Jorge Rodríguez Padrón

& la frontera inquietante de la crítica

 

 

Por Floriano Martins

 

1989. PRIMER ENCUENTRO

FM | Una cita de Valéry: “error de los críticos: remontar al autor, en vez de remontar a la máquina que hace la propia cosa. Error máximo, es lo que pienso”. En cuanto a usted, ¿qué piensa a este respecto? ¿Lo que usted busca, en cuanto crítico?

JRP | En cierto modo, mi apuesta crítica se basa en la idea contenida en esa cita de Valéry. He hablado de apuesta y quiero insistir en ello: no entiendo el trabajo crítico como confirmación complaciente y complacida del producto literario, de lo ya existente en poesía, narrativa, ensayo… Para mí, la crítica es un riesgo, una aventura que el crítico debe correr, precisamente a partir del momento en que aparece en el proceso literario; preguntándose lo que ha habido hasta entonces, pero –especialmente– indagando qué puede y qué debe haber desde ese momento en adelante: iluminar, así, nuevos territorios, desbrozar nuevos senderos y alertar sobre los límites a que puede haber llegado aquella producción literaria. Pensar y trabajar en esta zona fronteriza (y, como tal, incierta, abierta a lo posible) es la verdadera función de un crítico. Los que hacen otra cosa son historiadores de la literatura, parceladores y ordenadores de lo anterior. Y eso no me interesa en absoluto. Y aquí enlazo con su pregunta: sólo podré asomarme a ese nuevo territorio si mi indagación crítica se centra en “la máquina que hace la propia cosa”, es decir, en las posibilidades que la lengua literaria ha dejado sin explorar, y en cuáles son los caminos adecuados para dar ese nuevo paso, imprescindible, para que la literatura se manifieste como un organismo vivo, cuya vida depende no de las circunstancias geográficas o políticas, sino de la más o menos amplia respiración que alcanza la lengua en la cual se escribe. Ahora bien, si junto a ello no tengo en cuenta que el producto literario, la obra ya acabada, no se puede entender desvinculada de su autor, puesto que por esa estrecha vinculación vive; si no entiendo quién es ese hombre (o mujer) que ha padecido, que se ha alegrado o entristecido, que se halla confundido o perdido, o quizá perfectamente bien consigo mismo o con su mundo; si no entiendo bien eso, muy mal podré explicar las claves de esos caminos que me cumple alumbrar con mi trabajo.

FM | ¿Es posible concordar con el poeta y crítico brasileño Sebastião Uchoa Leite, cuando él afirma que el lenguaje de la crítica es circular, que “está siempre volviendo a la duda donde se ha originado y contradiciéndose a ella misma”?

JRP | Bueno, ése podría ser un grave problema; y de hecho se revela como una sospechosa constante en la crítica, en cierta clase de crítica que es la más abundante. Porque suceden dos cosas: que la crítica parece buscar la comodidad, la seguridad; quiere encasillarlo todo, clasificarlo rigurosamente, puesto que así le resulta más fácil, pero también inútil y hasta aburrido, creo yo, su oficio. Por otra parte, la crítica, como todo trabajo investigador, maneja una específica nomenclatura, unos recursos y métodos determinados, y así se ve fácil y viciosamente inclinada hacia la teoría, hacia lo abstruso o lo oculto, buscando –consciente o inconscientemente– sólo ser alimento para iniciados. Y, como diría el poeta español José Ángel Valente, toda teoría es gris y acaba siendo devorada por su propio método, retomando una idea que ya preocupara al mismísimo Goethe. Y todo eso la crítica lo hace como índice de la superioridad que quiere mostrar y del poder que quiere conservar. Quienes así actúan son, para mí, secuestradores de la literatura, que sólo la manipulan a la medida de sus intereses: los profesores, los académicos, los santones que tienen en sus manos la posibilidad de crear determinadas influencias en la opinión pública, que, al final descubrimos, revierten en su propio beneficio. Pero ninguno de ellos será, de verdad, crítico.

Y así, otra de mis preocupaciones es hacer del lenguaje de la crítica un lenguaje comprensible y claro, lo que no quiere decir simplificador, porque la función de la crítica –si es que tiene alguna– es conseguir que se establezca un diálogo fructífero a tres voces: la del crítico, la del autor, la del lector. Diálogo implícito, diálogo silencioso, pero sin el cual, sin las interrogantes que en él puedan plantearse y que nos conducen a nuevos diálogos, la literatura se convierte en un objeto muerto, en una pieza arqueológica, de museo, que debe ser venerada; y no un territorio de comunión, de encuentro y de reconocimiento común.

FM | Suspensión de los sentidos, cambio permanente de anacronismos y utopías, juego de virtualidades efímeras, reflexión acerca de los límites, implosión de las imposibilidades etc. ¿Cuál es la tarea más alta de un texto literario? ¿La literatura debe sólo provocar respuestas?

JRP | Me parece que esta cuestión se responde con algo de lo dicho antes. Quiero reconocer que su cuestionario, en este orden de cosas, resulta no sólo coherente sino muy inteligente, pues pone el dedo en las llagas decisivas de este complejo tema que es la crítica. Perdone la digresión; vuelvo a su pregunta. No me parece que la literatura deba renunciar a nada de eso, porque –como ya le he dicho– no la entiendo desvinculada de la complejidad y del desarrollo imprevisible de la vida; y precisamente vinculada a esas zonas más críticas y conflictivas de la existencia, a esas zonas que nos obligan a ponernos cara a cara frente a lo posible, no frente a lo evidente; a asumir lo imposible, el sueño, las utopías, como la materia sustantiva que ha de conformarla. Y no para dar respuestas, ni para dejarlo todo claro, todo resuelto. Al contrario, para situarnos ante nuevos interrogantes, para ponernos frente a frente con nuestra propia imagen y seguir preguntándonos por la dramática dualidad, o pluralidad, que nos constituye. De ahí que el lenguaje literario sea un lenguaje universal, que se resista siempre a ser encerrado en límites nacionales; y que sea un absurdo conocer y enseñar únicamente la literatura de nuestro país o de nuestra lengua, puesto que todas se integran en un diálogo espeluznante que resulta, por ello mismo, enormemente revelador.

FM | ¿Es posible sintetizar las interrelaciones existentes en Octavio Paz, Paul Valéry e Cesare Pavese, interrelaciones que pienso llevaran a usted a escribir un libro sobre la obra de éstos tres poetas?

JRP | Quisiera puntualizar una cuestión. Anecdótica, si usted quiere, pero que a la larga no resulta tan circunstancial. En efecto, en 1973 publiqué en Canarias, donde entonces residía, un libro (por desgracia hoy inencontrable: la edición fue muy reducida y la distribución sólo cubría el ámbito de las islas) que reunía tres largos ensayos escritos, precisamente, bajo esos supuestos que digo: lecturas de poetas no españoles, de lenguas diferentes, pero unidos en el criterio común de indagar en los límites de la poesía como lenguaje, sin renunciar a la cálida vivencia existencial. Se me dirá que Octavio Paz es un poeta de lengua española; y así es. Pero sucedía que el libro estaba pensado como una unidad cuyo título era Tres poetas mediterráneos (juntando a los ensayos sobre Valéry y Pavese otro sobre el poeta catalán Salvador Espríu). Por razones que ahora no viene al caso pormenorizar, no pude completar este último ensayo sobre Espríu y, urgiéndome los editores, opté por añadir al libro un trabajo mío anterior (creo que de los primeros análisis que de la obra de Paz se publicaron en España) que sintonizaba con los otros y mantuviera una cierta unidad, e de ahí el título final de Tres poetas contemporáneos. Y elegí el ensayo sobre Octavio Paz porque, si bien era un escritor en lengua española, su español era otro: el español de América, reflejo y contestación del español peninsular, ladera sin la cual no se puede entender la evolución literaria de nuestra lengua. El libro, además, abordaba el tema de la traducción, en el caso de Pavese y de Valéry. Lo digo porque, contestar a su pregunta, me obliga a subrayar cómo las interrelaciones existentes entre los poetas que finalmente compusieron el libro tienen que ver con la preocupación por los límites, por la aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los tres resulta ser eje de su esfuerzo creador: en Valéry, adelgazando el lenguaje y haciéndolo materia de la propia imagen: el paisaje como palabra, diríamos: en Pavese, porque –narrador en gran parte de su obra, y narrador contemplativo– desliza su lenguaje narrativo y analítico hasta el encuentro con la síntesis poética, nacida precisamente del hallazgo, y de la perplejidad consecuente, de las zonas ocultas de la existencia, en tanto que gozosa asunción de los sentidos (sensualidad que también actúa, y de forma decisiva, en la indagación poética de Valéry); en Paz, en fin, porque contesta abiertamente a su herencia lingüística y literaria, haciendo que en su obra confluyan no ya reflejos de lenguas distintas, sino incorporando a ella procesos mentales y espirituales lejanos y distintos (el mundo oriental, por ejemplo, con su peculiar manera de entender la palabra poética), para traspasar las fronteras de la modernidad, tan conocidas por él desde su activa y nunca negada fe surrealista. Además, no es casualidad, ni circunstancia a despreciar aquí, la constante preocupación de Octavio Paz por la actividad poética que la traducción encierra; sobre todo en la operación de reescritura que –en diversas ocasiones– se ha atrevido a realizar.

FM | Usted ha traducido a Pavese, Valéry, Pessoa; ¿la traducción, como han querido Eliot y Pound, es una operación inseparable, indisociable de la crítica poética?

JRP | No. No he traducido a Pessoa. No me he atrevido a hacerlo, porque su particular concepción del lenguaje, sobre todo de la prosodia y de la sintaxis poética, los problemas que plantea su concepción del ritmo, me parecen dificultades insuperables. Cuantas traducciones al castellano he podido consultar creo que acusan, de manera evidente, esa dificultad, salvada en contadísimas ocasiones por los traductores. Pero sí he traducido mucho a Pavese, parcialmente a Valéry, y– en gran medida– a diversos poetas ingleses. La traducción de poesía es una tarea que me interesa mucho, y que me apasiona. Yo no diría que la traducción sea inseparable de la creación poética; pero sí que traducir poesía exige poseer una sensibilidad peculiar, y contar con una especial predisposición para sintonizar con el poeta traducido y con los recursos poéticos de la lengua en que escribe. No sabría definirla, pero sí que resulta una labor iluminadora, inaugural, que nos descubre la clave última de toda poesía: ser espacio de comunión, de encuentro y diálogo con otro; pero también espacio de reconocimiento de uno mismo. Tarea poética, en suma; sin ningún género de dudas.

FM | Estamos frente a dos extremos del lenguaje poético: de un lado, el surrealismo; de otro, Mallarmé, Joyce. ¿Es posible decir hasta qué punto estos extremos se tocan?

JRP | ¿En verdad los entiende como extremos del lenguaje poético? Yo pienso lo contrario: se tratan de dos momentos sucesivos, de una progresión lógica que la escritura poética contemporánea no puede eludir, y que la explica y justifica en sus aspectos más radicales: la irracionalidad, el vacío, la perplejidad. Hay en ambas propuestas una conciencia que es una exigencia, un rigor extremo (en este sentido sí puede hablarse de extremos): desatados los niveles más profundos de la conciencia, al ser habitados por el inconsciente, el sueño o la locura, la palabra deja de ser ancla o atadura a la realidad para abrirse a lo inesperado y dar, inmediatamente después, un salto al vacío. Pero lo peligroso de esto no radica –como sugieren algunos timoratos– en que el escritor se quede desasistido, sin amparo en el lenguaje, sino en aceptar estos límites –aparentemente últimos e inseparables– de una forma pasiva, o reverencial, que es peor, convirtiéndolos en modelo, en fórmula, que facilite una producción en serie de obras poéticas que no lo son en absoluto, por mucha apariencia que de ello tengan. Hablar hoy del surrealismo o de las experiencias lingüísticas de la vanguardia como ideales a conseguir me parece, no una señal de progreso para la escritura poética, sino una certificación del temor que atenaza a muchos escritores ante el riesgo de dar pasos hacia adelante: cosa que nunca temieron escritores como los que usted cita, ni Mallarmé, ni Joyce. Hay mucho poeta falso, sin aliento creador, que se cree justificado con repetir ciertos mecanismos viciados de la vanguardia, con reproducir –sin haberlo asimilado– ese modelo de descomposición espacial del texto, porque así se creen mallarmeanos, y muy modernos. No se dan cuenta de que su mimetismo no va más allá de lo superficial. Y lo más alarmante es que esa situación se detecta, de manera abundante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos, más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas.

