Jeannette Clariond

Mudanza y otros textos

 

 

 

MINA 1004

 

Arder, yo vi a mi abuela arder.

Agosto. Chihuahua, 1963. Ella ardió,

su fuera y su dentro, ardió en la calle Mina 1004.

Vi a mi padre envolverla en una sábana, el colchón ardía;

las cortinas, la alfombra, su vestido

ennegrecieron. Todo lo recogió.

<<No hagan ruido, su madre está cansada>>.

Lo vi salir de luto esa tarde de agosto con su corbata negra.

La recogió. Ceniza y llanto recogió.

 

El humo de la abuela en el zaguán, las tías

sorbiendo, ásperos, los grumos del café.

 

Había que borrar lo oscuro que dolía,

disolver la sal, el llanto, abrazarse,

sofocar el temblor del viaje, escuchar

a Paul Anka, por ejemplo, a falta de pulso,

rayar el disco de 45 revoluciones por minuto.

 

Por instantes vivía, por instantes

todo fue púrpura: la mujer, el

cansancio, las frondas de los álamos. Después

el vidrio, el vidrio en el cedro,

el rostro quemado bajo el humo.

 

También mi madre ardió. En lágrimas su sonrisa apagada:

<<Arréglame el pelo, me dijo, déjame salir a ver si ya está seca la ropa>>.

 

Tuve miedo. De que sus pasos lentos no volvieran, de la tersura

de la hoja, del sigiloso carcomer,

del reseco peso de la hiedra, ya sin muro, del

florero en la cocina, sin flores. De ese cuarto ciego con su muerte tuve miedo.

De mí misma y el filtrarse del viento

que se llevaba el polvo de los sicomoros.

 

 

 

 

BOW RIVER

                                Todos los colores son, a fin de cuentas, blanco.

                                                           Armando Reverón

                                                         

Cómo cristalina el agua llega hasta la orilla,

trasluce las piedras, el pasto sumergido

en su movimiento.

 

Un tronco caído bifurca la corriente.

 

La lentitud del águila entre nubes se esparce.

Hallo huellas de alces entre ramas caídas.

Por el negror de los cedros sé que un día hubo fuego.

 

No siempre es frío este lugar.

 

Frente al puente la terraza donde un viejo se mece.

Y lejos, como enormes perros echados en el agua,

dos montículos aguardan el deshielo.

 

El río se hace angosto conforme crece.

 

Una vaga nostalgia se precipita,

estalla y fluye

hacia esta orilla, en donde tiemblo

 

al apacible aliento de la luz.

 

 

 

 

MI HERNANA

 

Pasaba las horas recostada en el sofá, ella

era lluvia y cascada del alero.

Subía el volumen para no oír los pasos

fatigados en el pasillo.

 

Ella sabía correr y llenar de aire sus pulmones,

hundirse cuatro metros bajo el agua

hasta obtener altos trofeos de bronce.

 

Alguna vez pensé lo peligroso que es detener largos minutos el aliento,

llegué a creer que desaparecería para siempre.

Vivía la ilusión del no regreso: sumirse por debajo del nivel,

unos centímetros más abajo del nivel. Nadie se siente bien a la intemperie siempre.

 

Para permanecer es necesario el descenso.

 

 

 

 

LINDEN 197

 

El mar está solo, como nosotros los nacidos en el agua.

En él se hunde la noche bajo la luna creciente

(su polvo en nuestros rostros).

La primavera es la estación de la muerte.

 

Inscribimos el epitafio, en alto nuestros nombres

para hacer creer a los desnudos cielos que al menos una sabia palabra

resbaló de nuestras angostas bocas, junto a unas cuantas flores.

 

Venimos a deshojar, no a contar latidos.

 

Enredados los cabellos,

maltrechos nuestros cuerpos

regresan a la voraz melancolía.

 

 

 

 

PRIMER ESBOZO DE SED

 

–Tengo sed.

–Háblame de tu sed.

–¿No ves que está seca mi lengua?

–No quiero que bebas del agua.

–Mi sed está en mi voz.

–No vayas al papel, usa tu memoria.

–Necesito que me escuches.

–Te escucho.

–Sólo los muertos escuchan.

–¿Y yo?

–Tú no me puedes entender.

–Quiero que me hables y que no bebas del agua

–¿Hablas de mi desierto?

–Hablo de lo que ves.

–Desierto y sed. Mis labios están secos, siento una fina tela blanca

en el techo de mi paladar.

–Háblame de eso: de tu sed de caricias, de ternura…

–Lo dije en el poema.

–¿Me lo puedes dejar?

–No, quería leerte lo que escribí en el vuelo.

–¿Lo traes mañana?

–Mañana seré otra.

 

 

 

 

TORMENTA EN MARZO

 

Frío el viento silbaba en la lucera

y afuera

la ventisca borraba los edificios, los cables,

el brillo metal de los portones.

Recorrí Madison y Park como quien lee un libro vacío.

Seguro Emily hubiera gritado Dios y en la blancura invocaría a Blake

con ardor de tigre nocturno: Qué mano, qué ojo inmortal.

Empañados cuerpos blancos,

bufandas a rayas,

tiesas gotas de vaho, era mi incertidumbre.

