Lo que pasa es que Borges no hace sino crecer
Por Gonzalo Rojas
Absurdo, inmerecido, que este viejo aprendiz venga a decir lo suyo en la ocasión habiendo para ello tantos poetas, sin excluir letrados tantos que siempre sabrán más. Ni alabanza −entonces− a Borges para qué, ni menos uno de esos juegos de hermenéutica pobre para hablar de lo inhablable. Borges es uno único y su sistema imaginario es uno, y leyó el Hado por nosotros. Son tan pocos los que lo hicieron antes en el español de nuestro siglo. De repente Darío, Vallejo, Huidobro –por qué no−, Neruda el de Residencia, y Paz últimamente, que también tuvo pacto fundador, y, claro otros que no figuran en el canon inmediato. Nunca habrá habido en nuestra América otro escritor que muriera de resurrección.
Con arrimo y sin arrimo, como diría Juan de Yepes, quiérase ver en el caso un parco balbuceo en el centenario del incesante resurrecto, y nada más. Aunque sí, algo: el registro compartido del caos progenitor en las dos primeras vertientes visionarias: Fervor de Buenos Aires el 23 y La miseria del hombre el 46. Dos canteras distintas naturalmente. Novalis lo dijo limpio: “al fondo de todo poema se vislumbra el caos”. Lo que pasa es que Borges no hace sino crecer, como los alerces, y además no está muerto, ¿qué va a estar muerto Borges?
Alguna vez habré leído que el tobe hamletiano se amarra etimológicamente con el vocablo bhou, del germánico antiguo que significa por su parte crecer. De modo que, cuando somos, más bien crecemos.
Todo crece con el ritmo. El alerce, por ejemplo; ese árbol previo al diluvio que únicamente germina en los austral del Nuevo Extremo, y no muere. Casi no muere. ¿Saben cuánto es, en tiempo de reloj, lo que se demora este moroso hasta llegar a ser en plenitud de árbol? ¡Dos miul quinientos años! Vivacidad como la suya, perseverancia en su ser, spinozamente hablando. A menudo hablo con ellos allá abajo en esos bosques del Reloncaví. Lo muy curioso, ¿sabían ustedes?, es que el alerce resiste todo como el poeta: las tormentas, el hambre. Y, aún bajo el cataclismo, algo perdura de él: non omnis moriar, como dijo el viejo Horacio. No me moriré del todo.
Caso concreto, con la prueba científica que corresponde: hay un islote recién nacido que parece un gigantesco antifaz y que está situado en Bahía Foster al sur del sur de Chile. Emergió con la erupción de un volcán el 4 de diciembre de 1967 y vino al mundo, al cabo de no sé cuántos milenios de hundimiento, con un solo vestigio arbóreo impresionantemente intacto. El peritaje de Alemania dijo: alerce. Los poetas no mueren: quedan encantados. Eso lo dijo Guimaraes Rosa.
La palabra poética es, por esencia, un athanaton sperma, una semilla perdurable, el más peligroso de los bienes que le fue dado al hombre para que dé testimonio de lo que él es, y encarna como por azar en una obra abierta a múltiples lecturas, inabarcable e infinita.
Concentrémonos de una vez en nuestro Borges poeta. Lo leí tarde en las cuerdas estrictas dela lira pero lo que entreleí temprano en Sur y otras revistas que llegaban difíciles por el correo andino: artículos, versiones del inglés, del alemán, notas fílmicas, reseñas deslumbrantes. Algo de aquella prosa me fascinaba: la concentración expresiva, el humor. Estoy hablando del 38, año de mis 20 años. Ya Fervor de Buenos Aires, Luna de Enfrente, Cuaderno San Martín iban y venían, y nosotros ajenos a esos grandes ejercicios. Andábamos en otros que nos eran más próximos: en Huidobro, el más ventilado del país, en Mistral, la posesa de las materias, y entre uno y otro Pablo andábamos: el pedregoso de Licantén y el de Temuco en plena Residencia, y — claro — en nuestro Vallejo por lo trílcico y balbuceante del misterio. Y todavía en Eguren y Ramón López Velarde. Y en Pound y en Eliot, eso sí. Y —lástima — además en las ortodoxias vanguarderas: dadaísmo demodé, surrealismo libresco. De mirón fui a parar al grupo Mandrágora de la que se ha hecho un mito, pero lo cierto es que el Mapocho no daba para Sena. El que faltó fue Matta, el único de genio que cambió Santiago por París desde el 34. Aquí en la Urbe de Buenos Aires, la imantación surrealista tuvo luz propia con Aldo Pellegrini y poetas-poetas de verdad: asimismo en el Perú con César Moro, Emilio Adolfo von Westphalen, Jorge Eduardo Eielson. (Ah, y otra cosa: del 27 español, apenas nada: Lorca, Alberti, átomos de Cernuda.)