FM | A respecto de su Antología de la poesía hispanoamericana 1915-1980 (Espasa-Calpe, Madrid, 1984), ¿cuáles son los criterios por usted adoptados para la selección de los 24 poetas allí seleccionados? Conforme le había ya comentado, lamento la ausencia de nombres como Severo Sarduy, Arturo Carrera, Roberto Echavarren, entre otros. ¿Es posible que nos hable a este respecto?

JRP | De poetas hispanoamericanos hablaba, y su pregunta resulta –una vez más– extraordinariamente oportuna. Porque mi antología a la cual se refiere (que, por cierto, ha tenido escasa difusión editorial, por razones que sigo sin entender) se origina, en gran medida, en esa reflexión que acabo de hacer. Como explico en el estudio introductorio del libro, dos fueron las preocupaciones que me llevaron a preparar la antología. En primer lugar, una razón inmediata: mostrar en España, al lector y a los escritores españoles, la obra de unos poetas que –en su propia lengua– estaban haciendo apuestas distintas a las del escritor peninsular, y de un gran interés para la evolución de la poesía contemporánea en lengua española; poetas, además, que los editores españoles de poesía ni habían incorporado a sus colecciones, ni –creo yo– conocían suficientemente. La antología, por eso, quiso llamarse Puerta lateral (conveniencias editoriales impidieron que se publicara con ese título): abrir una salida pública a los poetas hispanoamericanos nacidos entre 1915 y 1945, aproximadamente, y cuya obra seguía sin editarse aquí, porque se seguía situando el final de la poesía contemporánea de Hispanoamérica en Octavio Paz. Mi deber era poner al alcance de los españoles una realidad poética que contaba con nombres tan significativos, y de obra ya cumplida, como podían ser Gonzalo Rojas, Carlos Germán Belli o Javier Sologuren; Enrique Lihn o Roberto Juarroz; José Kozer o Antonio Cisneros…, por citar sólo a algunos.

La segunda preocupación era dar cierta unidad, y cierto sentido, a una obra que, obligatoriamente, debía ser plural, diversa. Y ese criterio unificador nació de mi lectura, de la lectura personal que yo hice de esos poetas últimos (o ya penúltimos, para ser más precisos). Dejé a un lado –de manera consciente– a poetas (los que usted cita, precisamente, y otros) que habían abrazado una opción poética testimonial e prosaica, que no me interesaban como tales poetas, o a aquellos que se limitaban a explotar una falsa modernidad mallarmeana o estructuralista, como epígonos de algo que Octavio Paz había incorporado a nuestra poesía y había resuelto de modo muy satisfactorio. En este sentido, decía en el prólogo y repito ahora, creo muy justo afirmar que la antología responde a mi criterio, que quiere expresar mi posición ante una obra irrelevante, aunque sea lo que más suele señalarse en los comentarios recibidos: quise ofrecer una muestra representativa de toda la poesía continental. Sabía entonces, y sé ahora, que faltan nombres, muchos nombres y nombres muy conocidos, pero –para mi propósito– sigo creyendo que cualquiera que pueda citarse entre los ausentes es equivalente a otros de los incorporados a la antología, siempre dentro de ese criterio unitario que he señalado. Sólo lamento que, por circunstancias diversas (achacables a la distancia geográfica y a las dificultades de distribución editorial), no pudiera recoger una muestra de poetas que admiro y que debían haber estado en mi antología: es el caso de Blanca Varela, peruana; de Joaquín Pasos, nicaragüense; de Rafael Cadenas, venezolano; entre otros.

FM | ¿Es posible hablar al respecto de Fablas?

JRP | En 1969, un pequeño grupo de escritores canarios entre los que me encontraba, fuimos convocados por otro poeta y narrador, Domingo Velázquez (1911), para formar parte de lo que sería el consejo de redacción de una revista que él proyectaba. Una revista que nacería de esas conversaciones iniciales con el propósito de superar las limitaciones geográficas de la insularidad, el riesgo de provincianismo que se corría al desarrollar una obra literaria dentro de aquellos parámetros, y en un ambiente intelectual hostil a cualquier experiencia de este tipo, considerada entonces, desde los poderes públicos y desde la cultura establecida, como algo sospechoso y hasta subversivo. Esa idea se materializó en una muy cuidada publicación que, con el título de Fablas, apareció regularmente (aunque ciertas dificultades económicas obligaron a alterar su periodicidad) a lo largo de diez años, a lo que contribuyó decisivamente la tenacidad, el esfuerzo y el entusiasmo de su director y editor, Domingo Velázquez. Fablas quiso ver, desde el comienzo de su andadura pública, un lugar de encuentro para escritores españoles (de las islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un enclave similar, en lo literario, a lo que las Islas Canarias han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural. Junto a textos de creación y de crítica, incorporamos diversas traducciones del inglés, del alemán, del francés…, como muestra del deseo de la revista, y del grupo, de abrirse a todas las voces, a todas las fablas. Fue una revista primordialmente poética; pero no exclusivamente poética. Incluso, en varias ocasiones, publicamos ensayos y artículos de política, de antropología, de arte… Y quisimos ser también abiertamente generosos en cuanto a lo ideológico. Y fue esto, sin duda, lo que nos mantuvo tanto tiempo: no la asepsia, sino la concurrencia de nombres e criterios. Tal vez, en la última etapa de la revista, incorporados a su consejo de redacción otros nombres con otras ideas, se pretendió someterla –creo que de manera excesiva– a los bandazos de las circunstancias históricas de la recuperación democrática española (hablo de los años 1977-1978, más o menos), y ello –a mi modo de ver– supuso un empequeñecimiento de las propuestas iniciales y, en consecuencia, una limitación grande en su difusión e interés general. La revista acabó, como suelen acabar todas las aventuras de este tipo, debido a los problemas económicos. Durante los diez años de vida, sólo contó con una pequeña subvención de una entidad bancaria insular y con el producto, exiguo, de la venta en librerías. Apenas se cubrían los gastos de edición, y la mayor aportación económica la hacía el propio editor y director de la revista. Llegó un momento en que resultaba insostenible su publicación; algunos miembros del consejo inicial nos fuimos a residir, por razones personales, fuera de las islas; el criterio uniforme que presidió su fundación y la mayor parte de su vida pública, cedió ante otras opiniones que, como digo, desvirtuaron su inicial propósito. De todas formas, vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a considerar esa importancia que, en los años de actividad editorial, no podíamos sospechar.

FM | Dos citas: “nuestras creaciones nos juzgan” (Octavio Paz); “la estética engendra la ética, y no al contrario” (Joseph Brodsky). ¿Concuerda con ambas? ¿La belleza redimirá al mundo?

JRP | Sin duda. Nuestras creaciones somos nosotros mismos. En ellas no sólo nos manifestamos o nos confesamos, sino que con ellas quedamos a disposición de nuestros posibles lectores, y allí estos pueden confrontar las suyas con nuestras propuestas ideológicas o estéticas. Pero hay más: si la creación es realmente tal, su dimensión temporal, su mayor o menor perdurabilidad, queda como prueba de nuestras posiciones, de nuestros aciertos y errores, de nuestra lealtad o de nuestras deslealtades… Quizá de ahí provenga el temor que –llegado un determinado momento de su andadura– el escritor debe sentir (al menos, yo lo siento; y cada día más); temor que es responsabilidad ante el compromiso que supone el uso del lenguaje, la apuesta por determinadas afirmaciones, que son palabras que son ideas; pero temor que es, también, incertidumbre por desconocer el alcance de las propuestas que esa palabra, manejada con intención, pueda tener. Puedo hablarle de mi experiencia en este sentido que –curiosamente– se ajusta muy bien a su pregunta. Durante más de quince años, desde los primeros sesenta hasta 1976, mi trabajo crítico se desarrolló de una manera constante, continua e incansable. Escribía, y publicaba, con una gran urgencia que hoy sólo justificaría por ser años de juventud, y por un nunca del todo vencido punto de vanidad. No hubo entonces libro que no leyera y comentara; no hubo publicación, literaria o no, donde no colaborara; no hubo acontecimiento literario sobre el que no indagara con entusiasmo y con pasión… Pero, en el fondo, yo no calculaba qué trascendencia podía tener aquel trabajo mío; ni me preocupaba tal cosa. Hasta que, poco a poco, descubría que mis propuestas empezaban a ser oídas, a ser necesarias para algunos lectores o escritores. Pero en 1976, al tiempo que España iniciaba el período de transición democrática, después de cuarenta años de régimen autoritario, me veo sorprendido por la necesidad imperiosa, surgida de no se sabe dónde, de abandonar aquella febril actividad, de considerar simples cantos de sirena cuantas voces me hablaban en sentido contrario, alabando mi trabajo y subrayando la necesidad de que mi voz se mantuviera en el concurso de la literatura española de aquellos años. Mi convencimiento, sin embargo, era que ni podía seguir diciendo las mismas cosas que hasta ese momento, ni de la misma forma que lo decía, ni siquiera entendía bien se ése debía ser mi compromiso, literario o no. Era una cuestión de posiciones intelectuales, pero –en especial– de autoanálisis sobre el lenguaje hasta ahora utilizado para manifestarlas. Inicio entonces un proceso extraño y complejo en mi trabajo (proceso aún no superado), donde se alternan los largos períodos de silencio (el primero, entre 1976 y 1980, más o menos) con etapas en las que vuelvo a la escritura crítica, y a la publicación. Pero ya sin absoluta convicción anterior, sin aquella liviana tranquilidad que hacía fácil cualquier cosa que emprendiera. Ahora escribir suponía para mí un ejercicio muy duro, lleno de dudas, de temores, y hasta presidido por una conciencia de atenazadora incapacidad. Desde esos años hasta hoy he reflexionado mucho sobre esta situación, y he indagado serenamente sobre el porqué de encontrarme en tan compleja encrucijada. Por una parte, reconozco que actúa en mi ánimo una rigurosa exigencia que me hace renunciar a repetir fórmulas, esquemas y actitudes acomodaticias (que era lo conseguido hasta entonces: unas fórmulas prácticas, unos esquemas fijos que era fácil aplicar en cualquier circunstancia), y que me obliga a escribir con la conciencia del riesgo, con la conciencia de que esas obras me juzgan y me comprometen en una apuesta que, no sé si acertada o no, entiendo que me supera, que no soy capaz de asumir en su totalidad. Me obliga, también, a entender que el lenguaje, la forma, la estética, es un compromiso ético: que ya no soy parte de un juego, sino que –en cada caso, en cada propuesta crítica que hago– dejo una parte fundamental de mí mismo, con la pretensión de que pueda servir a los demás. No pienso –ingenuamente– que la belleza pueda redimir al mundo caótico que nos ha tocado vivir en este fin de siglo; pero sí estoy convencido de que a quienes hemos optado por la creación artística o literaria se nos debe exigir– por encima de toda otra cosa– entregarnos a ella, convertirnos a ella, y en ella asentar un compromiso moral, puesto que con ideas, opiniones, imaginación, pero también con construcciones verbales (o plásticas) que justifican a las primeras (y a nosotros en ellas), nos entregamos a los otros, en un verdadero acto de comunión. No evito, sino que subrayo, el matiz religioso de los términos que uso, porque estoy convencido de que aquel escritor que no sea capaz de aceptar, con todas sus consecuencias, tal conversión, no podrá ser nunca un verdadero escritor.