En Central Park una espiral de perros lanudos

y el viejo sujetaba sus brazos contra el viento.

 

Desnudas mujeres como maniquíes adornan las vitrinas.

Una de ellas, ahí, mostrándome sus senos.

Lajas de frío caen sobre mis huesos.

 

The New York Times anuncia un concierto en Carnegie Hall,

aguardo en la fila, jóvenes y veteranos sacuden la nieve de sus botas

en un domingo de única función.

 

Sonata para piano de Alban Berg. El último brindis.

Hubiera deseado que la música no cesara jamás.

Después Shöenberg. Con el índice seguí las líneas en alemán:

¿Y Rilke? “Ninguna cosa es ella misma.” Y la nieve, siempre la nieve.

 

Al término pregunto por algún restaurán. En la puerta un cartel:

“Private Party”.

De nuevo el viento heló mi cara,

disonancias como secos esqueletos de pájaros.

Alguien desde su ventana habría visto la caída.

 

Voces, el pianoforte, la agitada exhalación en la butaca vecina.

Rumbo al hotel un hombre triza el hielo a la entrada de un garage.

Temprano un Mercedes tomará la misma ruta sin enlodarse.

Después de todo, para qué cambiar su destino; sólo ha caído

una tormenta de nieve en Nueva York.

 

Marzo 10 / 2006 / NY

 

 

 

FRÍA LLAMA

 

Como si palpitara un silencio

el oro de las luciérnagas entre abetos

llameaba.

 

Caía la luz sobre el agua y tú te alejabas

como quien sale de una escena

sin su cuerpo.

 

Lumbre en el centro del agua,

trazabas una estela sin saber

que el sol te miraba

 

por vez primera.

 

 

 

 

HISTORIA

 

¿Quieres que te hable de mí,

de las piedras pulidas,

de mis abuelos,

de la historia de una redención,

del árbol de la permanencia?

 

Déjame volver al agua para recobrar la quietud

que tus ojos resguardan.

 

Nací abrazada a un dolor

de extendidas raíces

cuya verdad es mi vida.

 

Ese antiguo dolor me sostiene.

 

 

 

 

TRANSCURRIR

 

Déjame sentir ancha hora

la extendida lentitud de sus brazos,

descubrir en la flama de sus ojos

jardines de turgentes anturios:

pistilos que recorran mi piel

y abran paso hacia vías encendidas

donde jóvenes amantes ríen

y sus vasos llenan.

Cantar quiero entre tus hojas

que de elevadas ramas descienden,

llorar entre tus flores,

en tu seno de tierra

–néctar, ojos, selva–

cuando el dolor de tu partida

mi juventud alimenta.

 

 

 

 

ECHAR A ANDAR LA LUZ

 

Echar a andar a la luz es abrirse de brazos a lo oscuro,

entrar al corazón de la semilla,

a lo profundo en la sal.

Buscar el calor del huerto,

sus nervaduras de olvido,

volver la mirada al fruto

quebradizo en raíz.

Frágil materia los sueños

que de noche roban la memoria

y todo se vuelve idéntico a lo que no es.

 

 

 

 

MUDANZA

a Carmen

 

A la orquídea

le han cambiado su sitio

y no logra

encontrar la dicha a contraluz.

También de soledad arden corolas.

Algo muere en cada fruto

cuando le quitan su lugar:

deja un anillo de nostalgia en la loseta.

Y aunque el chorro de agua

anime la tarde

no puede borrar las horas

del espacio que ocupaba.

¿Y qué hacer con el ciego gusano

que de pronto perdió su reino?

 

 

 

 

EPÍLOGO

 

I

 

Agua. Agua sin luz a la sombra de la luz. Agua creciendo desde el fondo.

Borbotones manan bajo el puente.

Las pilastras toleran la calamidad. Luego del remanso el fluir

de los reflejos en el río.

Hablas de la primera voz, y no la escuchas.

El río deja su estela doliente

y avanza.

Caminas la orilla y observas el coro de los pájaros,

el brillo dorado sobre las piedras.

Te detienes frente al cristal.

Un pequeño insecto de cuarzo te recuerda que existe un destino.

Preguntas la fecha, anotas el día sobre el papel,

sales de la tienda y sigues el curso del agua.

 

 

III

 

Das un sorbo y la espuma

revienta en tus labios.

Mirar el río bajo el puente te consuela,

el óxido en las efigies de los reyes,

la corriente deslavando las pilastras de sillar.

 

Cae el sol y mancha el oro

de las tejas.

 

 

V

 

Ah, si sólo pudieras llenar tu casa de bellas cosas de otras épocas, repetir

las palabras del propietario:

 

“Esto perteneció al archiduque y a su nieto…”,

simular una historia que armas como el poeta el rompecabezas,

contar una y otra vez el derrumbe de la casa quemada,

el colchón ardiendo, la tía ciega gritando desde el zaguán… No, nadie te creería.

En poesía la historia es calumnia. Las cosas de la estirpe se callan.

Son otros los momentos del agua.

Jeannette L. Clariond (Chihuahua, 1949). Es poeta y traductora. Libros publicados: Mujer dando la espalda, Desierta memoria, Premio Nacional de ... LEER MÁS DEL AUTOR