Tres cuentos latinos
ARRIVEDERCI ROMA
Hoy ha muerto don Mario Ancelotti. Cuando lo conocí yo era un niño y él un viejo… aunque en realidad no lo era, pero para mí entonces toda la gente que no tenía mi edad era anciana. Heredó un emporio en Playa Ancha, el más surtido de Valparaíso. A diferencia de otros comercios de esa clase, no estaba decorado con banderas de Italia, fotos de la selección de fútbol (la azzurra) o de la Ópera de Milán. Esto era rarísimo entre los inmigrantes italianos. Mario nació en la península itálica, no era ni siquiera un chileno o argentino de primera generación, si hasta tenía el acento, aunque llegó pequeño a Sudamérica. Me gustaba escucharlo hablar cuando iba a comprarle algo, me parecía que cantaba al referirse incluso a cosas intrascendentes, como la marca de un abarrote. Otra característica suya era la generosidad: a los vecinos les vendía fiado sin quejarse, con una confianza que revelaba una gran modestia. Los italianos que conocía eran grandiosos, con un tono de voz fuerte, sin temor a expresarse con algunos gritos a lo largo de sus frases. Al conversar con don Mario me embargaba la extrañeza y no sabía cómo preguntarle por qué él era distinto. Hasta que un día le dije: «don Mario, a veces no creo que usted es italiano, no me cabe en la cabeza que sea tan humilde». Me contestó que no porque sus paisanos fueran vehementes, significaba que fuesen sobrados. Admití mi error, pero insistiendo en el punto. Entonces, advirtiéndome que quizás no entendería sus razones por mi corta edad, me contó su historia. Cuando era un mocoso, un buen día le dijo a su padre que Mario Lanza era un tenor superior a Enrico Caruso y su progenitor le dio una bofetada. Lo miré escandalizado, sin comprender la gravedad del asunto. Mi madre era una admiradora de Mario Lanza y mi obligó a ver todas sus películas en UCV Televisión, en un espacio sabatino llamado Cine Triple Acción. Reconozco que ahora me gusta, pero entonces jamás lo habría dicho, por rebeldía hacia mi madre y porque mis amigos lo consideraban un cantante viejo y para viejos. Había muerto hace años (¡apenas tenía 38 años al fallecer!) y sólo lo nuevo valía la pena para nosotros. De manera que todos, no sólo yo, teníamos alguna preferencia secreta, inconfesable, incluso en este momento me da un poco de vergüenza mi elogio a Mario Lanza. A don Mario le sucedió lo mismo después del castigo paterno. Se convenció de que estaba equivocado, más aún, creyó que se había humillado a sí mismo. Su padre lo acusó de renegado, de identificarse demasiado con América, aclarándole que no lo bautizó como Mario por «ese» cantante de los Estados Unidos. Él lo defendió diciendo que Lanza fue hijo de italianos auténticos y su padre, con una risa sarcástica, le contestó que «peor aún». La relación entre ellos no volvió a ser la misma, toda la colonia lo miró con recelo al enterarse de su «blasfemia». No sirvió de nada disculparse, jamás obtuvo un sincero perdón. Se volvió un muchacho callado, disconforme. Desde luego, entre los chilenos pasó inadvertido, sabe Dios que su nueva personalidad era y es habitual en estas tierras. Se hizo famoso por su bondad y trato apacible. Me faltan las palabras para decir que lo extrañaremos mucho. Pero, en todo caso, él nunca perdió su orgullo. Hace un tiempo me confesó que, a pesar de todo, seguía creyendo en la superioridad de Lanza. Sólo me pidió que no lo repitiera.
LOS BULTOS
Joao Sampaio, Renato y otros, junto a la senhora Elvira Paula, habían conseguido plata para comprar mercadería en Paraguay y después venderla en Río de Janeiro. En los controles de la fronteriza Ciudad del Este, ningún funcionario se molestó en revisar el maletero del bus. Algunos de ellos empezaron la fiesta al cruzar el puente, pero la senhora Elvira Paula estaba seria. La idea fue suya y su responsabilidad la volvía una mujer severa, incluso los retó.
Comenzaba a atardecer.