1995. SEGUNDO ENCUENTRO

FM | En tu defesa de una aventura de la lectura del poema, de la escritura poética en su “agitación y entusiasmo explosivos; pero centrada en la quietud sacramental”, sagrado oficio que habita en el secreto y lo ilumina, es decir, oficio de convivencia plena, oficio entrañable, con lo que estoy de acuerdo en todo, despiértame una curiosidad, que es con exactitud lo centrado interés por la poesía hispanoamericana, como se en ella hubiese establecido la más iluminadora confluencia de tu visión crítica en consonancia con el escenario mundial de las poéticas contemporáneas.

JRP | No. No soy tan maximalista. Ni creo que la poesía hispanoamericana sea la única, en el contexto de la poesía contemporánea, que asuma tal condición. Pero sí lo es en el ámbito de mi lengua (y, sin duda, de mi tradición), y por eso a mí me importa de manera especial. Te digo más: para mí supone un permanente desafío la lectura de ese lenguaje de la diferencia que la poesía hispanoamericana establece y desarrolla desde su mismo principio, desde que Sor Juana Inés de la Cruz escribe con unas formas poéticas y una lengua heredadas que pasan el quicio, que se desquician en lo visionario: ella descubre esa particular energía verbal cuyo motor es la quietud sacramental que tú citas. Y eso se derrama seminal – y prolifera – en toda la tradición otra que, a partir de ella (de forma paralela) se establece en la lengua poética española. ¿Sabes tú de otra tradición poética en la que exista un proceso paralelo? ¿No fue el empeño de Pound y Eliot un propósito similar, aunque bloqueado por una evidente diferencia de principio? Te digo más: mi trabajo crítico, a lo largo de todos estos años, empezó por abordar indiscriminadamente, y con inconsciente eclecticismo, muy diversos aspectos de la creación literaria; hasta que no fui capaz de radicalizarlo (hablo de exigencia, pero también de ajustarlo a su raíz) en la lectura e indagación de la escritura poética (única forma que entiendo capaz de alumbramiento), no encontré verdadero sentido a mi propia escritura crítica (servil hasta entonces, corroborante, reiterativa de lo evidente). Hoy escribo con muchísima mayor dificultad; lo que quiere decir que me atrevo a sondear espacios más problemáticos (y sagrados, también; por qué no) de la escritura poética de mi lengua. Y escribo, igualmente, atendiendo (y entendiendo) mejor la doblez en que se realiza y completa la poesía moderna de lengua española: ¿hasta dónde se implican, y desde dónde empiezan las diferencias, entre la poesía escrita en España y en la escritura hispanoamericana? ¿Cuáles son sus débitos recíprocos y hasta qué punto es imprescindible un diálogo (debate) permanente?

FM | Tienes una deliciosa referencia acerca de Darío: “Voz de la poesía, voz del principio irradiante, anterior a la historia, en el espacio del mito”. ¿En cuales otros poetas hispanoamericanos podríamos encontrar la presencia de esta zona esencial a la tradición poética?

JRP | Esta pregunta me obligaría a una larga y compleja respuesta; me estás pidiendo –nada más y nada menos– que una explicación de toda esa tradición paralela a la que antes aludí. No me parece éste el momento, ni el lugar adecuado, para hacerla. Procuraré ser preciso (y también conciso), aunque haciéndolo así pueda pecar de excesivo esquematismo. Verás: el criterio común para ordenar y valorar la moderna poesía hispanoamericana repite siempre un esquema derivado o del respeto a una crítica académica y taxonómica (forzada incorporación de nombres y de obras a sus plazos históricos, a los agrupamientos generacionales o a movimientos estéticos previamente establecidos) o de una ordenación – académica también – que fija sus propios plazos, sus propias generaciones, sus movimientos específicos. Hacerlo así ha dejado siempre en un segundo plano (o ha entendido inclasificables) a los escritores que –a mi entender– constituyen la peculiaridad vertebral de la diferencia poética hispanoamericana.

Si partimos de esa afirmación mía que tú recuerdas ahora, comprobaríamos como los poetas menos habituales en las nóminas históricas, o los resistentes a clasificación, o los que –diríamos– son ellos mismos una estética, quienes darían fe de ese proceso, para mí fundamental e imprescindible de la poesía hispanoamericana. Si digo José María Eguren o César Vallejo (no el Vallejo “saqueado” sin piedad por exégetas torpes e imitadores sin escrúpulos); si digo Gorostiza o Girondo; si digo Emilio Adolfo Westphalen o Lezama Lima. O si –viniéndonos más cerca– digo Enrique Molina o Joaquín Pasos o Jorge Eduardo Eielson, creo que estoy describiendo un flujo poético que no puede acomodarse a gregarismo alguno, y que ilumina un principio radicalmente poético e hispanoamericano. No trato de ser excluyente; quiero llamar la atención sobre esta línea vertebral por la cual me preguntas. Y en este sentido se imponen las dos revisiones que, en este momento, me ocupan: una, hacer un poco de luz en el confuso panorama de los años 1920-1940, tal y como lo hemos heredado de la crítica habitual. Desde hace años, trato de releer a los poetas representativos de ese período crucial sin las ortopedias de ese aparato crítico, y el resultado es muy esclarecedor. Otra, una lectura –sin prejuicios adquiridos, de cualquier signo– de la poesía escrita por mujeres. Ellas se instalan en esa misma orilla de riesgo, articulación siempre fronteriza, habitada por los poetas citados. Digo desde sor Juana hasta Alejandra Pizarnik. Ellas (su escritura) dan la imagen más reveladora de una particularidad hispanoamericana. En mi libro, ya casi concluido, El barco de la luna, abordo la cuestión con todo pormenor.

FM | Entre los innumerables aspectos contradictorios que podemos encontrar en el curso evolutivo de la poesía hispanoamericana, sobre todo en lo que corresponde al estudio de esa poesía, anoto dos puntos que juzgo merecedores de una mejor atención: la paternidad del modernismo, una vez que algunos escritores cubanos todavía hoy insisten en señalar el nombre de José Martí, sin aceptar la casi absoluta concordancia en torno de Rubén Darío; y la influencia directa de la revolución cubana en los destinos, acentuadamente estéticos, de esa misma poesía.

JRP | Vuelves a ponerme en un difícil compromiso: para contestar adecuadamente, se requeriría toda una exposición teórica, y ahora –además– una detenida reflexión ideológica. Hagamosle el favor a los presuntos lectores de no meternos en casuísticas tales. Responderé, aún a riesgo de insistir en lo obvio. Eso sí, mi pretensión no es hacer afirmaciones absolutas, sino propuestas abiertas para un debate. Vayamos a lo que me preguntas: la paternidad del modernismo. Aunque se haya hecho así, no me parece adecuado plantear la cuestión en tales términos. Como te decía antes, ¿para qué repetir posiciones críticas que pretenden clasificar, ordenar, uniformar criterios, en lugar de explorar las diferencias que –incluso dentro de un mismo período literario– deben existir, y que –además– lo enriquecen? El modernismo es el principio contemporáneo de la poesía en lengua española, y quiere dar fe con la palabra de lo que sólo es intuición de futuro; dar cuerpo verbal, materialidad sonora y plástica (música y pintura, dijo Antonio Machado sin entenderlo muy bien, o ante el temor de lo nuevo generado por su propia lengua) a lo que en ese momento era proyecto histórico, existencia posible. Que se retrase su principio cronológico hasta José Martí resulta irrelevante para lo que importa. No me cabe duda de que Martí escribe entendiendo la escritura como único espacio donde su idea de “nuestra América” se hace realidad, organismo vivo y fundación: la lengua como acento (ritmo) y como representación (imagen) es la forma más pura de ser. Pero –me pregunto– ¿qué otra cosa hará Rubén Darío? Es más, ¿no añade este último una distancia irónica más atrevida, una más arriesgada imaginación, el doblez reflexivo de la incertidumbre, al impulso pasional, entusiasta, del escritor cubano? Que todo eso estaba en Martí, lo sabemos; que Darío lo lleva a su culminación, también. Habría que incorporar al debate (y aclararía muchas cosas) la actitud vital de cada uno: volcado en la idea, y en la turbulencia aún romántica de la afirmación, José Martí; entregado a la vida, y en el arrebato ya contemporáneo de la explicación existencial, el nicaragüense. No dos principios del modernismo, los dos principios de la escritura contemporánea.

Por ahí podríamos reflexionar también sobre la influencia de la revolución cubana en el desarrollo de la última poesía hispanoamericana. Yo empecé a escribir bajo el signo del compromiso político a que obligaba, en mi país, la dictadura del general Franco y muy pronto, también, movido por la adhesión entusiasta, solidaria, a la revolución cubana. En ambos casos, quiero decirte, fui muy cauteloso: nunca entendí (ni entiendo; y así nos va) esa obligada reducción de la historia a sus aspectos menos nobles: la política (disciplina ideológica) y la economía (espacio de intereses). Por ello me resistí a creer que el trabajo intelectual debiera limitarse, de forma incondicional, a la defensa y propagación de todo eso. Para hacerlo, hay otros medios, y mucho más eficaces. La poesía jamás podrá ser un arma cargada de futuro. Y si lo hace, si cree serlo, su lenguaje se simplificará y empobrecerá, y la visión de la realidad que nos ofrece será tan mezquina como la que intenta suplantar: repite el mismo discurso de la propaganda oficial, sólo que con signo evidentemente contrario. Lo que en España se denominó poesía social fue tan nociva para la evolución posterior de la escritura poética que aún estamos sufriendo sus consecuencias. De igual manera, el proceso revolucionario que se inicia en Hispanoamérica en 1958, y la intromisión de los intelectuales en el mismo, más la subsiguiente imposición de una escritura al servicio de la ideología nacida en tal coyuntura, ha originado una maniquea bipolaridad, perturbadora y confundidora de la verdadera creación literaria. Que el entusiasmo demuestra sobradamente la obra de los más relevantes narradores hispanoamericanos de los años sesenta y setenta; en ellos, en sus obras, el lenguaje nace y crece de aquella razón de libertad, no por una servidumbre ideológica: discurso indisciplinado de la imaginación agitando la pétrea máscara de aquella realidad. Lo que no se entendió –lamentablemente– fue que toda esa vigorosa escritura arraigaba en la fuerza poética que alimentaba ese lenguaje desde su principio (piénsese en Rulfo y Onetti, por ejemplo). El error fue cantar y contar la revolución, desdeñando o velando toda escritura poética que no se aviniera a tal compromiso. Una poesía urgente, una poesía que no reflexionaba sobre sus instrumentos expresivos ni ponía en duda los significados, que se confundió torpemente con la canción, mal servicio hizo a la causa de la libertad, salvo –claro– aumentar el entusiasmo gregario en torno suyo. Mi antología de 1984 quiso, por una parte, introducir en España el nombre y la obra de una serie de poetas hasta entonces desconocidos aquí, o poco difundidos; pero pretendía, por otra parte, dar fe de lo que yo entiendo por como lenguaje en libertad. Y todavía por esas fechas, Mario Benedetti descalificaría mi trabajo, censurándolo como defensa de una poética que negaba en compromiso existencial y político, en favor de la evasión y la despreocupación. Puede que su crítica derivara de su descontento personal, al ver que su poesía no tenía cabida en aquella selección. Años después, Roberto Fernández Retamar comprendería en sus justos términos mi propuesta, y me ha hecho ver cómo esta poesía nutrió aquella narrativa. Yo iría un poco más allá: ambas, narrativa y poética, se alimentaron del más juicioso y vigoroso entendimiento del lenguaje como la forma más radical de libertad, al margen de ociosas (y perniciosas) servidumbres ideológicas. Y –como decía antes– una escritura que no introduce la madurez reflexiva (con la complejidad que lleva aparejada), poco o nada contribuirá a la renovación de la literatura. Limitando la palabra a sus significados, el lenguaje pierde casi por completo su fuerza crítica y libertadora; por el contrario, una palabra abierta a la pluralidad de sentidos dinamita, desde su propia raíz, toda seguridad preservadora del poder, conservadora en las ideas.