La primera que nos dijo que había Borges en el mundo fue una mujer: María Luisa Bombal, que escribió La última Niebla y La Amortajada en el fulgor de Buenos Aires. Después entró su nombre junto con el de Alfonso Reyas y Pedro Henríquez Ureña y ya no pudo nada el desconocimiento y la ignorancia de mis paisanos.
Aún recuerdo la versión de su obra al francés por Roger Caillois en 1952, quien fue mi lúcido maestro en la UNESCO cuando fui escritor becario allí, pero sólo en 1960 se me dio su palabra poética en El Hacedor: y de ahí en adelante con adhesión creciente. Leyéndolo y releyéndolo llegué a la identidad del tres en uno de su portento imaginario y me atuve al juicio de que todo se cumple en él en una misma trama enigmática: sus ensayos se leen como cuentos, sus cuentos son poemas y sus poemas nos hacen pensar, como si fueran ensayos.
Cuando el fatídico 73 de los chilenos fui a parar a Rostock que fue mi primera estación de exilio, puerto del Báltico en cuya universidad intenté dictar un seminario sobre el pensamiento de Borges. Se me preguntó qué método emplearía, instándome a que sólo me atuviera al dialéctico marxista de aquellas ortodoxias, a lo que naturalmente me negué. La Volkspolizei pudo más, como en todos esos institutos académicos más totalitarios que científicos. “Borges es la figura mayor del idealismo”, fue el dictamen. También yo pasé a ser un enemigo y nunca tuve alumnos, lo que llevó a la doble asfixia: el exilio y la destitución, como quien dice dos tiros cruzados contra el mismo pellejo por anarca y partidario de la intemperie. La libertad se paga pero también la sumisión. Nunca fui el hombre de la adhesión total y mi apuesta incluye la perdida. Eso lo supo Borges el airoso.
La pregunta se impone, ¿quién que es no es borgesiano en la medida que fuere? Yo lo vengo siendo desde niño como tantos y he inventado a mi Borges insólito y perplejo, imaginación y coraje desde los primeros papeles, ese olfato escéptico, la conciencia del límite. ¡Será cosa de tono o de talante, lo alemanes dicen stimmung! Por eso cuando empecé a dialogar con su palabra creí recobrar otro diálogo más hondo conmigo mismo. Raro el contagio de un alumbrado a otro, en cuanto a uno —a mí, en este caso— le parece haber venido con el influjo antes de leerlo. ¿O el pacto viene de más lejos? Lo que quiero decir es que yo también tuve —mala o buena — la intralectura de mi Borges poeta y llegué tarde al trato con su ejercicio genial aunque reconozco que a lo mejor fui un bórgico avant la lettre en cuanto estuve desde mis primeros papeles por el fervor y el desapego a la vez desde una óptica del distanciamiento, y la gloriola se me dio siempre menesterosa. Aunque por cierto amé hondo las vocales, las sílabas de las que está hecho el mundo, y el ritmo, el frescor del ritmo del que algo supo Darío, padre y maestro mágico al que Borges veneró, más allá de las naturales diferencias. Al paso, excusen la mención del gran mestizo que jamás fue forastero aquí en Buenos Aires. Que lo digan si no dos grandes libros suyos del otro 96, quiero decir del otro siglo: Prosas Profanas y Los Raros. ¿Qué pasa hoy con él, a dos metros del 2000, en este plazo obsceno de consumismo y fanfarrias? Lo leen, no lo leen, pero la pregunta es otra: ¿a quién se lee? Vocales: ¿qué será eso? Sílabas ¿qué será? Lo acusan de todo al fundador: de viejo-retro y fuera de uso ¡y eso que apenas llegó a los 49!: de silvestre. De elocuente lo acusan, de enfático y sonoro, ¡los afónicos míseros! De sobredosis de cántico. Oiga el que tenga orejas, pienso yo. Pero es tal el estruendo publicitario y vergonzante que ya nadie oye a nadie en el carrusel. No es que la palabra misma esté en tela de juicio, como dijo Vallejo: “¡Y si, después de tantas palabras, no sobrevive la Palabra!”: lo que pasa es desidia y liviandad ante el oficio, y literalmente no hay oficio. Borges lo tuvo como nadie.
