res, el vientre
húmedo de salitre y en el cuello
el amuleto pendular de un dado
cuyo rigor jamás aboliría
los tercos mestizajes del azar.
Rauda la carne y prieta
como un sesgo de iguana, surca
los fosos coloniales, deposita
en las inmediaciones del marasmo
una aromática cadencia
a maraca y sudor y marigüana,
mientras cumple el amor su ciclo
de putrefacta lozanía
en el nocturno ritual del trópico.
Diosa del ponto euxino
Su cuerpo está desnudo al borde de un gran atrio
lacustre, sólo se ven sus piernas
asomando entre espumas
repulsivas, se parece a una estatua
cubierta de criptógamas y a un animal
exangüe se parece también.
Las rémoras del frío, los dientes
del salitre penetran entre sus gangrenados
senos, y ya emerge, adopta como Telethusa
actitudes lascivas mientras roen
su memoria las parcas y se quiebran
los bizantinos vidrios de sus ojos.
Olvidada de Ovidio, aguarda absorta
el dictamen del tiempo, se inocula de gérmenes
olímpicos, incita a los que acuden
para verla vivir.
Todos hurgaron
ávidamente en las marmóreas grietas
que iban surcando las estribaciones
más vulnerables de su cuerpo. Pero
nadie la pudo profanar sin antes
haber vendido su alma al Taumaturgo.
Carnal fuego amoroso
Amor, primera forma de vivir, escucha:
¿eres tú la tristeza que enciende mi destino,
o acaso sólo existes desde un ser que sonríe
mientras tiemblan sus ojos esperando en los míos remansarse?
Yo no sé si te tuve, ¡oh amor! , dulce manera de luchar,
no sé siquiera si alguna vez
tus vigentes, iniciadas, estremecidas manos
tejieron en mi piel su táctil alegría.
Un día -lo recuerdo lo mismo
que si ahora en mi pecho me llegara el instante-,
creyó mi corazón que tú lo restañabas,
que tú te debatías dentro ya de mi cuerpo,
doblándome la carne, derrotándola en dichas,
contra la humana tierra de un país hermosísimo.
Pero escúchame, amor, carnal fuego armonioso,
escúchame no quieto, no tendido a mis plantas,
sino allí donde reinas, donde en vuelo dominas,
¿ eras tú quien entonces refulgía en mi boca
desde otro ser que, amante, me centraba en el gozo?
Oh, no, no, tú no puedes oírme, tú no puedes hablarme,
porque aquello que el hombre más quisiera saber
responde siempre mudo dentro de su belleza.
Pero yo sí respiro los aires que tú sorbes;
sé que eres un pájaro que entre nubes desciende
hasta el lumbror premioso de los trinos,
o tal vez esta rosa familiar, llameante,
que derrama en sus pétalos tanta gloria de savias.
Estás allí, lo sé, bajo la tarde núbil,
bajo la noche y la mañana que por ti, brilladoras, renacen,
en los vientos que marchan y regresan un día
trayendo el mismo aroma virginal de las cumbres.
Y aquí, sobre esta humana vocación de ser piedra,
también es tu presencia la que late,
también es tu ternura, tu flagrante dominio,
el que enflora de vida los pechos que te ignoran.
Tú eres la luz de un paraíso donde el dolor se acuña
al gozo de unos cuerpos que, ávidos, se estrechan,
que, temblando, se aman bajo copiosos árboles
en cuya fronda un trino se extasía,
s0bre la hierba ,dulce abatida por un peso de dioses.
Oh amor, carnal fuego armoni0so, escucha:
escúchame la voz que por ti besa,
remózame las manos que acarician teniéndote ceñido,
abrígate en mi pecho donde tú palpitando me sostienes,
dame siempre tu forma, amor, tu celeste materia iluminada,
esa embriaguez con la que un cuerpo dentro de otro agoniza
por hundir en lo eterno la identidad humana.
Mi propia profecía es mi memoria
Vuelvo a la habitación donde estoy solo
cada noche, almacén de los días
caídos ya en su espejo naufragable.
Allí, entre testimonios maniatados,
yace inmóvil mi vida: sus papeles
de tornadizo sueño. La madera,
el temblor de la lámpara, el cristal
visionario, los frágiles
oficios de los muebles, guardan
bajo sus apariencias el continuo
regresar de mis años, la espesura
tenaz de mi memoria, toda
la confluencia simultánea
de torrenciales cifras que me inundan.
Mundo recuperable, lo vivido
se congrega impregnando las paredes
donde de nuevo nace lo caduco.
Reconstruidas ráfagas de historia
juntan el porvenir que soy. Oh habitaci6n
a oscuras, súbitamente diáfana
bajo el fanal del tiempo repetible.
Suenan rastros de luz allá en la noche.
Estoy solo y mis manos
ya denegadas, ya ofrecidas,
tocan papeles (este amor, aquel
sueño), olvidadas siluetas, vaticinios
perdidos. Allí mi vida a golpes
la memoria me orada cada día.
Imagen ya de mi exterminio,
se realiza de nuevo cuanto ha muerto.
Mi propia profecía es mi memoria:
mi esperanza de ser lo que ya he sido.