FM | ¿Cuáles las relaciones directas entre el mestizaje (“la fuente de la novedad americana”, segundo Arturo Uslar Pietri) y el padecimiento de la historia (aspecto defendido por Octavio Paz, cuando afirma que el hispanoamericano ha se relacionado con la historia en el sentido de una catástrofe o de un castigo), en la formación de esa cultura? ¿Acaso no será una contradicción que lo mismo continente que se supone generador de “la raza de las razas” (recordemos José Vasconcelos) no lo consiga sino sufrir las acciones de la historia? La consabida potencialidad latente de esa cultura, ¿residiría exactamente en qué? Cuando Ortega y Gasset define que no tiene el hombre naturaleza y sí historia, indago entonces se la poca historia de que dispone hoy Hispanoamérica no tiene sido acaso escrita por su literatura, correspondiendo a la poesía su parcela de mayor importancia.

JRP | Es tan clara tu reflexión que, implícitamente, contestas a la pregunta. Cierto: el mestizaje es la verdadera novedad americana, su identidad indiscutible. No sólo un mestizaje racial, por supuesto; sobre todo, un mestizaje cultural en el más amplio sentido del término: una permeabilidad para asumir y amalgamar vigorosamente las sucesivas presencias culturales que, desde el descubrimiento hasta hoy mismo, se encuentran y entrecruzan en el continente. Que exista esa contradicción entre potencialidad de futuro y negación persistente de ese futuro, no significa otra cosa sino que ese capital histórico ha sido torpemente dilapidado desde dentro mismo de la historia, por los sujetos responsables de la misma. Dos problemas me parecen fundamentales: uno, el pudor, y hasta la vergüenza, ante el origen colonial de esta identidad histórica mostrado –desde el momento mismo de la independencia– por la sociedad criolla dominante. Se construye de esa forma una máscara que impide toda visión transparente de la identidad. El doblez se condena interesadamente. Dos, y como consecuencia, el empeño por construir mimética, artificialmente, las estructuras de la sociedad naciente, procurando una falsa estabilidad o uniformidad, cuando el proceso histórico que abre el mestizaje requiere especial atención por lo ambiguo y lo incierto, por lo arriesgado y aventurado. Debe basarse en la fuerza de la imaginación, y no en la imposición de determinadas estructuras ideológicas, administrativas y culturales siempre extrañas al ser de lo hispanoamericano, ni en la obligación que se exige a la sociedad para acomodarse a ellas. Cuando precisamente debía ser todo lo contrario. Lo denunciaba ya –en los primeros lustros de la independencia– José Martí. Y la escritora peruana Blanca Varela lo dice de forma bien elocuente: “estamos pagando las consecuencias de una bastardía. Yo creo que padecemos una bastardía histórica e intelectual”. Y si recuerdas a César Vallejo, verás con qué apasionada insistencia (y lucidez) reclamó siempre un sentido de plenitud que sólo dimana de aquel “impar potente de orfandad” que dijo. No es de extrañar entonces, como tú muy bien apuntas, que la verdadera historia hispanoamericana, la emprendida por los hispanoamericanos y no la padecida por ellos (la que constituye y explica verdaderamente a ese mundo) esté en su literatura, y especialmente en su constante alumbramiento poético. Nunca en la ceguera interesada de los sistemas políticos. De aquélla, desprendimiento y entrega; de ésta, simplemente explotación.

FM | Es perfectamente clara la existencia de una fuerte influencia de Lezama Lima, Octavio Paz y Nicanor Parra en el período comprendido entre 1940 y 1950, tan bien emplazado por ti como “síntesis abarcadora”. En tal sentido, ¿qué factores definirían la existencia de tal influencia y cuando exactamente se registra la ruptura con tal fase?

JRP | Aquí tienes de nuevo –como te decía– los peligros de la crítica establecida: yo incurrí en el error de no cuestionar el esquema histórico ofrecido y heredado (¿temor reverente o simple comodidad?); acentué, sin más, ese planteamiento que tú resumes en esta pregunta. Sin embargo, tras más de diez años e atenta lectura, y tras incorporar a mi reflexión la obra de otros escritores, o silenciados o marginados en aquel panorama crítico, entiendo la cuestión de modo bien distinto. No discuto –por supuesto– los valores literarios de Lezama, de Paz, de Parra, aunque sí discrepo –por ejemplo– de ciertas actitudes públicas de Octavio Paz en los últimos tiempos, que –por desgracia– han influido de manera negativa en su obra, reduciendo notablemente mi interés hacia su literatura y hacia su influencia intelectual: no hablo de posiciones políticas, hablo de opciones estéticas, poéticas y críticas; como tampoco me interesa mucho el camino seguido por Nicanor Parra: su antipoesía deriva en trivialización, en broma más o menos ingeniosa, pero no en explotación seria de lenguaje; queda ello claro en la secuela (que no escuela) de imitadores que remiten con facilidad clisés y fórmulas graciosas, pero sin la densidad suficiente para renovar un discurso poético.

Aunque lo parezca, no me alejo de la cuestión que propones. ¿En qué ha cambiado mi posición con respecto a aquella postura inicial? Verás: me he dado cuenta de que esa estrecha dependencia histórica limita en exceso la verdadera aportación de la poesía hispanoamericana, al tiempo que simplifica –excesivamente también– su valoración. Más: he descubierto que la ordenación de esa década se ha hecho, de forma casi exclusiva, por escritores que no sólo eran testigos sino también protagonistas de tales acontecimientos, o por críticos fieles a ellos. Como es lógico, esa circunstancia ha condicionado el juicio a los particulares criterios estéticos defendidos por esos autores, cuyo prestigio –por otra parte– evitó o retrasó la disidencia necesaria. A pesar de esos, el erros básico está –según entiendo– en haber mantenido el criterio histórico, con esos compartimientos impermeables que son, en este caso, las décadas con las que se quiere hacer coincidir estas actitudes estéticas. Un ejemplo muy concreto: ¿por qué Octavio Paz define esa encrucijada oponiendo a poetas y obras tan distantes y distintos como Gorostiza y Neruda, como Muerte sin fin y Canto General?

Me pides que apunte el momento en que, en mi opinión, se produce la ruptura. Pues bien, la verdadera ruptura sólo se producirá cuando incorporemos a este debate a los poetas hispanoamericanos de los años treinta, a los cuales se ha entendido –al menos hasta ahora– como de presencia marginal e influencia más bien escasa en el desarrollo de la poesía posterior. Salvo las clarificadoras aproximaciones de Américo Ferrari a este asunto, no conozco otra posición similar. Así alcanzaríamos a dilucidar, además, el verdadero significado de la vanguardia en todo este proceso. Paz habla –interesadamente, por cierto– de una vanguardia académica (agotada en los años en que él comienza a escribir) y de una vanguardia otra, crítica de aquella (la que él representa, a la que él quiere adscribirse). Implícitamente, pasa de los años veinte a los cuarenta, como si en los treinta (período a mi entender fundamental) no se hubiese desarrollado libremente, renovadoramente, aquella vanguardia primera. ¿Qué significado tienen, si no, obras como las de Oliverio Girondo o Emilio Adolfo Westphalen, como las de José Gorostiza y el primer Lezama Lima? Y más, ¿qué nos transmiten actitudes como las de Martín Adán, Villaurrutia, Joaquín Pasos, aunque los poemas de este último tarden algún tiempo en ver la luz? ¿Qué hizo, en fin, Pablo de Rokha, en Chile, y cómo se recibió su herencia entre los poetas inmediatamente posteriores? Es todo un síntoma que estos escritores hayan sido estudiados en tanto que excepciones, cuando son ellos quienes mantienen la viveza de un discurso poético que alcanzará su plenitud en los poetas que desarrollan su peculiarísima variedad y su agudísima renovación de la poesía hispanoamericana a partir de los últimos años cuarenta y que, durante lustros, hubieron de buscar esa puerta lateral por donde manifestarse con toda normalidad.

FM | Bajo la luz de tus definiciones estéticas acerca de la poesía hispanoamericana, ¿lo que piensas a respecto de las defensas críticas formuladas por autores como Guillermo Sucre, Pedro Lastra, Saúl Yurkievich e Juan Gustavo Cobo Borda? ¿Cuáles serían las confluencias y disensiones de tu pensamiento al relacionarlo con las opiniones críticas largamente expuestas por estos autores?

JRP | A todos los escritores que nombras les tengo un respeto grande. Con algunos me une –creo– una muy buena amistad, nacida –como es lógico– de compartir este empeño común. De la sabiduría y claro juicio de Guillermo Sucre he aprendido casi todo, y sus aproximaciones me han ayudado a reflexionar con atención sobre los problemas de la poesía hispanoamericana: La máscara, la transparencia sigue siendo, para mí, imprescindible. Pedro Lastra ha dilucidado, como pocos, los puntos de inflexión y articulación más significativos de la última y penúltima poesía hispanoamericana; no en vano es un atento estudioso de toda la tradición literaria hispanoamericana. Saúl Yurkievich, tras su abordaje a los fundadores, ha continuado con su minuciosa exploración textual, la zona más conflictiva (y por ello más rica) de esa escritura poética. Cobo Borda, en fin, lector voraz y animoso crítico, ha sido ecuánime en sus juicios y ha ordenado ese vasto y complejo panorama al que nos venimos refiriendo. ¿Mi posición frente a sus criterios? Más bien un deseo: que mi discurso crítico pudiera incorporarse como un elemento más al debate necesario que todos ellos – de forma más o menos explícita – han abierto. En un texto mío de 1985, Notas para un diálogo de antologías, defiendo– frente a Cobo Borda– la necesidad de una postura más arriesgada y menos contemporizadora, aun a cosa de equivocarnos. Pediría, en relación con la postura de Yurkievich, una menor servidumbre al esquema histórico dado y, en lugar de lecturas parciales, una dilucidación de la concurrencia en la diferencia. De Pedro Lastra siempre aguardo que la agudeza de sus vislumbres dé paso a la detenida construcción de un discurso crítico. Sucre también se muestra respetuoso con el análisis académico. Añado el nombre de Américo Ferrari (ya citado), crítico con el cual sintonizo de manera muy particular en esa apreciación de conjunto que digo. De todas formas, lo importante para mí es que exista esta posibilidad de debate; y que en ella, mi posición establezca una distancia que es también equidistancia: como isleño atlántico que soy, mi mirada se configura en la confluencia del discurso de la poesía española con su doble renovado que es esa otra poesía que, hablando en su misma lengua, lo hace desde la otra ladera, como renovado principio.