Iban en un bus destartalado, quizás en su último viaje desde Asunción hasta la metrópolis carioca. Les tocó un chofer comprensivo. Los dejó cargar, pero les dijo que no podría hacer nada si actuaba la policía. Les deseó suerte tomándolos de las manos, como buen cristiano. Nossa senhora Elvira Paula se creyó afortunada, dio las gracias… aunque sin bajar la guardia.
En la aduana de Foz de Iguaçu, la desidia de los agentes fue mayor que en el Paraguay. Los improvisados contrabandistas casi estaban eufóricos, pero aún faltaba lo más complicado: el puesto de los policías federales, más allá de la ciudad, que si se decidían a revisar el maletero podrían descubrirlos. Su objetivo eran las drogas y las armas, el matute de especies no se consideraba grave. Si alguien era sorprendido se le quitaba todo y luego podía seguir su viaje. La depresión posterior era otra historia.
La senhora Elvira Paula era una mujer práctica, de mirada directa y don de mando. Viajaba con Cação, su hijo de doce años que, como ella, era de contextura gruesa. Como era blanca, les daba alguna seguridad a los negros, la mayoría del grupo: una blanca podía influir en que, por lo menos, no los metieran presos en un decomiso. Vestía unos jeans viejos y una blusa ligera para soportar el calor. Corrió el riesgo de llevar a su hijo para que aprendiese a sobrevivir. Ya se vería el resultado.
El chofer tomó la curva para el cateo, confiado en que sólo le dirían: «siga, siga». Pero desde la garita salió un piquete, diez o doce policías decididos a revisar el bus de arriba a abajo. ¿Alguien les dio un soplo? Como él también era del pueblo, imaginó la tristeza de los conjurados, de la que quizás nunca se recuperarían. Abogaría por ellos como personas buenas, que deseaban cambiar su miseria con el menor daño posible… Pero no tenía esperanza. Todo estaba perdido para el grupo.
La senhora Elvira Paula se hundió en el mutismo cuando los policías abordaron el bus y alegaron que había armas en el maletero. El operativo estaba a cargo del teniente Paulo. Era un gigantón de casi dos metros, se creía un actor de Hollywood o algo parecido. ¡Qué iba a escuchar razones! Aplicaría el reglamento. Eso era la autoridad, ¿o no?
Ella lo supo de inmediato; todo era un plan. Hizo unos llamados para calmar a su gente y bajó del bus, ordenándole a su hijo esperarla en los últimos asientos. Afuera ya había empezado el decomiso. Le dijeron que haría de testigo, prohibiéndole decir una palabra; si osaba reclamar, la detendrían. Comenzaron a llamar a sus amigos: anotaban sus nombres y los mandaban a esperar a un lado. Era un desfile triste. Joao Sampaio fue el primero. Era tal vez el más alegre del grupo, negro, de anchas manos y generosa actitud. En su mirada había dolor cuando vio que apilaban los fardos. Fácilmente eran veinte sacos. Un policía hizo de cargador y los iba amontonando en un rincón junto a la gaceta.
Entre los uniformados había una bella joven, caprichosa, para quien todo era un juego. El siguiente fue Renato. La muchacha le pidió los documentos y él le alcanzó su billetera. Estaba planchada, se había gastado todos sus ahorros en comprar chucherías. Al recordarlo se le hizo un nudo en la garganta, pero ella, despreocupada, le dirigió una risa coqueta. Renato apenas se contuvo. Bajó la vista y aguardó estático. Cuando entendió que no los detendrían, le pareció una burla. Para quitarles sus cosas no necesitaban hacer ese espectáculo.
Una mujer pequeña, de pelo oscuro y piel transparente, la mejor amiga de la senhora Elvira Paula (conocida como Tita, fiel confidente de todos), bajó los escalones como flotando en el aire. Ella aportaba la fe en esa difícil empresa y fue reconocida por los policías rasos, también del pueblo y religiosos. Dejaron pasar a la santa y ella, cabizbaja, se preparó para darles consuelo a sus amigos, pero… También lo necesitaba. En el pasado le tocaron otros episodios complejos y estaba exhausta. Sin embargo, era su deber ayudarlos permaneciendo inmutable, a lo sumo con un rictus en sus labios.
