José Carlos Becerra

El otoño recorre las islas

 

 

 

 

EL OTOÑO RECORRE LAS ISLAS

A veces tu ausencia forma parte de mi mirada,
mis manos contienen la lejanía de las tuyas
y el otoño es la única postura que mi frente puede tomar para pensar en ti.

A veces te descubro en el rostro que no tuviste y en la aparición que no merecías,
a veces es una calle al anochecer donde no habremos ya de volver a citarnos,
mientras el tiempo transcurre entre un movimiento de mi corazón y un movimiento de la noche.

A veces tu ausencia aparece lentamente en mi sonrisa igual que una mancha de aceite en el agua,
y es la hora de encender ciertas luces
y caminar por la casa evitando el estallido de ciertos rincones.

En tus ojos hay barcas amarradas, pero yo ya no habré de soltarlas,
en tu pecho hubo tardes que al final del verano
todavía miré encenderse.

Y éstas son aún mis reuniones contigo,
el deshielo que en la noche
deshace tu máscara y la pierde.

 

 

 

ADIESTRAMIENTO

La voz de aquellos que asumen la noche,
marinería de labios oscuros;
la voz de aquellos cuyas palabras corresponden a esa luz donde el amanecer levanta
la primera imagen vencida de la noche.

Ahora cuando la memoria es una calle de mercaderes y héroes muertos,
cuando la noche corta espigas en los cabellos de la joven difunta,
y en las playas el mar se arranca sus dolorosas historias para encender las manos
de las mujeres de los marinos muertos.

Hacia el chillido o espuela de la gaviota,
hacia el color azul que despiden los senos ahogados,
hacia las cuevas que el demente visita,
hacia las mujeres cuya humedad sólo conoce el alba,
va la frase de amor, la mano electrizada que se convierte en sollozo,
van los desprendimientos de la lluvia.

La voz de aquellos que llegan a la oscura verdad de las últimas aguas,
la voz de aquellos que han besado el candor que en los labios deja la muerte,
esa niñez del mundo que recobran los que cierran los ojos,
del mundo y no de ellos, esa niñez atroz y salvaje.

La voz de aquellos donde la madrugada se desprende como una piel hechizada,
la voz de aquellos donde el mar narra la infancia del terror, los primeros palacios de la noche,
los fuegos que el artificio de la imaginación encendió en los primeros náufragos,
la voz de aquellos desesperados y sonrientes.

Ahora esta palabra,
esta palabra inclinada a la noche como un cuerpo desnudo a su alma
o a la desnudez del otro cuerpo.
Ahora esta palabra, esta diferencia casual de la palabra ante sí misma,
esta marca, esta cicatriz en la forma del amor,
en el hueso del sueño, en las frases trazadas al mismo ritmo
con que los hombres antiguo levantaban sus templos y elegían sus armas.

Ahora esta palabra,
cuando la ciudad llena de humo y polvo en el poniente
se levanta de los parques con su aliento de enferma,
cuando las calles abandonadas comen sentadas sus propias yerbas igual que ancianas en aptitud de olvido,
cuando el tranvía del anochecer se detiene atestado en una esquina
y sólo baja una muchacha triste.

Ahora esta palabra,
este juego, esta cresta de gallo, esta respiración inconfundible.

Ahora esta palabra con su resorte de niebla.

 

 

 

EL HALCÓN MALTÉS

A Carlos Monsiváis

Ahora, cuando tus sistemas de flotación se han reducido a tus retratos,
a las vías por donde vas desapareciendo de ti mismo, borrándote de aquello que querías;
a tu resurrección le crece el mismo musgo que a tu cuerpo invisible atrapado por la visibilidad de tu retrato, y todo aquello
que pensaste que amabas o simplemente odiaste de paso,
resplandece de nuevo fuera de ti en la piedra angular de otro escalofrío,
mientras alguien que cruza la puerta de salida de tus retratos, siente cómo la noche rebosa tu muerte en uno de esos bares situados
en el subsuelo de cualquier viejo edificio de la Tercera Avenida
al mismo tiempo que en otro lugar vuelven a encenderse
los reflectores que te iluminaban
o acoplaban la sombra de alguno de tus gestos, de tus meditados descensos al infierno,
donde el olor de la pólvora recubría a la figura que emerge del espejo
frente al cual disparabas tu pistola.