Se me dirá por qué tanta disipación en la efeméride que parece exigir pauta más prolija. Es que prefiero la ventilación para honrar a quien nos diera tanto aire en este mundo. Y, ya en el orden de lo efímero, lo irrisorio son las efemérides. Esta misma, por ejemplo. ¿Quién no cumple cien años a cada instante? Porque el juego es ése: de repente estamos aquí, de repente no estamos. Él lo dijo una vez con alta conjetura: “¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora que es —como todos los ahoras, el ápice?” ¡El instante, el instante! La intuición del instante que hiciera a Goethe estremecer: “Detente: eres tan bello”. No es reparo a la lucidez de algunos críticos, pero no siempre funciona la metódica; menos en un caso como éste. Está escrito que los poetas entran limpiamente en los poetas, y no por servidumbre; antes bien por natural desafío, pasando por encima de los padres. Los leen mal —como afirma Harold Bloom— para repristinar el juego. Todo eso en el vaivén de la tradición y la invención. De ahí que las claves y los atisbos de los poetas sean más de fiar que los informes clínicos de los expertos llamados críticos. Habré leído cien estudios sistemáticos sobre la popesía de Borges, pero los memorables son pocos: “El arquero, la flecha y el blanco” de Octavio Paz; “Borges el poeta” de Guillermo Sucre; los estudios mayores de Ana María Barrenechea, los de Rafael Gutiérrez, Emir Rodríguez Monegal, Saúl Yurkievich, Jaime Alazraki, Fernando Charry Lara y últimamente, un enfoque singular de Beatriz Sarlo sobre el Borges de la primera hora. Uno que nombro entre los objetantes y los disidentes es Enrique Lihn que también dijo que Darío es un poeta de segunda clase y Borges un gran poeta y un pésimo versificador. Desabrido y todo siempre habrá el movimiento pendular de las adhesiones y rechazos, pero —como la poesía se defiende sola y se explica desde su propio ejercicio— dejemos que suba y baje, o que se retire como las mareas para volver a la vivacidad de su equilibrio. Leamos una líneas de Harold Bloom en el recuento caudaloso de El canon Occidental (¿no será un abuso ese designio enorme?); allí dice “De todos los autores latinoamericanos de este siglo, es el más universal. Exceptuando a los escritores modernos más poderosos —Freud, Proust y Joyce—, Borges tiene más poder de contaminación que casi ningún otro, aunque aquellos tengan más talento y su obra sea de mayor alcance. Si lees a Borges a menudo y con atención, te vuelves un tanto borgiano pues leerle es activar una conciencia de la literatura en la que él ha ido más l ejos que ningún otro”. Esta conciencia a la vez visionaria e irónica es difícil de describir, y es seguro la que más me atrajo en el maestro, por consonancia espontánea. Claro que también soy huidobriano, rokhiano, mistraliano y —por encima de eso— vallejiano, y —¿por qué no?— dariano. Y es que todos venimos de todos y no hay originalidad sino concierto. La originalidad es improbable. Fue lo que me hizo escribir hace algún tiempo estas líneas que me atrevo a leer como un saludo a Borges. [Gonzalo Rojas lee aquí el poema ‘Concierto’].
Excusen el desvío hacia el ejercicio personal y hacia esta especie de metamorfosis de lo mismo. Soy larvario y me demoro, y además me repito, y me hartan, más allá del hartazgo, las impaciencias de la escritura y por lo visto las del éxito. Es que todo es nuevo. Para el oficio de poetizar desde el asombro, todo es nuevo.
Otra cosa que habré dicho otras veces en cuanto al registro de influencias por demás necesario en mis interminables mocedades es ésta: Vallejo me dio el despojo y cierto balbuceo en dialogo con mi asma y mi tartamudez y desde ahí el descubrimiento del tono; Huidobro acaso el desenfado; Neruda cierto ritmo respiratorio que él aprendió en Whitman (tan caro a Borges) y en Baudelaire, pero yo gané el mío desde la asfixia. ¿Y Borges? El rigor, l’ostinato rigore que dijo Leonardo. Y el desvelo. Un desvelo al que se llega sin prisa, por incesante crecimiento.
Casi todo es otra cosa y Borges atizó en mí la perplejidad y el desapego, que iban conmigo desde las infancias. No era nada, no quería ser nada, pero quería ser. Igual que ahora a los 80 y más, en esta suerte de reniñez. Octogenario y finalista, aunque no terminal, hago mía su frase que escribiera el 61 al ordenar su Antología Personal: “Me atengo a mi pobreza pero no me abate ya que me da una ilusión de continuidad”. Y es que a lo absoluto se llega por la desposesión, por el ascetismo, y hay que ir dejando quereres, como dijo Juan de Yepes, el rey de la poesía del idioma.
Además tuve una formación estricta como la suya y atendí por las dos orejas simultáneas el ejercicio de leer y especialmente de releer: 1) por la izquierda l’esprit nouveau y las vanguardias, y 2) por la derecha las clasicidades áureas. Así en la punta de mi cabeza de muchacho se me dio otra ventilación, otra síntesis.
