José Lezama Lima

Rueda el cielo

 

 

 

  

Se esconde

 

Se esconde triunfal en su cuerpo.

De él me separa su voz

que voy sintiendo en la mía

navegando sus brazos ya cristales.

Menta que nieva del cielo a la garganta

hasta el sueño veloz si distraído,

tú por el alto cuello disfrazado

y destrozado por el blanco rielar de las espaldas;

tú en contraluz de barco gobernando,

guarnecido tumulto sin perderte,

en toros blancos pasas a otros ríos.

Lejos, sopladas conchas sobre sueños,

malos sueños chocando en los jardines,

sobre el mismo nivel de los hastíos.

Lejos, pluma entre islas, solo de jazmines,

girar de las sombrillas a la luna,

inclinarse girándulas besadas.

Patinados espejos entre islas

alzan tu frente en cielo navegable

por sirenas de añil que mortecinas

(entretejida lumbre de inmóvil océano)

saltan de la prisión desvaída de las manos

al exacto lamento de sus ojos.

Triunfal su cuerpo se esconde.

 

 

 

 

Herida fronda

 

Herida fronda

se desfigura en redondez

encendida y ponientes

sobre álamos apagados.

Mañanera deidad rehúsa,

el recuerdo y el humo pulsan hilos

de láminas que tiemblan,

o me escuchan y se recortan fríos

en cristal sobre arenas.

Dioses altos, borrosos.

El perfil de tu mano

entre dioses perdidos.

¡Claridad descompuesta! Se cierne

en mimbres agitados, en peldaños

huidos marchita nube en verde

cabecea sus hebras más delgadas,

cernidas tan heridas,

me recorren, me olvidan,

me despedazan, huyen.

Tus esquinas unidas,

perfección nadadora.

Palidez de los libros

en bostezo y velamen.

Curva fragante, chorro

de delfines cruzados.

Cielo en fiesta. Resbalan

blanduras hasta perderse

en anillos ceñidos.

Dulce luz acompasa

al raptor enguantado,

y el herido blancor

frunce su frenesí.

Se desdobla el soneto,

la arboleda y el raso,

sus galantes excesos

miro, regusto, palpo.

Mimbres encendidos.

Las almohadas tan fieles

a la fiel claridad,

alabastros acampan.

Redondez pasajera

prisionera en sus viajes

de inútiles mandatos,

alabanza a la fábula

del riesgo marginal.

Y las fresas reforman

los olvidos más puros.

Pureza del dormido.

Pereza del sonido.

Más allá de la aurora

dormidas hojas oyen.

 

 

 

 

Rueda el cielo


Rueda el cielo —que no concuerde

su intento y el grácil tiempo—

a recorrer la posesión del clavel

sobre la nuca más fría

de ese alto imperio de siglos.

Rueda el cielo —el aliento le corona

de agua mansa en palacios

silenciosos sobre el río—

a decir su imagen clara.

Su imagen clara.

Va el cielo a presumir

— los mastines desvelados contra el viento —

de un aroma aconsejado.

Rueda el cielo

sobre ese aroma agolpado

en las ventanas,

como una oscura potencia

desviada a nuevas tierras.

Rueda el cielo

sobre la extraña flor de este cielo,

de esta flor,

única cárcel:

corona sin ruido.

 

 

 

 

Son diurno


Ahora que ya tu calidad es ardiente y dura,

como el órgano que se rodea de un fuego

húmedo y redondo hasta el amanecer

y hasta un ancho volumen de fuego respetado.

Ahora que tu voz no es la importuna caricia

que presume o desordena la fijeza de un estío

reclinado en la hoja breve y difícil

o en un sueño que la memoria feliz

combaba exactamente en sus recuerdos,

en sus últimas playas desoídas.

¿Dónde está lo que tu mano prevenía

y tu respiración aconsejaba?

Huida en sus desdenes calcinados

son ya otra concha,

otra palabra de difícil sombra.

Una oscuridad suave pervierte

aquella luna prolongada en sesgo

de la gaviota y de la línea errante.

Ya en tus oídos y en sus golpes duros

golpea de nuevo una larga playa

que va a sus recuerdos y a la feliz

cita de Apolo y la memoria mustia.

Una memoria que enconaba el fuego

y respetaba el festón de las hojas al nombrarlas

el discurso del fuego acariciado.

 

 

 

 

Madrigal

 

El tallo de una rosa se ha encolerizado con las avispas

que impedían que su cintura fuese y viniese con las mareas

cuando estaba tan tranquila en las graderías de un templo

y un marinero llamado por la palabra marea

se ha unido a los clamores de alfileres sin sueño

y le ha dado un fuerte pellizco al tallo de una rosa

lo que no merecía lo que no alcanzaba en su sonrisa

en su cítara en su respiración tornasolada

la cólera de un marinero

mil manos que se alzaban en el remedo de un beso

en esta pirámide de besos

para que en lo alto más despacio más pañuelo más señorita

una rosa una rosa

que no puede aislar ni unas cuantas avispas encolerizadas

que la han vencido que se le han: pegado tenazmente a los flancos

y ya son ramita entre dos recuerdos.

Desconchamiento de lunas que no vienen

sus escamas de otoño

pero el niño que se ha quedado detenido

frente a los encantamientos

de un caballo blanco

se apresura en su dulce memoria de lunares

a evocar sus regalos para ingresar en la nieve

entre dos recuerdos de aire pulsado entre dos conchas

que recorren un hilo de sienes de sien a sien

como entre dos recuerdos

un dedo besado atormentado desnudado

una muchedumbre de Perseos enlunados

que esperan a los más crecidos cazadores de medianoche

porque ha llegado el día que no se alcanza

con media docena de cítaras

redondas espinas siempre festón de nieve enhebrado

que se adelantan con la crecida del aire

de dos conchas entre dos recuerdos

entrecortados silbidos en las graderías de un templo

hasta el instante en que es la sangre de hoy

hojas del recuerdo en las ventanas de las joyerías

ojos que miran cómodamente la avispa

mordiendo el tallo de una rosa

para negártelo en el aire guante fronda lenta flauta

la misma rosa que ha inclinado su frente para recoger tu pañuelo

y esconderlo hasta que pasen los cazadores de medianoche.

José Lezama Lima (Cuba, 1910 – 1976). Poeta y ensayista. Autor de una obra culterana poblada de enigmas, claves y alegorías. Su estética está signada po ... LEER MÁS DEL AUTOR