El teniente Paulo avanzó dentro del bus hasta llegar al niño. Estaba de buen humor, de hecho, se subió allí para vanagloriarse después con la tropa. «Miren —les diría—, en mi unidad el jefe también participa en las redadas». Le preguntó al chico con voz amable, de tío, si era hijo de la senhora de abajo. Cação soltó el llanto, balbuceando algunas palabras, y el teniente rio sin saber por qué. Era un día para ser magnánimo. Todos se irían libres, pero sin un solo bolso. Y pobre del que se burlara de él por conmoverse con un niño.
Cação lloró por tristeza, pero también pensando en si le serviría con el gigante. Al verlo la senhora Elvira desde la vereda, lo ignoró. Él debía crecer y batirse solo con esto. El chico la entendió con una mirada y se alegró, creyendo que ella celebraba su viveza.
Los policías se agruparon en la puerta principal de la garita, con sus armas en ristre. El teniente anunció que no habría detenidos y todos acataron, algunos extrañados, otros aliviados. Pero era la Voz Suprema.
El lote de bultos ya estaba completo, era una buena cantidad de mercancía: cachivaches que se venderían fácilmente. El teniente soñó con un ascenso. El jefazo al que le tocase el botín se lo agradecería.
El grupo de pobres volvió al bus, uno a uno. Ya en sus butacas, se desahogaron gruñendo o respirando fuerte. Los otros pasajeros guardaron silencio.
El bus avanzó, pero de pronto, en un tramo oscuro, Joao Sampaio exigió que lo dejaran bajar. Necesitaba estar solo. La senhora Elvira quiso detenerlo, pero él le dijo que ya se volverían a encontrar para hacer otro intento de cambiar su suerte. Bajó la vista y se echó a andar seguro de sí mismo. La prueba de realizar a pie el largo viaje a Río de Janeiro lo revitalizó, olvidándose de su angustia.
La senhora Elvira quedó inconsolable. Fue a hablar con el chofer y ante su insistencia él le propuso llevarla al terminal más cercano, para que desde un teléfono le reclamase a alguien. Quizás algún burócrata comprensivo les devolvería algo… Jamás ocurriría, el chofer lo sabía, pero ella necesitaba una esperanza.
Apenas se detuvo el bus, la senhora Elvira salió con su hijo y su amiga Tita. Al resto les ordenó regresar. En Río hablarían de lo sucedido, pero en ese momento sólo cabía resignarse. Renato la observó con respeto desde el pasillo, convencido de que era una gran señora, cuando se cambiaba a un asiento del fondo.
La senhora vio irse el transporte, incapaz de pensar en cómo volverían a Río, y fue por un teléfono. Tita y el niño se quedaron inmóviles. Cação ahora sentía vergüenza por haber llorado, mientras Tita rezaba un padrenuestro. Desde su asiento, en la oscuridad, Renato siguió con los ojos las luces del terminal hasta que desaparecieron en la nada.
DISPAREJOS
A Javier Edwards Renard
Nora intentaba captar, con su celular, el wifi del Aeropuerto de Ezeiza. Maldijo el servicio gratuito, que no servía para nada, y puso atención a las frases por los altavoces. Venía de Chile e hizo escala en Buenos Aires para encontrarse con Rubén, un argentino que conoció en un chat. Ella era colombiana, de piel lechosa, talle delicado, ojos oscuros como su cabellera y medía un metro y sesenta y cinco. Decía tener 32 años, pero acababa de cumplir 38. En realidad, representaba menos con su risa fácil, su desenvoltura tropical y la gestualidad de sus manos, a pesar del repentino ceño que se dibujaba en su frente cuando recordaba alguna mala experiencia. Los hombres eran los culpables de sus peores momentos, a veces le gustaría ser asexuada y vivir tranquila hasta que alguien escribiese su nombre en un certificado de defunción. Pero sospechaba que para eso faltaba tiempo, el suficiente para amargarle el ánimo si no recibía de vez en cuando las atenciones del género masculino.
