Flores bajo los muertos
Selección y presentación de Albert Lázaro-Tinaut.
Estos textos han sido tomados de la Poesía completa de José Luis Hidalgo, publicada por la Consejería de Cultura y Deporte del Gobierno de Cantabria y el Centro de Estudios Montañeses, de Santander, en 1997.
La sombra de las sombras
Esas sombras de los túneles que no han llorado nunca.
Esas sombras que no hizo la luz,
que nadie vio moverse,
que solo conocen el gemido de los ferrocarriles.
Esas sombras tan tristes,
tan lejanas al aire.
Allí donde las piedras manan agua,
donde los lagartos nacen ciegos
por el peso de las montañas.
Allí, donde es menester
que las sombras devoren las llamas de los candiles
para poder mantenerse.
Allí, donde los ojos se enfrían
como un carbón apagado
caído en un charco de llanto.
Allí, donde hay arañas y pájaros enterrados
que se alimentan
de luces asesinadas.
Allí habitaba.
Allí estaba aquella sombra de las sombras.
La fábrica parada
Yo sé que el humo ya llora por el silencio de la tortuga
y por ese misterio innumerable de las ventanas cerradas.
El viento es el único que pasa por las puertas.
Quien crea que las chimeneas
pueden ser una lengua de fuego
se equivoca:
porque la chimenea ya solo es un pozo de silencio
clavado sobre el cielo
donde han quedado muertos
los negros pulpos de hollín.
El barril abandonado,
las arañas y esta clase de aceite
desean saber que por aquí pasa esto.
(Me duelen los oídos por falta de música.)
Decidme para qué sirve el carbón.
(Sólo quiero estar con los ojos en blanco).
La tortura de la luz
tan inútil como el vuelo de los caballos
cuando los hombres se mueren de hambre a lo largo de las aceras.
Amor así
Cuando dos cuerpos se unen para amar,
se quema más despacio la soledad de la tierra.
De corazón a corazón, de hueso a hueso,
saltan pájaros ardiendo como puñales,
piel del mundo o deseo donde la carne gime,
un gran río desnudo de inesperados crisantemos.
Cuando dos cuerpos se aprietan como bocas,
se empujan como voraces cataratas al rumor de la vida
perdiendo un posible contacto con la muerte que espera,
que sobre el olvidado planeta a lo lejos refulge
como un fantasma solitario y oculto.
Hombre o mujer, árboles vibrantes,
hirvientes besos estrujados y un ángel.
Amarse es poseer la tierra sin sombras para siempre.
Buques de carga
Embiste los muelles leve y arrepentido,
pero el silencio más negro vive arrollado en sus bodegas
lo mismo que las cuerdas,
los sacos reventando de materias oscuras,
los marineros rojos que gritan por cubierta
con palabras bañadas por el sol de cada idioma
que irrumpen por los escotillones de la blasfemia
o se posan puras como gaviotas en la grúa más alta.
Hay sudor que lubrifica la marcha de todo esto,
sudor de axilas y de frentes
de ingles calcinadas por el esfuerzo
de émbolos y tuercas
que paren cada día la velocidad necesaria.
Hombre de ciudad
Bajo la pálpebra verdosa del tranvía
muñeco de ciudad, hombre sin sueño,
sólo yo pude verte.
Llevabas vacía la chaqueta,
el talle desangrado y el cerebro
hueco, completamente hueco,
como el ojo de un muerto.
(Tu sombra te seguía como un perro,
verde también bajo la luz verdosa).
Lagarto
Por la calcárea piel y la corteza
córnea como el silencio de los fósiles
petrifica su prehistoria diminuta
donde la sangre se enfría detenida
y el sol se para al borde del secreto
del silencio,
la piedra
y la muerte.
He nacido y he muerto tantas veces…
¡He nacido y he muerto tantas veces!
El hombre que ahora soy no lo comprendo,
acaso no soy yo, es aquel otro
hundido y olvidado por las calles
que en una tarde amarga dejé solo.
Y quiero recordarlo y se me borra
perdido en la salida de los cines,
acaso en un retrato que mi madre
guardaba de la luz con mano triste.
Pero voy comprendiendo. Me supongo
acaso como soy, y escribo versos
y sueño para todos… Sí, comprendo,
para nacer hay que morir primero.
Mi corazón, mi vida…
Mi corazón, mi vida, mi sangre enarbolada,
bajo esta noche, hosca, tumbada como un perro,
te busca para siempre, honda huella del llanto,
para estrechar tu alma estremecida y pura
contra este pecho mío tan grande como el mundo.
Quiero tenerte aquí, quiero hundir tu tristeza
con el hacha amorosa de mi ardiente alegría.
Quiero, como una llama, arrancarte la duda
y probar que el dolor nos enseña la herida.
Mi amor no muere nunca, pero renace siempre.
Esta noche se ha alzado con la verdad desnuda
como una espada inmensa cuando sueña en la muerte,
aferrándose al puño que endurece su vida.
Tú calmarás mi fiebre, yo beberé en tus manos,
me miraré en tus ojos cuando encontrarme quiera.
De cada día haremos un corto paraíso,
una conquista nueva arrancada al vacío.
Serán cortas las horas, los meses y los años
para tanta hermosura en esta dicha altísima…
Aquí estoy, en la noche, llorando como un niño,
frágil cuerpo de hombre que estremecido espera.
Alrededor de ti crezco como la hierba
junto a la encina clara que le presta su sombra.
Porque en tu sombra habito y para ti me alzo
corazón, hacia arriba, sangre mía cimera,
en busca de tu tierna delicadeza fresca
que en un talle dulcísimo se me entrega ofrecida.
No quiero más, me basta, se me sosiega el ímpetu.
Como el agua a la mano me ciño a tu presencia
y te mojo la entraña de amor inexpresable.
Quiero vivir amándote, quiero morir contigo,
quiero que nuestras sangres circulen paralelas
hasta que nuestros cuerpos se pudran en la tierra.
Flores bajo los muertos
Bajo los puros muertos, a veces, brotan flores
blancas y dolorosas, que levemente gimen,
porque crecer es duro, porque crecer es triste
cuando un cuerpo sin vida en las espaldas pesa.
Entonces –escuchad– un pájaro detiene
el vuelo de sus alas y se apaga, se apaga,
mientras el hombre muerto, sin saberlo, transcurre
arriba, más arriba, sobre la tierra, solo.
Si en un mundo vacío crecieran estas flores,
qué vivamente irían al aire, a la alegría,
pero esta muerte mata su breve primavera,
como un gusano dulce, pisado y amarillo.
¿Y qué? Todo es lo mismo: crecer o derrumbarse,
tener sobre la carne una nube o la muerte,
doblarse ciegamente, doblarse como un río
con estas flacas flores, leves y detenidas.