FM | Dijo el boliviano Jaime Sáenz (1921-1985): “Conocer el mundo es para mí conocer el secreto de la esfera. Y para conocer el secreto de la esfera hay que haber bajado al abismo y haber subido más allá de la superficie”. Entre los poetas hispanoamericanos que han tomado ese camino, juntamente con la presencia de Sáenz considero al colombiano Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y al venezolano Rafael José Muñoz (1928-1981), los tres actualmente muertos. Ellos son los poetas malditos, a ejemplo del nicaragüense Alfonso Cortés (1893-1969), del colombiano León de Greiff (1895-1976) y del chileno Enrique Gómez-Correa (1915-), poetas de la materia luminosa, insurrectos contra el positivismo y el racionalismo, dotados de aquello que Juan Liscano, hablando de uno de ellos, emplaza como “resplandeciente liberación por el absurdo”. Eso linaje sigue, sin embargo, poco merecedor de atención crítica, aunque tengan los poetas producido libros de indiscutible frescor en el descorrer del escenario poético contemporáneo, tales como Muerte por el tacto (Sáenz, 1957), Amantes (Durán, 1959) y El círculo de los tres soles (Muñoz, 1969). También en tus estudios sobre la poesía hispanoamericana no encuentro menciones a estos poetas. Desconocimiento o sistemática ocultación, ¿qué te parece sea eso de que padece la obra de tales autores?

JRP | Quisiera hacer alguna precisión al respecto, antes de contestar concretamente a lo que me preguntas. Yo soy –como sabes– partidario decidido de una poesía del conocimiento de lo secreto (y sagrado), del descendimiento al lado oscuro de la existencia y la realidad, de una poesía que se arriesgue a mostrar lo invisible y a nombrar lo inefable: ésa me parece la única experiencia poética de verdad; porque la poesía no es sólo un ejercicio literario, también es –primordialmente– una entrega existencial. Ahora bien, con idéntica radicalidad, me parece importante (y necesario) decir que lo visionario solo, sólo el malditismo, no hacen al poeta. Habría que determinar ambos conceptos con atención y cuidado, y saber hasta dónde son válidos poéticamente hablando; ello es, hasta dónde alumbran un camino que sea también construcción verbal. Tal vez la escasa atención que –tú dices– se les presta a poetas que adoptan una militancia visionaria o se muestran como malditos, se debe a esa desconfianza que digo. No hablo de los tres nombres que citas (el de Muñoz, sobre todo, a mí me importa de manera muy particular), me refiero a una línea poética que en este momento me interesa revisar a fondo, pues tanta incidencia tiene en la configuración del discurso de las poetas hispanoamericanas, según explico en El barco de la luna.

Que no me haya ocupado de Durán o de Sáenz o de Muñoz no es cuestión de desconocimiento, ni de que para mí sean poetas menores; es una cuestión de mera circunstancia, de que mi trabajo ha discurrido por otros derroteros, y en ellos he consumido el tiempo –nunca suficiente– del que puedo disponer. Por otro lado, yo trabajo con mucha lentitud, vuelvo muchas veces –desconfiado– sobre las cosas que escribo, reviso mis afirmaciones, dudo constantemente, y eso me obliga a parcelar el trabajo y a no dispersarme en exceso. No quiero decir con esto que, si en un momento determinado me decidiera por explorar las obras de estos autores, y no me despertaran un interés particular, tuviera que dedicarles una particular atención crítica. Cada día entiendo más el trabajo del crítico como algo que no puede realizarse sino en perfecta simpatía y sintonía con la obra a la cual se acerca. Y hablo de ambos conceptos con su valor etimológico. Cada día me convenzo más de que la verdadera exploración crítica, que tiene que ser independiente, no tiene nunca que ser objetiva, en el sentido aséptico que se suele dar a lo objetivo.

FM | ¿Cómo has observado las relaciones establecidas entre barroco e surrealismo que, es lo que pienso, tendrían en poetas como Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Molina e José Kozer, algunos de sus más expresivas definiciones?

JRP | Convendrás conmigo en que, tanto el barroco como el surrealismo (y su punto de equidistancia, el romanticismo) aportan los ingredientes imprescindibles para un lenguaje y para la construcción de un mundo esencialmente poético. Yo, al menos, no entiendo la poesía en lengua española, y en particular su fundación americana, si no es como hija de la agitación barroca (ahí, sor Juana y también Lezama Lima) que pone siempre en entredicho la imagen de la realidad (no su corroboración, su contradicción; no su reproducción, su fundación); si no es movida por el turbulento impulso afirmativo –entrega y consumación existencial– del romanticismo (ahí, José Martí o Darío y los demás modernistas; pero también Vallejo), ese lenguaje con vocación de libertad frente a los dictados de la autoridad académica, la norma literaria o la imposición del significado frente a la proliferación de sentidos; si no se manifiesta, en fin, como deseo de habitar el espacio abierto por la imaginación, donde es posible realizar el sueño (ahí, de nuevo, sor Juana y Lezama, poetas que –a su vez– no tuvieron reparo en despeñarse por aquel vértigo existencial).

Tú nombras ahora a poetas que no sólo son herederos de esa tradición de resistencia (y por lo mismo de la fundación americana) sino que muestran los diversos aspectos en que tal tradición se proyecta y prolonga. En mi libro El pájaro parado –lectura muy personal de la obra del peruano Emilio Adolfo Westphalen– me atrevo a exponer las coincidencias entre ese discurso poético y el de Lezama Lima: para mí, la obra de Westphalen – en su ascético rigor andino – es la otra cara de la misma experiencia que Lezama cumple desde la exuberancia insular caribeña. Pero –en ambos– el arraigo en su identidad no es limitación, sino enriquecimiento, para el lenguaje. Esto ha sorprendido a más de uno, entre los lectores de mi libro, y les ha provocado no poco desconcierto. Sin embargo, estoy persuadido de que el espacio verbal de uno y de otro –tan singular y extremo, en ambos casos– se vincula estrechamente a lo que, simplificando, llamaríamos lo oscuro, selvático y laberíntico que el barroco en su complejidad sensorial, o el surrealismo al materializar lo inconsciente en un espacio poblado de imágenes, instalaron para siempre como semilla de la disidencia poética, en el lenguaje y en su configuración literaria. ¿No fue la comunión de Westphalen con César Moro el principio generador del mundo poético y de la escritura que habrá de decirlo? Ni en uno ni en otro el surrealismo –que sí es principio nutriente– se tradujo en torpe militancia estética.

Tampoco lo será en el caso de Enrique Molina, a pesar de que su viaje existencial –que lo es verbal– suponga el cumplimiento de un conocimiento alucinado, de un orden encantador. Su escritura se derrama en abundancia barroca e iluminación surrealista; es una forma de hallar el ritmo existencial más allá de toda apariencia física del mundo, abordando la zona del deseo. El resultado, sin embargo, es una épica inversa: no se exalta o celebra un acontecimiento, porque la escritura es el acontecimiento: mutilación y orfandad existencial, persecución tenaz de la identidad, como en el paradigma vallejiano. Exuberancia (y patetismo intencionado) próxima a Lezama, pues el poema –también– es caída y desprendimiento: riesgo de ser, experiencia verbal del ser. Algo más: esta escritura de Enrique Molina, como antes la de Westphalen, no niega el valor de la palabra, se constituye como discurso natural, incluso sometido como está a la agitación existencial y al asombro del hallazgo (de nuevo, remito a Lezama); genera el espacio adecuado para realizar su tiempo: nada del artificio vano de los estereotipos.

Y así llegamos a José Kozer. Todos simplifican, aludiendo la paternidad lezamiana de su poesía. Que existe, pero que no es fundamental: la poesía de Kozer, voluntariamente contaminada y mestiza, exuberante por aluvial, resulta una voz tan original, tan personal, porque se sitúa frente a sus múltiples orígenes (y no sólo poético, ni sólo literario) con irónico atrevimiento que lo pone todo en evidencia. En su escritura, incluso lo más sagrado manifiesta su manquedad, su condición defectuosa o risible; incluso el lenguaje y su respetada prosapia histórica, es cuerpo siempre violado, imagen que desnuda su revés; incluso la sabiduría, y su sólida solemnidad, deja siempre a la vista ese torpe costurón con el que, inútilmente, se pretende contener el desorden o vergüenza (hasta las mismas íntimas limitaciones del miedo y del dolor) que en su seno se agitan. Orden y caos, armonía y desmesura, polos de la rotación en esta esfera imperfecta que es su poesía.

FM | En nuestro primero encuentro hube una referencia tuya acerca del mimetismo artificioso que “se detecta, de manera abundante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos, más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas”. Estoy de acuerdo con tu observación acerca de la simple repetición de “ciertos mecanismos viciados de la vanguardia”, pero ¿no estaría este aspecto más directamente vinculado a una obsesión por lo nuevo, a uno insaciable juego producido por la publicidad, en el sentido de no se permitir la fundación de algo verdaderamente nuevo, de su necesario establecimiento?

JRP | Bien. Déjame decirte algo sobre esa “obsesión por lo nuevo” en la que se verían implicados los –por así llamarlos– nuevos lenguajes. Tú te refieres a la publicidad; yo añadiría todas las otras formas expresivas derivadas de la saturación presuntuosa de los media que padecemos en este final de siglo. Tú dices que tal inclinación, casi generalizada en la escritura poética más joven, podría entenderse como asunción de lo efímero, de lo resistente a todo establecimiento… Ahí, me parece, está la clave de este asunto, esos lenguajes que nos invaden –servidumbre quizá inevitable de esta época– pueden ser expresión adecuada de la aceleración histórica que vivimos, de la condición perecedera de todo: lo que se dice vale –tan sólo– durante el tiempo en que se dice. Ahora bien, desde el punto de vista de la creación literaria (y poética, en concreto), lo que yo me planteo es que ese lenguaje de los media, construido sobre esquemas muy simples y reiterativos, sobre fórmulas equivalentes (han de servir siempre a una única –y urgente– necesidad: corroborar un suceso), basado en el lugar común, la frase hecha o el slogan más o menos ingenioso, sólo entorpece la riqueza creativa de la lengua, su capacidad generativa y renovadora.

Que habitamos un tiempo donde todo está sujeto a su perecedera condición, donde ya ni siquiera los valores tienen tiempo para incorporarse y arraigar en la sociedad, me parece fuera de toda duda. Pero ¿debe la creación literaria –y poética– estar al servicio de una coyuntura como ésa (de cualquier coyuntura, añado)? ¿No será –más bien– su cometido contradecirla, ponerla en evidencia? Cada día soy más radical en esto: si la lengua literaria no se despliega a partir de un sustantivo anacronismo (si no nace ajena a los avatares del tiempo), sólo servirá, con mayor o menor fortuna estética, a los dictados de una moda, o –lo que es lo mismo– a las imposiciones del poder, siempre –político o cultural– secuestrador interesado de los sentidos que toda lengua encierra, y que es capaz de desplegar al margen de toda utilidad práctica. Si este riesgo no se le exige a la escritura poética más joven, ya me dirás tú quién será capaz de atreverse a dar el salto permanente en el vacío que toda verdadera poesía debe dar.

Y una cosa más: si, para hacerlo, los poetas más jóvenes vuelven sobre lo que he llamado “mecanismos viciados de la vanguardia” (esa envejecida –y limitada– poesía del silencio y los ritmos visuales, ecos de los ecos mallarmeanos; esa poesía –ya estereotipo sin valor– que trabaja sobre la falsilla de una irracionalidad convencional), lo único que consiguen es una mimética reiteración de fórmulas, sin cumplir la necesaria reflexión que el corrompido lenguaje de su tiempo exige, sin completar la construcción poética como espacio único de libertad. No hay por qué (y me parece igualmente censurable) temer a los eternos conflictos existenciales, ni a la impregnación emocional de las vivencias personales, incluso en relación con el tiempo presente; pero sí hay que trabajar la palabra y su funcionalidad poética para que la imagen que de todo eso nos ofrezca sea una apuesta de rebeldía y libertad, nunca una forma –consciente o inconsciente– de regocijada aceptación.

FM | Dentro de esta misma mirada que aquí hemos enfocado, ¿lo que te parece la persistencia de algunos poetas, sobre todo argentinos y uruguayos, en la fundación de lo que denominan neo-barroco (o neobarroso, como lo ha preferido el argentino Nestor Perlongher)? ¿En eso acaso no tendríamos un riesgo inmenso de dilución de las conquistas estéticas de la poesía hispanoamericana?