Miró a su alrededor con calculada indiferencia, por si la estuvieran observando, y se distrajo siguiendo algunos rostros del gentío. Hacía un momento se sentó en una banca cerca de una tienda de souvenirs (el «lugar acordado»), rogando porque Rubén apareciese pronto o si no la próxima hora y media, esperando su vuelo, sería una lata. A menudo se sorprendía molesta y sin ningún motivo, de modo que debía inventarse uno para no volverse loca. El tedio era el catalizador de todos sus males, incluso la ponía de peor humor que la falta de dinero. Todas las caras le parecían de tal manera uniformes, que poco a poco se fue sumergiendo en una fantasía de la que casi no era consciente, hasta que un instinto lo avisó que ya era mediodía.
«Lo esperaré quince minutos y luego me ocultaré para verlo frustrado. Se lo tendrá merecido por impuntual», se dijo. Sin embargo, no creía que eso sucediera: le había enviado sus mejores fotos, algunas de varios años atrás, en playas resplandecientes, rodeada de una naturaleza casi lujuriosa…
-Hola… -le dijo un emocionado hombrecillo- Soy Rubén.
Apenas respiraba de tanto correr para llegar a tiempo. Casi había corrido desde su barrio de Caballito. Tuvo que soportar las burlas de sus vecinos y amigotes, cada cual más escéptico con las relaciones por Internet. Pero él les hizo frente con una fortaleza desconocida hasta entonces. Por fin su idealismo tenía algo de qué asirse, una mujer de carne y hueso, sería la envidia de muchos hombres o de todos cuando lo vieran congeniar con ella. Rubén era bajito, apenas un metro y cincuenta (aunque él creía medir un metro y cincuenta y cinco), pero a su juicio la inteligencia era lo más importante. Y si a veces era un tonto, al menos la bondad nunca le faltaba. Su piel era cobriza, de vientre escuálido, con un rostro ovalado y mechas rubias coronando su testa. Su mayor problema era creerse bendecido por las circunstancias cuando era maldecido y viceversa. Así en el amor, el trabajo, las relaciones familiares, el azar, la política, el sexo, la cultura, las enfermedades y hasta en la comida.
Nora le devolvió una sonrisa nerviosa. ¡Cómo podía ser tan bajo! Ella se había hecho otra imagen. Sintió rabia, hasta que una voz en su conciencia le dijo: «sé amable, él no tiene la culpa por creerse un seductor». Sin embargo, la tentación de la crueldad era fuerte y sólo pudo resistirse guardando silencio.
Mientras Rubén dudaba en sentarse o continuar de pie, vieron acercarse una familia con un carrito colmado de maletas. Por los pasillos circulaban azafatas, pilotos, taxistas, viajeros de todas las razas y cataduras. El portugués y el guaraní eran lenguas tan comunes como el castellano. En las pantallas se leían los horarios de los vuelos y de repente aparecía una publicidad con la frase: «Viva como un propietario».
-¿Vos estás bien? ¾preguntó el hombrecillo.
-Por supuesto, aunque… Me hiciste creer que eras distinto.
-¿Cómo, si todavía no nos conocíamos en persona? ¾Rubén tomó asiento a su lado.
-Diferente… Más alto.
-Aquí sentados no se nota ¾y soltó una risita.
-Claro, para ti es fácil porque las mujeres se llevan todas las burlas.
-Nadie nos está mirando.
-Lo sé… Y estoy siendo una tonta, me doy cuenta. Esto es sólo una cita, no nos estamos casando. Tendrías razón si te rieses de mí.
-Pero tú me gustas…
-Hablemos de otra cosa.
Al desviar la vista, Nora contempló a un militar de estatura desmesurada, dos metros probablemente, forzudo y con la mirada fija. Su desazón fue absoluta. No quería un extremo ni el otro: como siempre en situaciones incómodas, ignoraba qué quería. Deseó explicárselo a Rubén, pero le dijo otra cosa:
-Deberíamos conocernos más.
-Para eso estamos aquí, ¿no es cierto?
Rubén intentó comprender las dudas de Nora. Ambos eran unos solterones tontos y frívolos, él unos años mayor que la mujer de grueso maquillaje a su lado, y sumando y restando más les valdría ser tolerantes entre ellos. ¿Acaso debía sentirse mal por querer cumplir su sueño de hacer el amor con una mujer alta?
-No soy tan alta ¾le dijo ella, como adivinando sus pensamientos.
-Ni yo un conformista.
Rubén se puso de pie y se marchó.