Todos han muerto
TODOS HAN MUERTO
Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.
Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.
Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.
En el invierno
me tocaba visitar con los demás muchachos
el bosque ruinoso,
sacar pequeños peces del río
y tomar, escuchando, un buen trago.
No recuerdo con exactitud
cuándo empezaron a morir.
Asistía a las ceremonias y me gustaba
colocar flores en la tierra recién removida.
Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me esperaba
dijo que tenía ojeras de abandonado
y le sonreí con la beatitud de quien asiste
a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.
Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.
PRESENCIAS
He murmurado.
De tarde escribo
y escucho que mis hermanos hablan en la terraza.
Mi hija agarra los papeles, los dobla, los desdobla
y sale corriendo.
La tía vieja fuma mi cigarrillo,
mira lo que yo escribo, sale y tira la puerta.
Mi hija me hala del brazo y echa a correr;
en sus manos lleva un libro de Kant.
Mi padre lee en el salón y no me molesta.
Mis hermanos se han cansado del viento de la tarde,
entran a mi cuarto, toman asiento en la cama de un primo
que enciende sol de madrugada y comienza a reír.
De tarde cuando escribo, murmuro.
OFELIA
Ha muerto la reina.
De una colina mística
el agua baja y rodea la noche.
La reina del agua y del corazón
yace extraviada en el follaje negro,
húmeda del rocío muerto.
Son cielos las hojas tendidas
en el agua
y ella, la reina,
flota muerta con su trono muerto.
La armonía del verde en los ojos
fallece hoy ardoroso,
vuelve a su origen, su primera sombra.
NÉSTOR
Si no me amas mato a mi padre.
Lo dejaré caer escaleras abajo y veré
cómo su cráneo añoso se descorre precipitado
entre pequeños hilos
Miraré lo que siempre he deseado, su memoria. Los conductos
que llevaban a su cabeza la vida y hacían de él un títere,
una máscara. Máscara terrible que amaba y me sometía al yugo.
Su cuerpo ha de correr sin otro movimiento que no sea
el de mi impulso, mi fuerte impulso
que no ha de ser espiado por nadie.
Ese día, impecable, revestido de una sobriedad que no he usado
nunca,
observaré cuidadosamente los hábitos del hogar. Este mecanismo
borrará toda sospecha de mi ardid.
Mis hermanos dirán: «Se portó como nunca, presentía su muerte. Lo amaba, lo amaba
mucho, deben ser terribles las horas en su corazón».
La desprendida cabeza de mi padre, diré, no debe ser enterrada,
debo regalarla a cualquier vagabundo para que sus ojos brillen
en las calles. Quizá yo mismo haga un viaje de mar y la deposite,
obsesionado, en el radiante césped de Wembley.
Cumplida mi hazaña,
lloraré contigo en un soleado campo de otoño;
serás mía a través de mi padre.
Un poco antes de emprender mi fuga
cambiaré los trajes de mi padre muerto por ginebra.
En el bar de los húngaros quedarán sus abrigos, sus zapatos
y un flux que pretendió lucir, al cual mi hermana, por burla,
le fue rellenando las mangas con los bagazos de las manzanas.
Mi padre asesinado
no podrá espiar mis borracheras,
no podrá ver
mi joven cadáver de treinta y ocho años.
La noche de mi muerte
nos reuniremos apenas un minuto en el cielo;
yo pasaré a la inmensidad
y habrá de comenzar la desdicha.
Huiré a Orión.
Mi padre redescubre una historia donde pasan las sombras
de una noche mágica.
Su frenesí ha de radicar en que me he separado
de los hombres:
no más Carlos Noguera,
nada en las tinieblas tendrá que ver con Luis Cornejo,
no habrá tampoco flores para mi hermano en Pensilvania.
Olvidaré las rutas,
la fragancia de las cervezas en el bar del Gato,
la piel de Sary que aparece dichosamente en mis ojos.
No añoraré nada. Los campos del sur, pienso,
fueron el estímulo de esta ebriedad que no tiene nombre.
Oh, padre,
no más el agua rosada de su vientre,
nada de Marina, nada de mi juventud, nada padre
viajará contigo a la muerte.
Tu cabeza ha de vivir
y la recordaremos en el otoño. Yo, ausente, en tus ojos
miraré la crueldad que proclama el cielo.
Oh, padre,
mi juventud no vendrá de nuevo al hogar,
seremos infelices olvidando aquella música que derrotó
nuestros corazones.
La tierra será prudente como tu nombre.
SENOS
Tus senos locos
como el descubrimiento de América.
Bienaventurados como la Pinta, la Niña
y la Santa María.
Tus dos senos hechos de láminas de barcos
y de hélices en vibración.
Hermosos como la conquista del espacio.
MONTES DE LECHE
En los senos de mi hermana
hay bosques presentes.
En sus senos viven los conejos,
junio,
abril,
y marzo
y la
melancolía de morir.
En sus senos hay agua,
fiestas,
bautismos,
palomas torcaces
y actos de fe en desorden.
Una mentira podría morir en los senos
de mi hermana en junio
porque ellos tienen a abril y a marzo
para conjurarla
y abren tantas cosas a la vida
que son verdad
en la melancolía de morir.
En sus senos hay agua,
fiestas,
bautismos,
palomas torcaces
y pájaros pintados sobre mi cabeza.
Hay almohadas en ellos,
ovarios y peligros de octubre
que se mueven como las hojas
y crisis de infancia destruidas
en mí.
Hay bosques de alcohol de monte a monte
y una gran fiesta siempre,
actos de fe en desorden
y la melancolía de morir.
MEMORIAS
¿Hemos ganado o perdido formas
en la rosa?
¿Somos la vida o el amor?
¿Somos el que vino, la despedida
o el que llega?
Responde tú sensitiva de todas las épocas.
Tú que conoces la separación de las
aguas,
el origen del uso del fuego, de la domesticidad,
de la escritura,
responde.
Tú que sabes a qué olían los hombres
del mediterráneo,
de los mares del norte del sur,
del este y del oeste,
tú que sabes del calor del medioevo,
que conoces la historia del renacimiento
la guillotina
el inconsciente
la revolución de octubre
tu país mi país
y la era espacial
responde
y dime si he perdido aquellos árboles,
aquella piel de susto escondido que nunca
llegará a metáfora.