JRP | Ahí tienes un buen ejemplo. Hasta donde se me alcanza, lo que tu llamas neo-barroco (y la denominación juguetona que le da Perlongher –neobarroso– nos remite a aquella ingeniosidad inoperante de la que hablaba) no me parece que sea más cosa que una forma graciosa de épater le bourgeois; y estarás de acuerdo en que ese burgués se halla curado de todo espanto, y no le va a hacer más caso a la poesía del que ahora le hace; es decir, ninguno. Conozco la obra de Perlongher, y la de Roberto Echavarren (lo cito porque las opiniones de ambos quieren ser coincidentes), y así como la escritura del primero me parece ociosa y derivativa, la del segundo me resulta más indagadora e iluminadora, y precisamente porque esquiva –saludablemente– todo estereotipo; y su abundancia discursiva tiene la necesaria densidad reflexiva para establecer un espacio de alumbramiento que en Perlongher –y quizá sea limitación mía, de lector poco hábil– no se consigue, pues su escritura es (y él lo manifiesta sin rubor) tributaria de una ingeniosidad para mí agotada.

Reproduzco la definición que Perlongher hace de su neobarroso: una “desterritorialización devastadora que tomò la vida de una artificialización extrema del lenguaje”; recuerdo su entusiasmo lezamiano o su pasión por el malditismo más tópico… Que el barroco es artificio, ya lo sé; y que la escritura lezamiana es barroca, en tanto que construcción de un artificio de lenguaje, pero ¿lo es en la medida en que Perlongher lo entiende? Lo que él escribe, como neo-barroco, ¿surge de una necesidad natural con naturalidad o es tributo obligado a su condición de hijo del tiempo? Esa fue la ceguera de los superficiales y nerviosos años sesenta donde yo me inicié, en los que entonces creí), su ligereza cultural del consumo (el pop, el rock, el impacto de los media) fue el polvo que ha traído estos lodos: un artificio por el artificio, no el laberinto denso, intenso, por donde ahonda la escritura de Lezama, o en donde alimenta su vuelo libre la poesía de José Kozer, a quien ellos quieren asimilar al neo-barroco. La de estos, palabrería que oscurece, no visión que ilumina e implica como la de Lezama y Kozer. A mí, al menos, me mantienen ajeno y lejano. No soy machadiano (y lo he confesado muchas veces), pero en la poesía quiero oír voces y no ecos; quiero personalidad y no forzada “originalidad”. Pertenezco –por insular e atlántico– a un mundo mestizo, mi lengua se halla contaminada (y no lo evito); pero ese mestizaje no es una simple mezcla de formas captadas aquí o allá, indiscriminadamente: son mías, en ellas me reconozco. El mestizaje tiene su valor (y vigor) en tanto que vivencia plural de la lengua, nunca será construcción (o desconstrucción) de un discurso. Para el mestizaje, la ironía; nunca el dogma.

Prefiero, pues, la afirmación de Echavarren (“no de la historia sino del fin de la historia y del comienzo de las historias, versiones, centros difusos de lectura y situación”), y prefiero su mayor densidad que no diluye la responsabilidad de un mayor implicación existencial en el discurso: observa su debate con los ritmos modernistas y simbolistas; no tienes más que ver su coincidencia en Laforgue, Lautréamont o Herrera y Reissig, en Saint-John Perse, aun con reparos; presta atención al que considera principio de su escritura, el debate entre un discurso religioso-confesional y un discurso artístico-filosófico…

La cuestión no es, por tanto, buscar una denominación de origen para una determinada marca poética. Tú mismo dices que esta opción neo-barroca se observa, primordialmente, entre los poetas argentinos y uruguayos. No tiene por qué ser así, por más que pudiéramos explicar esa tendencia como lógica en una expresión tendente a lo verbigerativo (el habla urbana de Río de la Plata), producto –como en pocos lugares de América– de una afluencia y confluencia permanente de hablas, de palabrería deslumbradora. Partir de una hipótesis como la tuya nos obliga a hallar un estereotipo que configure verbalmente aquella denominación. Y las cosas no son tan simples; en poesía no pueden serlo. Como te dije, que barroco o romanticismo o surrealismo alienten en la fundación poética hispanoamericana no tiene por qué significar (muchas veces resulta lo contrario) que los escritores se sometan a las formulaciones normativas de tales movimientos estéticos. Una cosa es que la doblez y el mestizaje y la capacidad visionaria de todos ellos sean concomitantes con el lenguaje definitorio de la identidad americana, siempre fronteriza, nunca del todo definida (o definida por esa orfandad, precisamente), y otra bien distinta el entender –obligadamente– que la poesía hispanoamericana haya de ser o barroca o romántica o surrealista: eso, para los profesores y su crítica académica, con su perseverante (y simplificadora y acomodaticia) ceguera; no lo hagan también los poetas, cuya apuesta debe ser rebelde y resistente y liberadora.

FM | Aunque sea constante en tu obra crítica la presencia de la poesía hispanoamericana, ¿es posible encontrar todavía una reluctancia, bajo el punto de visión editorial, en la difusión de esta poesía en tu país? ¿En lo que debemos basar eso?

JRP | Esta es una vieja cuestión pendiente entre la poesía española y la poesía hispanoamericana. Mi trabajo crítico se ha propuesto, durante años, reducir al menos ese hiato grande y profundo entre ambas escrituras poéticas de una misma lengua. El resultado ha sido descorazonador. No sólo por la incomprensión española con respecto a Hispanoamérica; también por el escaso (y defectuoso) conocimiento que se tiene de la poesía española en Hispanoamérica, a lo que ha contribuido la complacencia con que el lector hispanoamericano acepta la visión que de la poesía peninsular le llega a través de la crítica establecida y dominante.

Durante algún tiempo (en especial en los años setenta), las editoriales españolas más solventes publicaron obra de los poetas hispanoamericanos de los últimos y penúltimos plazos históricos, rompiendo así la rutinaria imagen que desde España se tenía de una historia poética que concluía en Neruda y Paz, a partir de los cuales el espacio literario era de los narradores encumbrados por el lanzamiento del boom; narradores que pronto comprendieron que la solución era constituirse en sociedades anónimas, en lugar de seguir escribiendo desde la marginalidad y el riesgo en que todo verdadero escritor debe situarse. Pues bien, aun difundiéndose en España aquella obra poética, poca o ninguna influencia ha tenido en los poetas de este lado. ¿Mi opinión? Que el temor al riesgo, la tendencia particularmente respetuosa con la tradición y la configuración tercamente histórica de la poesía en España forman una barrera insalvable para que esa necesaria permeabilidad, ese imprescindible debate entre las dos voces de una misma lengua, se haya cumplido debidamente. Añade otra cosa más: la literatura española lo es de la palabrería vana, de la repentización ingeniosa, y ¿cómo puede entenderse así una poesía como la hispanoamericana que nace –incluso en sus manifestaciones más exuberantes– del lento destilar de la palabra, de un silencio alerta y desconfiado, de una mirada intensa y una madura reflexión?

Yo no defiendo la necesidad de suplantar la identidad que una escritura manifiesta, obligándola a expresar otra; lo que considero imprescindible, y urgente, aunque lo creo ya imposible, es la recíproca contemplación de uno y otro discursos, y el meditado análisis de las posibilidades que la lengua común ofrece, teniendo en cuenta su diversidad, su riqueza, su capacidad de resistencia y su voluntad de riesgo. Pero ya te digo: soy escéptico, después de más de veinte años intentando decirlo frente a tantos inconvenientes.

1996. TERCER ENCUENTRO

FM | Si hablamos de poesía española, es conocida la discusión en torno de la palabra modernismo, que puede significar a la vez una escuela literaria y la definición de una época. Es verdad que el modernismo español (lo mismo que el modernismo hispanoamericano) presenta rasgos distintivos del modernismo de los demás países europeos (lo mismo que el modernismo brasileño). Antes de todo, tu opinión acerca del sentido exacto del modernismo español. Después, sus relaciones con el modernismo en las Islas Canarias.

JRP | No habría motivo de discusión a este respecto, si no se hubiese utilizado esa misma denominación (modernismo) para movimientos literarios que, en realidad, responden a propuestas estéticas diversas, aunque coincidan en el hecho de afrontar ese período histórico, también necesitado de una más justa denominación y que, para entendernos, llamamos modernidad. ¿Ves? Tú mismo aludes ahora, por ejemplo, al modernismo español y al modernismo europeo (que tuvo más bien poco de literario) y al modernismo brasileño… Podríamos incluso complicar un poco más la cuestión sumando a este debate el modernism norteamericano. Prefiero, pues, centrarme en el modernismo en lengua española que, en propiedad, llenaría la casilla vacía del verdadero romanticismo que no tuvo nuestra literatura. Verdadero romanticismo porque implica ruptura de la imaginación y transitividad consecuente hacia ese lugar reclamado con urgencia por G. A. Bécquer como el espacio “donde el vértigo / con la razón me arranque la memoria”. Y si Bécquer lo solicitaba como deseo, su configuración corporal, su encarnadura en imagen, la completa el modernismo desde Hispanoamérica. Principio fue de una experiencia poética que lo es también histórica: Hispanoamérica da a luz, con el modernismo, la imagen de su futuro en tanto que único espacio para establecer su identidad posible. Por eso será comienzo contemporáneo; doble con el cual le era imprescindible dialogar –para entenderse a sí misma– a la identidad española. Sucedió, sin embargo, que la situación histórica española, en ese momento, no era augural –como sucedía en América– sino final: la respuesta de los escritores peninsulares se vio así forzosamente condicionada por una reflexión sobre su pasado, que concluye en voluntad regeneradora (ello es, una vuelta al principio y una revisión de todo el proceso histórico nacional: memoria y razón requeridas para explicar lo sólo poéticamente explicable). Esa fue la contradicción de los noventayochistas. Y su evidente limitación. Más aún: en ellos actuó un temor grande ante la libertad imaginativa –formal y rítmica– que el modernismo planteaba; y deseosos de dar con el espíritu o esencia de lo español, se vieron deslumbrados, pero también asustados, ante el atrevimiento modernista. Insensibles a la sensualidad y a la pasión amorosa, serían escritores negados al amor (y al erotismo), pues entendían a la mujer sólo como hospitalidad, como cobijo. Y por ese mismo camino se explica su difícil relación con el otro (para Machado, “el otro que siempre va conmigo”; para Unamuno, la conciencia trágica del ser impar). Se comprenderá, pues, que los escritores peninsulares que se llamaron modernistas apenas fueran imitadores de una estética; no vivieron la experiencia existencial que habría de obligarles a subvertir el orden convencional de la expresión literaria.

Los escritores de fin de siglo en las Islas Canarias, por su parte, se encontrarán ante la evidencia de su diferencia cuando –como resultado del desastre colonial de 1898– este archipiélago atlántico se convierta en territorio fronterizo que debe afrontar el principio de su andadura histórica en el espacio de la modernidad, donde su reconocimiento aguarda entre la incertidumbre de lo posible. Islas al fin y al cabo, su condición doble se refleja en el debate permanente entre la seguridad de su centro y la proyección excéntrica, centrífuga, de su identidad, sólo completa cuando se asume la manquedad que obliga a ese tránsito hacia lo desconocido. Canarias coincide así con Hispanoamérica en este principio, pues –a mayor abundamiento– ese lugar de confluencia y mestizaje que fue el archipiélago desde finales del siglo XVI, vive en permanente relación con el mundo. El cosmopolitismo de su actividad comercial y portuaria, que se dispara a finales del siglo XIX con la presencia singular de los colonos ingleses (hombres de negocios, pero también exiliados que esperan sanar de su enfermedad irreversible), facilita aquel reconocimiento por medio del reflejo en (y diálogo con) el otro. Y tal experiencia, ayudada de su irreverencia lingüística dialectal, basada en el uso de un ritmo (acento) diferente y de una riquísima capacidad expresiva del habla (gestualidad y silencio como elementos básicos de significado), hará que la escritura literaria finisecular en las Islas Canarias constituya una facción singular del modernismo hispánico, movida por idéntico sentido a la que impulsara ese movimiento en Hispanoamérica, y no ha de entenderse como subsidiaria de aquella inauguración. Desde un precursor como Domingo Rivera (1852-1929) hasta un postmodernista (y algo más) como es Rafael Romero, Alonso Quesada (1886-1925), pasando por el escritor paradigmático que fue Tomás Morales (1884-1921), ausentes casi siempre del debate histórico y crítico del modernismo español, aunque Federico de Onís, Díez Canedo o Valbuena Prat llamaran la atención sobre ellos.