Fui asimismo memorioso invulnerable y el Nadie de la Odisea fue un encantamiento para mí. “Por culpa de nadie habrá llorado esa piedra.” Tendría, todo lo más, unos 12 años cuando mi profesor alemán Guillermo Jünemann copió en el pizarrón la entrada de la Ilíada traducida por él la noche anterior. Repetiré esa primera estrofa que me tocó las médulas como dice Quevedo:
Las iras canta del Pélida Aquiles,
oh dea, iras fatales que arrojaron
al pueblo aquivo en cuitas mil, y al orco
mil almas de capeones poderosos,
sus cuerpos a los canes por despojo
y por festín a carniceras aves.
¡Tal se cumplió de Jove la sentencia
desde el momento que en contienda fuerte
lucharon, de los hombres el caudillo,
Agamenón, y el esplendente Aquiles!
Pienso que he sido fiel a esa ritmicidad y por añadidura a la palabra de Borges. Se entenderá que mi trato con él discurre largo desde e l zumbido hondo de los griegos inmortales —lo parmenídeo y lo heraclíteo— a este hoy que se atreve con las galaxias, es decir de unos físicos a otros físicos que apuestan como aquellos que parecen remotos a la imaginación más allá de las necesarias exactitudes. ¿Quién no sabe que la física nueva está transida de poesía.
Cosas que me impactaron además:
la preocupación por el tiempo eternidad en Borges. ¿De qué nos disfrazamos cuando escribimos que no sea de tiempo?
el frescor de una sintaxis liberada, con eje en la oralidad. También en Rulfo, ese otro genio del continente, la oralida es clave;
la dispersión y al mismo tiempo la urdimbre; de donde el empleo reiterado de la enumeración caótica, y Whitman, Whitman, Whitman;
su desdén ´por las vanguardias y las modas que se arrugan;
la fascinación del laberinto;
su insistencia en Quevedo, “homme de lettres”;
su pudor en la celebración del amor, tan ajeno al descaro;
la conciencia crítica del lenguaje y el encantamiento de lo insólito: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho”.
Acepto el contagio y reconozco la presencia necesaria de este “miglior fabbro” que vino y no se ha ido, al que le debemos otro milenio de diamante.
¿Y el libro? Pienso en él pero también en ese otro libro que vamos escribiendo entre todos: el del instante y el de las galaxias que excede a toda imaginación; a la de los poetas y de los físicos, que es la misma.
Lo que he amado al libro, lo he respirado, y lo he vivido en ejercicio desigual; unas veces como naciendo página a página, línea a línea, sobre todo en el caso de la poesía visionaria, del pensamiento jónico o de la física de hoy, y otras también como desnaciendo. El tiempo fluye en ellos —en los libros— como ese río incesantemente resurrecto de que nos habla Heráclito. Me gusta el ruido del papel cuando rasgo esas hojas donde alcanzo a oír todavía el arcángel de papiro, pero me consta que mucha lectura envejece la imaginación del ojo, y nunca he confundido información con sabiduría.
Volviendo a lo del ojo, lo que me importa es ver, transver, intraver, hasta la videncia. Así, desde niño, fui un comelibros insaciable hasta el amanecer, pero no se me secó el “celebro” como dicen nuestros paisanos —que son de suyo cervantinos—, antes bien la poesía se me hizo conducta y —mucho más genealógico que lárico— asumí el desafío fundacional que me enseñó Sarmiento. El hombre es hijo de sus obras y uno mismo va hilando su propio libro, de la contemplación a la acción.
Cuando pensamos con pensamiento sobre el libro en nuestra América, senos aparece Borges como de golpe, ese animal mitológico de nuestras letras que ni por un momento se nos ha muerto. Él creía hasta en la evidencia en el paraíso-biblioteca y así lo dijo tantas veces. Lo vio todo, lo leyó todo por dentro, y la biblioteca del padre fue su gran juego desde niño. Después —ciego y todo— lo siguió viendo todo. Porque no fue un bibliófilo, ni ese letrado memorioso que tanto admira el Mundo , sino algo más, un vidente. “Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres”, apuntó esa vez el 24 de mayo de 1978. Y agregó: “Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer. Creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Se habla de la desaparición real del libro. Yo creo que es imposible, aseguraba. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si lo abrimos? ¿Un cubo de papel y cuero, con hojas? Pero si lo leemos ocurre algo raro: creo que cambia toda vez”.
Y nosotros cambiamos, si somos. Eso lo agrego yo.
Sí. Leamos el Mundo. Releámoslo de Homero a Borges. Esos dos ciegos saben más.
Conferencia Buenos Aires, 1996.
Publicado en Todavía, reunión de textos en prosa, FCE, México, 2015.