Reconstruyendo, pues, lo que te iba rodeando,
lo que ibas rodeando con la misma sobriedad de que se vale un alcohólico
para rastrear la soga de su miedo,
valiéndote del polvo que en tu mirada iban depositando los puñetazos
y la confusa humedad del amor;
el vaso de whisky en el centro de lo que callabas,
el viaje de la noche que alguno de aquellos reflectores reproducía en tu rostro,
el frío cañón de una 38 automática apoyado en la boca del estómago mientras la boca de la nada parecía mordisquear el cañón,
y esa mujer de larguísimas piernas y rostro anguloso y voz recién salida del amor o simplemente del humo de un cigarro,
contemplándote desde la penumbra del bar,
mientras era en su cuerpo donde el infinito desmadejaba el laberinto
que sustituye a veces al disparo de una pistola.

Ah sí, lo que tú codiciaste;
aquello que dejabas que tu rostro inventara,
aquello que no pasaron por alto tus puños y tu pistola, tu
mueca y tu sonrisa interminablemente mezcladas,
obsesionadas la una de la otra como dos locos puestos a tu servicio.
Sí, nada quedó de aquello
y tampoco de aquel despacho desde cuya ventana
podían mirarse, entre los rascacielos, los muelles de San Francisco.

Eran tus caprichos de luchador derrotado, era tu burlona mirada,
eran los espacios ocultos donde no cesabas de cicatrizar,
en cualquiera de aquellas escenas donde estabas a punto de cerrar la puerta a tus espaldas anulándolo todo;
con el rostro magullado por los golpes y por las patadas,
buscando tú también aquel Halcón Maltés en el que nunca creíste,
porque tal vez era de mala suerte para encontrarlo creer en él,
o porque quizás la esperanza te hubiera conducido más rápidamente a esa derrota
que, pese a todo, nunca esperaste.

Sí, todas aquellas,
enfundadas en sus medias de seda,
enfundadas en su ronda de carne cuya espuma es necesario detener,
en sus vacíos de botella encontrada en el mar sin el imaginado mensaje,
todas aquellas se perdieron en otras que ya no te contemplan ni te esperan,
imágenes donde la penumbra de la sala de cine construye su nublada y salitrosa reunión,
allí donde el dolor corrompe al asombro.

Ah, qué viejo, pero qué viejo se ha vuelto ese ring
donde tanto luchaste,
qué cansado se ha vuelto aquel heroísmo,
cuántos pasteles se elaboran con ello, y ya nadie
se los estrella a nadie en la cara como tú sabías
sutilmente hacerlo.

Pero observemos con atención ese ring vacío,
evitando la luz universal de los reflectores, observemos
esa blanca superficie vacía. Observemos,
simplemente los dados echados sobre esa superficie o mesa de juego,
simplemente los dados echados,
y los jugadores que acaso queden, ocultos
en la sombra, mirando los dados.
Y en esa inmovilidad, que es además la única explicación del movimiento, el único molde del movimiento;
podremos sentirte a ti desapareciendo,
abandonado por tus sistemas de flotación y transcurso;
desapareciendo sin cesar por todos los límites y las colocaciones de esa mesa o superficie que va a iluminarse,
a una distancia infinita de esa mesa
donde el movimiento vuelve a comenzar sin que el molde desaparezca por ello.
A una distancia infinita del ruido donde esos dados repiten la jugada,
asociando otra vez los hundimientos del sueño
con la suma donde los dados crían
ese vacío adherido a lo que va apareciendo.

Atrapado por el agujero en que te has convertido,
sin poderte salir vas pasando a través del ruido de esos dados que siguen rodando por la mesa cuando tú ya te has levantado,
cuando sólo derivas hacia el lugar donde el vacío se hace visible;
a una distancia infinita de esa mujer que canta un viejo fox, Night and day, por ejemplo,
junto al piano de un bar
—si es que dicha escena puede repetirse—
a una distancia infinita de esa canción y de esa voz elaborada
“con lo mismo que se fabrican
los castillos en el aire…”

 

José Carlos Becerra Nació el 21 de mayo de 1936 en Villahermosa (Tabasco). En 1966 gana premios de poesía en Villahermosa y en Aguascalientes; participó e ... LEER MÁS DEL AUTOR