FM | Hablando de la aventura poética de las Islas Canarias, recuerda Valbuena Prat sus dos características centrales: el aislamiento y el sentimiento del mar. A su vez nos habla Pérez Minik de “unos temas singulares autónomos”, la adaptación de unas características de la lírica europea. En el escenario de la gran variedad cultural hispánica, ¿cuál es la aportación estética que mejor define la poesía canaria?

JRP | Ya he insinuado algo de esto en lo que te decía antes. Retomo el término facción, del propio Pérea Minik, que él utilizó para historiar y reflexionar sobre su propio movimiento generacional, el de Gaceta de arte. Pienso que facción es la forma más precisa para determinar toda la aportación peculiar (yo diría la diferencia) de la poesía escrita en las Islas. Nombras también al profesor Valbuena Prat; en efecto, fue el primero en advertir el particularísimo fenómeno de esa poesía. Quizá su método de análisis, en exceso ajustado a la periodización histórica peninsular y de carácter exclusivamente histórico, fue un obstáculo para definir con exactitud el proceso seguido en Canarias por la poesía. Valbuena habló, junto al aislamiento y el sentimiento del mar, de cosmopolitismo e intimidad… Si te fijas, lo que Valbuena propone, aunque no lo dice de forma explícita, es el carácter doble de esa escritura: una poesía que, para ser, necesita arraigar en lo propio (aislamiento, intimidad) pero entendido como prolongación o transitividad en lo que, como contrario complementario, necesita para completarse (cosmopolitismo, sentimiento del mar). Por ello, me parece certero el criterio de la profesora María Rosa Alonso quien señala la tensión entre un impulso centrípeto y otro centrífugo, que viene a ser lo mismo, pero subrayando el sentido dialógico y dramático de la relación entre ambos extremos, lo que explica cómo la poesía de las Islas, desde su comienzo, en la frontera entre renacimiento y barroco, tiene siempre el carácter de algo inacabado que busca completarse en lo inefable o invisible, en su prolongación hacia lo vacío y en la habitación de ese espacio inquietante o sugerente. No tiende hacia la confirmación de algo sino hacia la preocupación por lo ambiguo o posible. Siempre se ha explicado (y se ha explicado mal) el principio histórico de esta poesía en relación estrecha con los grandes ciclos de la poesía pre-renacentista española. Pero un poeta como Bartolomé Cairasco (1538-1610) no es, como se dice, un aventurero del esdrújulo, sino el primer intérprete – como sor Juana Inés de la Cruz, en la tradición americana – del sentido doble de la diferencia insular: descendiente de nizardos instalados en Canarias, su identidad doble no sólo le permitirá comprender el sentido de aquella bipolaridad, sino hallar el lenguaje, y los temas precisos, que han de explicarla para acabar dándole carta de naturaleza poética. Su barroco no es ni el culteranismo gongorino ni el conceptismo; es otra cosa, porque a otra realidad atiende. Su traducción de la Jerusalem liberata es algo más que una traducción, una explicación de su identidad en ese contraste, que es reflejo, con el otro rostro de su propia identidad. Y su libro Templo militante, galería de rostros que operan en idéntico sentido. Este título, además, nos remite a un espacio cerrado (y sagrado) donde ha de producirse la revelación del origen, y a la conciencia testimonial que anima la visión que el poeta da de esa revelación.

Su misma propuesta la encontramos, y con paralela intención, en los ilustrados insulares (Viera y Clavijo o Clavijo y Fajardo o el vizconde de Buen Paso), habitantes del debate europeo del siglo XVIII, en donde se reconocen mucho mejor que en la reducida polémica entre castizos y afrancesados que cierra entonces el camino a la modernidad española. Se suele llamar plagiario al vixconde de Buen Paso porque su “Soneto al Teide” venía a repetir (reflejo en el cual reconoce su propio imaginario) el “Soneto al Tajo”, del portugués Francisco Rodrigues Lobo. Y lo mismo sucede con los modernistas y postmodernistas a quienes antes me he referido. Y a través de ellos llegaríamos a los surrealistas (o, mejor, vanguardistas) que desde 1928 (aparición de la revista La rosa de los ventos) hasta 1936 (comienzo de la guerra civil y dispersión del grupo de Gaceta de arte) se establecen de nuevo, bien que con un sentido más polémico y agresivo y arriesgado, en esa misma bipolaridad que los convierte en fenómeno singularísimo de la literatura española contemporánea.

FM | Tus lecturas apuntan un gran momento de la cultura canaria centrado en la presencia indiscutible del surrealismo de los años treinta, los escritores reunidos en torno de la revista Gaceta de Arte –con sus treinta y dos números publicados, desde 1932 hasta 1936, es indudable que se trata de una de las más importantes revistas dedicadas exclusivamente al surrealismo en todo el mundo–, destacadamente Eduardo Westerdhal, Pérez Minik y García Cabrera. Sin embargo, son frecuentes todavía las negaciones de existencia de surrealismo en España, lo mismo que en Brasil. Los argumentos, en ambas laderas, son los mismos: la no utilización de la escritura automática y la falta de una formación grupal. Es evidente la debilidad de tales argumentos. Mi interés se refiere al motivo real de tan obstinada negación, verdaderamente una obsesión de cierta facción de la cultura de nuestros países. Habla un poco de eso.

JRP | Siguiendo con mi razonamiento anterior, satisfaría tu curiosidad en este aspecto. Estoy completamente de acuerdo con lo que dices (sé que lo estamos en muchas cosas). ¿Cómo decir que el surrealismo, para ser, debe ser escritura automática o conciencia de grupo? Todo lo que sea deber, imposición, es asunto ajeno al verdadero surrealismo. Sucede –esto sí– que el surrealismo introdujo tal grado de violencia en el pensamiento y en la escritura, tal dispersión en el conocimiento y tanto riesgo en la visión de la realidad y en su expresión artística o literaria (estoy pensando ahora, por ejemplo, en el cine de Luis Buñuel, que obligó a los escritores de Gaceta de Arte a vivir su anécdota más “surrealista”), que la literatura española –en paralela reacción a la habida ante la inauguración modernista– manifestó un temor y un retraimiento que los poetas del 27 avalarían inmediatamente con su reverencia ante los clásicos y su respecto a la tradición. Por contra, la facción surrealista de Tenerife apostaría por la aventura del inconsciente y por el riesgo de la revelación nacida de esa apuesta. La poesía surrealista de Canarias (López Torres o García Cabrera, Agustín Espinosa o Gutiérrez Albelo) fue una manifestación fugaz en el tiempo, cierto; pero no podía instalarse como fórmula, género o movimiento, pues su espíritu surrealista se lo impedía; si a ello sumamos que la represión con que se inicia la guerra civil acabó de golpe con el vigor revolucionario de sus protagonistas, queda dicho todo. Resistente fue, y por esa resistencia iluminó el carácter inconcluso y doble de una diferencia indiscutible. Juan Manuel Trujillo, fundador de La rosa de los vientos y polemista con Eduardo Westerdahl, afirmaría (y esto en 1934) que “las islas siguen buscándose, buscando autor. Quieren tener conciencia de sí mismas (…) pero sobre todo buscan a los poetas. Buscan a los poetas escarmentadas de los literatos. Sólo un poeta podrá hacer el milagro. Mejor dicho, dicho exactamente: sólo en un poeta podrán hacer las islas ese milagro”. ¿Nos es éste el mismo poeta que reclamaba, para la fundación de su modernidad, el portugués Fernando Pessoa?

FM | Una cuestión más en torno del surrealismo: la afirmación de Vittorio Bodini de que Juan Larrea hubiera sido “el padre desconocido del surrealismo español”. En tal sentido, como podríamos ubicar la importancia de nombres tales como Agustín Espinosa (el “cazador de metáforas”) y José María Hinojosa?

JRP | Ahí tienes un ejemplo de lo que te decía. ¿Por qué Juan Larrea deja la sombra protectora de la generación del 27 para instalarse en París y escribir en francés? Porque la iluminación creacionista que le ha transmitido Vicente Huidobro será, para el escritor español, principio de una aventura sin retorno. El riesgo de una lengua poética que supere las formas obligadas de su lengua materna. La afirmación de Bodini es muy certera. Pero yo diría más: Larrea fue ese “padre” del surrealismo español. Agustín Espinosa es un caso similar. Aunque hizo alguna incursión en la poesía propiamente dicha, su lengua es la prosa a la que convierte en forma de la poesía, contradiciendo su sentido natural. Crimen, su obra máxima (de 1934), ¿es una novela? Como novela se ha difundido; su lectura, sin embargo, nos convence de lo contrario: es la poesía que se derrama más allá de su límite extremo. Dijo José Bergamín que la poesía empieza justo donde acaba la novela. Pero es el caso que Espinosa continúa esa escritura peculiar en el terreno del ensayo y de la crítica: “Media hora jugando a los dados” es –presuntamente– una conferencia sobre la obra del pintor autodidacta grancanario Jorge Oramas; la lectura de este texto singular en el abismo de la sugestión poética nos precipita.

FM | Una vez más el barroco: su pasión prodigiosa y esa erotización de la palabra que se ha defendido, la seducción de la escritura, su cuerpo a la vez revelación y gustación. El sentido de ambigüedad y síntesis que ha tomado el barroco en la poesía hispanoamericana. Las relaciones posibles entre una lógica conceptual y la vertiginosa lucidez. ¿Hasta qué punto busca tu libro El barco de la luna una relectura del barroco en la escritura poética hispanoamericana?

JRP | Si te soy sincero, no lo había pensado así. Pero no es extraño: nunca el proyecto de un libro –y de un libro tan aventurado como éste– se corresponde con el resultado final. No me lo había planteado de esa forma, insisto. Aunque, por lo que me dices, algo de eso existe en él. Su punto de partida es la inauguración barroca de sor Juana Inés de la Cruz, y cómo su sueño augural prolifera en la larga trama que las poetas hispanoamericanas van tejiendo sucesivamente, con una voz que se multiplica, y diversifica, pero que permanece fiel a aquel principio colisivo que, no sólo entre las mujeres, se desarrolla como línea poética lateral que, por su arriesgada condición, se observa siempre como ajena (o paralela) a la lectura, tenazmente histórica y viciosamente política, de la poesía hispanoamericana. Erotismo y cuerpo, pero no en el sentido anecdótico que se dice habitualmente, sino en tanto que penetración y fecundación del cuerpo de la realidad con el impulso seminal de una palabra que también, para obtener esa energía, debe ser fecundada recíprocamente en el mismo acto creador. Mi libro quiere ser –como siempre, en mi caso– una lectura muy personal y, por ello, una propuesta de debate; lo que ofrece es la imagen (ya sé que a las escritoras militantes el término les repugna, pero es así) oscura, lunar, movida por el impulso de aquel sueño intelectual (nunca enajenación) que sor Juana experimentó como drama de su doblez que resultó ser la doblez hispanoamericana. No he querido hacer una lectura que ceda ante criterios femeninos; leo desde mi posición masculina la diferencia propuesta por la visión de la mujer. Y así he llegado a la conclusión de que, sin esa clave femenina, nada se explicará del todo en la escritura poética hispanoamericana.

