José Barroeta

Todos han muerto

 

 

 

 

TODOS HAN MUERTO

 

Todos han muerto.

La última vez que visité el pueblo

Eglé me consolaba

y estaba segura, como yo,

de que habían muerto todos.

Me acostumbré a la idea de saberlos callados

bajo la tierra.

 

Al comienzo me pareció duro entender

que mi abuela no trae canastos de higo

y se aburre debajo del mármol.

 

En el invierno

me tocaba visitar con los demás muchachos

el bosque ruinoso,

sacar pequeños peces del río

y tomar, escuchando, un buen trago.

 

No recuerdo con exactitud

cuándo empezaron a morir.

Asistía a las ceremonias y me gustaba

colocar flores en la tierra recién removida.

 

Todos han muerto.

La última vez que visité el pueblo

Eglé me esperaba

dijo que tenía ojeras de abandonado

y le sonreí con la beatitud de quien asiste

a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.

 

Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado.

No sé si Eglé siguió la tradición de morir

o aún espera.

 

 

 

 

PRESENCIAS

 

He murmurado.

De tarde escribo

y escucho que mis hermanos hablan en la terraza.

 

Mi hija agarra los papeles, los dobla, los desdobla

y sale corriendo.

 

La tía vieja fuma mi cigarrillo,

mira lo que yo escribo, sale y tira la puerta.

 

Mi hija me hala del brazo y echa a correr;

en sus manos lleva un libro de Kant.

 

Mi padre lee en el salón y no me molesta.

 

Mis hermanos se han cansado del viento de la tarde,

entran a mi cuarto, toman asiento en la cama de un primo

que enciende sol de madrugada y comienza a reír.

 

De tarde cuando escribo, murmuro.

 

 

 

 

OFELIA

 

Ha muerto la reina.

De una colina mística

el agua baja y rodea la noche.

La reina del agua y del corazón

yace extraviada en el follaje negro,

húmeda del rocío muerto.

Son cielos las hojas tendidas

en el agua

y ella, la reina,

flota muerta con su trono muerto.

La armonía del verde en los ojos

fallece hoy ardoroso,

vuelve a su origen, su primera sombra.

 

 

 

  

NÉSTOR

 

Si no me amas mato a mi padre.

Lo dejaré caer escaleras abajo y veré

cómo su cráneo añoso se descorre precipitado

entre pequeños hilos

Miraré lo que siempre he deseado, su memoria. Los conductos

que llevaban a su cabeza la vida y hacían de él un títere,

una máscara. Máscara terrible que amaba y me sometía al yugo.

Su cuerpo ha de correr sin otro movimiento que no sea

el de mi impulso, mi fuerte impulso

que no ha de ser espiado por nadie.

Ese día, impecable, revestido de una sobriedad que no he usado

nunca,

observaré cuidadosamente los hábitos del hogar. Este mecanismo

borrará toda sospecha de mi ardid.

Mis hermanos dirán: «Se portó como nunca, presentía su muerte. Lo amaba, lo amaba

mucho, deben ser terribles las horas en su corazón».

La desprendida cabeza de mi padre, diré, no debe ser enterrada,

debo regalarla a cualquier vagabundo para que sus ojos brillen

en las calles. Quizá yo mismo haga un viaje de mar y la deposite,

obsesionado, en el radiante césped de Wembley.

 

Cumplida mi hazaña,

lloraré contigo en un soleado campo de otoño;

serás mía a través de mi padre.

Un poco antes de emprender mi fuga

cambiaré los trajes de mi padre muerto por ginebra.

En el bar de los húngaros quedarán sus abrigos, sus zapatos

y un flux que pretendió lucir, al cual mi hermana, por burla,

le fue rellenando las mangas con los bagazos de las manzanas.

Mi padre asesinado

no podrá espiar mis borracheras,

no podrá ver

mi joven cadáver de treinta y ocho años.

La noche de mi muerte

nos reuniremos apenas un minuto en el cielo;

yo pasaré a la inmensidad

y habrá de comenzar la desdicha.

Huiré a Orión.

Mi padre redescubre una historia donde pasan las sombras

de una noche mágica.

Su frenesí ha de radicar en que me he separado

de los hombres:

no más Carlos Noguera,

nada en las tinieblas tendrá que ver con Luis Cornejo,

no habrá tampoco flores para mi hermano en Pensilvania.

Olvidaré las rutas,

la fragancia de las cervezas en el bar del Gato,

la piel de Sary que aparece dichosamente en mis ojos.

No añoraré nada. Los campos del sur, pienso,

fueron el estímulo de esta ebriedad que no tiene nombre.

Oh, padre,

no más el agua rosada de su vientre,

nada de Marina, nada de mi juventud, nada padre

viajará contigo a la muerte.

Tu cabeza ha de vivir

y la recordaremos en el otoño. Yo, ausente, en tus ojos

miraré la crueldad que proclama el cielo.

Oh, padre,

mi juventud no vendrá de nuevo al hogar,

seremos infelices olvidando aquella música que derrotó

nuestros corazones.

La tierra será prudente como tu nombre.

 

 

 

 

SENOS

 

Tus senos locos

como el descubrimiento de América.

Bienaventurados como la Pinta, la Niña

y la Santa María.

 

Tus dos senos hechos de láminas de barcos

y de hélices en vibración.

Hermosos como la conquista del espacio.

 

 

 

 

MONTES DE LECHE

 

En los senos de mi hermana

hay bosques presentes.

En sus senos viven los conejos,

junio,

abril,

y marzo

y la

melancolía de morir.

En sus senos hay agua,

fiestas,

bautismos,

palomas torcaces

y actos de fe en desorden.

Una mentira podría morir en los senos

de mi hermana en junio

porque ellos tienen a abril y a marzo

para conjurarla

y abren tantas cosas a la vida

que son verdad

en la melancolía de morir.

En sus senos hay agua,

fiestas,

bautismos,

palomas torcaces

y pájaros pintados sobre mi cabeza.

Hay almohadas en ellos,

ovarios y peligros de octubre

que se mueven como las hojas

y crisis de infancia destruidas

en mí.

Hay bosques de alcohol de monte a monte

y una gran fiesta siempre,

actos de fe en desorden

y la melancolía de morir.

 

 

 

 

MEMORIAS

 

¿Hemos ganado o perdido formas

en la rosa?

¿Somos la vida o el amor?

¿Somos el que vino, la despedida

o el que llega?

Responde tú sensitiva de todas las épocas.

Tú que conoces la separación de las

aguas,

el origen del uso del fuego, de la domesticidad,

de la escritura,

responde.

Tú que sabes a qué olían los hombres

del mediterráneo,

de los mares del norte del sur,

del este y del oeste,

tú que sabes del calor del medioevo,

que conoces la historia del renacimiento

la guillotina

el inconsciente

la revolución de octubre

tu país mi país

y la era espacial

responde

y dime si he perdido aquellos árboles,

aquella piel de susto escondido que nunca

llegará a metáfora.

José Barroeta (Pampanito, Estado Trujillo, 1942-2006). Conocido como Pepe Barroeta, fue un ensayista y poeta venezolano. Graduado como Abogado y Doctor en ... LEER MÁS DEL AUTOR