FM | Ha señalado José Ángel Valente que “la relación entre eros y mística ha sido oscurecida en nuestra tradición por obvios condicionamientos culturales. Tanto desde un monismo espiritualista como desde un monismo materialista reactivo, experiencia erótica y experiencia mística han sido abusiva y parcialmente interpretadas.” ¿Cómo observar el planteamiento de Valente en el ámbito de la poesía hispano-americana? ¿Hasta qué punto la presencia de las mujeres –pienso en Alejandra Pizarnik, Julia de Burgos, Olga Orozco, Blanca Varela, Circe Maia, Marosa di Giorgio, entre tantas otras– ha influido en la subversión de tales condicionamientos?

JRP | ¿Ves? Citas a José Ángel Valente (a quien tanto admiro y a quien leo siempre con tanto interés), y nos encontramos con que sus palabras nos remiten al mismo temor que –antes decíamos– provocara el surrealismo. Porque la experiencia mística (por cierto, la verdadera ruptura con el orden clásico, y no el barroco como nos dicen las historias de la poesía española), como la experiencia erótica, nada son sin el abandono y la entrega a ese vértigo conceptual y pasional ante lo desconocido. Entrega atrevida y asumiendo todas las consecuencias. Yo no entiendo de otra manera la experiencia de la poesía. Y por eso la representa mejor que nadie la mujer. Ella no se encuentra condicionada por ninguno de los incontables intereses que mueven la escritura de los protagonistas masculinos de nuestra poesía. Ellos pretenden ocupar, y mantener, un lugar central en la historia. Por eso actúan desde la prudencia y el cálculo. Ellas, desde el margen, no quieren suplantarlos en el centro, sino proponer su diferencia como polo excéntrico de un debate. Aquellas escritoras que niegan la diferencia, sólo remedan la cautela y la dependencia de sus pares masculinos, pero no aportan la singularidad, evidente y necesaria, que las caracteriza.

FM | Una propuesta de Borges habla del Diablo como el responsable del bautismo de todas las cosas en el mundo, lo que vincula el nacimiento a su lado oscuro, proscrito, transgresor, y conduce a Lilith: “La palabra, por consiguiente, lleva consigo la magia violadora de Lilith, y para ser callada tendrá que sufrir un vaciamiento ritual” (Teresa Cristófani Barreto. Letras sobre o espelho. Sor Juana Inés de la Cruz). Hay una pasaje en tu El barco de la luna en que hablas de sor Juana, donde señalas como “discutible la vieja posición crítica de un remedo gongorino por parte de la poeta mexicana”. En su silencio solitario, ha nombrado muchas cosas sor Juana. La visión insostenible de la crítica acerca de esta mujer notable, acaso ¿no la explica el inaceptable que sea justo una mujer quien inaugure e ilumine, con su experiencia verbal, el imaginario poético del continente americano?

JRP | Aquí te contestaría mejor que yo, Lezama Lima, desde su sabiduría tan abundante como su humanidad y, como su palabra, “multifragmentada por el incesante despliegue de la subdividida respiración de un asmático”, que dijera el poeta Eugenio Padorno. Porque fue Lezama, gongorino profeso y confeso, quien advirtió la carencia de la iluminación culterana de aquel cordobés agrio y huraño. Faltaba en su escritura, precisamente, el riesgo de lo oscuro, el convencimiento poético de que sólo en el sueño está la verdadera vida. Y esa aventura no se podía cumplir con el reconocimiento afirmativo de la realidad que él hace, por desmedido que fuese en su plasmación imaginativa, sino habitando su revés, su otro lado. Sor Juana Inés de la Cruz le llevaba esa ventaja: ella habitaba en, y hablaba desde, ese otro lado, desde el doble donde lo español se había proyectado sin entenderlo como complementario necesario; la escritora mexicana vio, además, cómo esa habitación y esa palabra suyas conformaban su existencia más que su propia biografía o su más próxima circunstancia histórica. ¿Mujer o monja? Su elección, sin duda, la poesía. No podía llegar a ella siendo mujer; aceptar el hábito religioso tampoco solucionaba su dilema. Su voz se revela entonces como la palabra original de ese ser que sólo se cumple y reconoce en la experiencia poética. Y nos revela, además, el doblez donde toma origen el imaginario poético americano, porque lo era también la del ser doble que a tal experiencia se entrega para afirmar su identidad en la incertidumbre. Naturalmente, tras ella ya no hubo tregua, ni regresión: el sueño proliferó. Y no como tema o recurso literario, como espacio imprescindible para el ser y la palabra americanos. Pero habitar el sueño es aceptar el abismo que –como tú dices, recordando a Borges– es “el lado oscuro, proscrito, transgresor”. La mujer es el sujeto mejor dispuesto para aceptar ese reto que es un riesgo definitivo: su radical marginalidad la convierte en el medium idóneo que nos conecta con ese espacio y eso cuerpo de lo sagrado, en donde cumplir el verdadero debate del origen. Ella, la depositaria de la palabra.

FM | En una entrevista con Gerardo Deniz, me dijo el poeta mexicano: “aun renunciando a hacer juicios literarios, estoy convencido de que, sin su comunismo, ni Vallejo ni Neruda serían tan apreciados”. Creo que es acertada su afirmación a cerca de Neruda. No la comparto en torno a Vallejo. En tu mismo libro, hablas que Vallejo fue “secuestrado por una lectura utilitaria, sistemáticamente equivocada”.

JRP | Gerardo Déniz, poeta –por cierto– a quien he leído mucho y cuya escritura me parece necesitada de una reivindicación imprescindible, pone el dedo en la llaga, y dice verdad cuando subraya esa intromisión de la política (de la disciplina ideológica, más bien) en la valoración de Vallejo y de Neruda. Yo iría más allá: me arriesgaría a afirmar que la valoración que se ha hecho de la moderna poesía en lengua española, y su rutinaria ordenación histórica, están construidas casi exclusivamente por (y sobre) esa infiltración política. Déniz insiste: “sin su comunismo, ni Vallejo ni Neruda serían tan apreciados”. Habría que matizar. Y no para excluir, como tú dices, a uno de ellos. Lo que se nos ha dicho que es Vallejo o que es Neruda, aparte de un mayor o menor aprecio crítico, no resulta ser lo que son de verdad ni el uno ni el otro. Por eso, yo me refería a la recepción de Vallejo en los términos que tú citas: es un escritor secuestrado. Convenía que fuese así, y que su pasión crística o su desgarradura terrosa y carnal que agrietan su escritura que es su cuerpo, y la hacen saltar por encima de convenciones y circunstancias literarias, no se asumiera sino en el nivel más burdo e inmediato de significación, que es el del utilitarismo ideológico. Y no es una opinión mía, que soy –a fin de cuentas– un advenedizo. Observa lo que vallejianos ilustres como Xavier Abril o Américo Ferrari muestran a través de sus mejores aproximaciones críticas. Y lo mismo ocurre con Neruda. ¿Qué Neruda conocí yo cuando empecé a aventurarme por su obra, en los primeros años sesenta? El que críticos e historiadores se habían empeñado en ofrecer desde la ladera única y excluyente de su poesía impura, de esa escritura pedestre y confirmadora que acabaría cercenando el vuelo iluminativo y la energía indudable de su escritura anterior. Pronto comprendí el subterfugio, y pude situarme frente a su obra y ver que el Neruda de los años treinta, en torno a Residencia en la tierra, vertiginoso y revelador, se apagó en su empeño de asumir la impureza como dictado único para su escritura. Este desvío voluntario (y yo diría que obligatorio, desde la coherencia ideológica que acepta, a partir de entonces, su poesía) la cerraría todo acceso al especio renovador (y de verdad poético) que, en ese mismo tramo cronológico, abrieron y habitaron Lezama Lima y Westphalen y Gorostiza (y no menos Moro, Mardín Adán o Girondo), para configurar esa vanguardia otra que no es la que Octavio Paz se empeña en identificar con el período de la segunda posguerra, centrado en la experiencia poética que él mismo protagoniza. Este es un tema que debe ser revisado con atención, y que me preocupa de modo especial: hace poco, he impartido un seminario sobre ello, en Brigham Young University (Utah, USA), e intento que aquellas notas y reflexiones deriven en un ensayo que me ilusionaría escribir.

FM | Volvamos a Hölderlin y su inquietud mayor: ¿para qué poetas? Giambatista Vico ha postulado un ciclo de tres eras en el ámbito de la historia de la humanidad – Teocrática, Aristocrática y Democrática –, culminadas por una era de caos, de donde resurgen las demás para repetirse incesantemente. Ernst Jünger, a su vez, recuerda que “cada uno de los siglos tiene su forma propia de ataque – el siglo XVIII, la subordinación, el XIX, la proletarización, el XX, la numerificación”, concluyendo que “en el próximo la persona singular habrá de decidir si se entrega o no se entrega completamente al titanismo, pese a que participar en él es algo que no sólo entraña peligros, sino que produce fascinación”. Por último, según el crítico Harold Bloom vivimos ya en la “era del caos”. Y la misma inquietud perdura: ¿para qué poetas?

JRP | No tenemos que ir hasta Vico. Las eras imaginarias, de nuestro entrañable Lezama Lima, en esta misma idea se fundan y explican. Y además, sin la simplificación exigida por los media, que mueve a Harold Bloom (y a sus editores) para reducir a anécdota –y, por tanto, a best-seller– lo que es categoría – y, por tanto, necesita una más compleja reflexión. El viejo Jünger, por sabio y por viejo, intuye que nos aguarda un momento histórico –yo diría que esperanzador– en el que este gregarismo que se nos impone día a día deberá desembocar, por extinción natural, en la frontera de la decisión personal y transitiva, proyectada hacia una era poética. Se demostrará que la novela es una forma literaria sin futuro (ya lo estamos viendo: ¿no es víctima de este tiempo utilitario y vulgar, por más que los novelistas profesos se consideren los grandes triunfadores de la literatura de hoy?), que su agotamiento –y vuelvo a las palabras de Bergamín– hará que resplandezca la verdadera y original expresión creativa del lenguaje, sólo producida si, con ella, se entrega la vida: consumación y consumición que debe ser la poesía. ¿Para qué poetas? Yo diría, más bien, lo contrario: ¿para qué novelistas? La memoria verdadera, la que nos identifica, no puede ser ese artificio aprendido para repetir evidencias, reside en un encuentro y reconocimiento vertiginosos con el origen. Claro, esto impone renuncias, y que las máscaras caigan y que arrostremos, con todas sus consecuencias, nuestra verdadera identidad. La de cada uno. El filósofo español Eugenio Trías concluye La edad del espíritu, un libro interesantísimo y revelador aun en su complejidad, con una reflexión a la que valdrá la pena volver siempre, y no sólo desde el punto de vista literario. “Sería preciso imaginar –escribe– un verdadero encuentro (…) de la razón ilustrada referida a la transformación de este mundo y de la razón poética capaz de re-encantar poéticamente el mundo. Ya que sólo en forma poética (dichterisch) habita el hombre, testigo de lo sagrado, esta tierra que constituye su ámbito de expansión y de despliegue. Pero esta forma poética no debería hallarse en completa disonancia con las exigencias de la vida que la razón ilustrada satisface.”

Jorge Rodríguez Padrón (Islas Canarias, España, 1949). Destacado estudioso de la lírica hispanoamericana, además de uno de los máximos conocedores de la litera ... LEER MÁS DEL AUTOR