Hugo de Mendoza

Cristo desciende en ascensor

 

 

 

 

Perplejidad de Hugo de Mendoza

Viajar. Quien lea este fragmento debe de tener un pie fuera de todo manual de psicología. Es preciso reconstruir______________________________________, encontrar al Hombre en la tiniebla: Hay recortes de estaño en los dedos de un trabajador, un pequeño sepultado en una pieza de pan. Pienso en otro vacío formándose en el  pensamiento de un dios universal. Otra cosmogonía, otro santuario lastimado por el crecimiento cibernauta. Qué pequeña es la luna cuando se refleja en el casco de un astronauta o en el seno joven en una acuarela de Agustín Dubourg. Escucho un bosque aproximándose por un tendedero. Meditemos:_________________________________________. Un jesuita dice ser mi abad en otro tiempo. Implora: “Dónde estaremos mejor sino que en el abrigo del pan y el vino”. Lavemos las conciencias de Guerra Santa. La tragedia me hace actor de su argumento. Escucho un caballo trotar desde la Nueva España, la dramaticidad de una patata en los dientes de Samuel Beckett. Prefiero oír el monólogo de un rinoceronte, el sueño de un pez en el estómago de un gato. Nacerá otra ciudad donde un hombre descartiano pueda decir quién soy. Te escucho reír, lector, porque no comprendemos nada. No escuchemos a la humanidad preguntar por qué, para ello fueron inventados los espejos y así es decidida mi existencia.

 

 

 

Cristo desciende en ascensor

Estabas arriba. Por este momento, puedes sentirte extinto de las redes hidráulicas, de los puentes peatonales. Todo es cielo en derredor: nubes vaporando crema de afeitar en la cara antigua del fuego. Pasan por tu frente ángeles geométricos, guillotinas de aluminio, y un óvulo fecunda tú llegada en los nervios del periódico. Si observas la ciudad: la primavera gotea en la frente del trabajador, la vergüenza de las madres se unta en las casas de empeño, y los vendedores de hamburguesas levantan 30 monedas, cual hostia en las manifestaciones energéticas.

Deseamos salvarnos aunque es difícil evadir tanto anuncio electoral: hagamos un círculo, extraviémonos en la verticalidad de una aspirina. Sin remedio, viajamos al último agujero.

En esta barbarie de la lengua, la multitud no distingue nuestras cabezas de una fruta a punto de reventar.

Tu carne será alimento para cuervos, renacerá en harina al tiempo que tu sangre es adulterada para embriagar a los ancianos.

Mientras tanto, el sótano te espera con su templo en construcción. Una civilización en guardia, una multitud de palmas prepara tu corona.

 

 

 

Epístola del niño
(Señor M)

Señor M:

No cierre usted los ojos. No se pierda en el infinito. No se haga usted el cadáver o simule ser una letra filosofal. No porque su crimen fue anónimo se haga el que no me escucha. Ayer. Cuántos ayeres. Ayer entró a uno de mis razonamientos y se robó la llave de mi habitación. Me quedé viviendo el hielo del remordimiento. Es terrible la nada. Es terrible mirarse en la conciencia sin la llave para entrar a la calefacción del cuarto. Y usted, dónde estaba cuando todos me culpaban. Entró a la habitación. Abrió el vino. Se embriagó con un pierrot que perdía equilibrio en un avión de juguete. Se reía mucho usted, ¿verdad? Mucho histrionismo le causaba saber mi envejecimiento. No tuvo piedad de mi esfuerzo por conservar ese espíritu de niño. Desordenó todos mis juegos de mesa. Aplastó los caballos azules que recibo el 30 de cada año. Hizo muecas a una imagen de Cristo. Se dijo comunista y negó la existencia de un amigo imaginario que jugaba a los dados con Jesús. Descolgó mis banderines de fútbol y con ellos mi única anotación a la vorágine de estar en la red del misticismo. Usted sembró una planta de coca en mi diario. Fundó el museo de mis terrores y los distribuyó en los andenes de mis días. Me enseñó la palabra: tragedia. Por usted supe que los aviones usan diesel y fracasó mi experimento de volar en un poema.  Creía en la existencia de los misterios en la selva chiapaneca, y usted los cargó de escopetas para asesinar leopardos y saquear su medicina. Señor M, usted no es yo. Recuerde que lo abandoné en el futuro. Avance por las escaleras hacia abajo y tráguese el infierno. Llévese en sus colmillos toda su alma digitalizada. No existirá su preservativo en la memoria de un juguete. Muérdase las venas. Usted no es yo. Usted ha quedado calvo mientras mi madre me recuerda hace 20 años. No insista en que me robé los 5000 pesos. Ya no tengo culpa. Hace mucho frío en mi realidad de enfrentar la pirotecnia y toda su política pragmática. Debo entrar a dormir. Señor M, salga usted de mi pensamiento.

 

 

 

Traslado al voltaje libre

Los cerros de basura son cúspides de oro para los niños que saltan entre perros desnutridos. El sol asoma por las botellas, se lava por una tina con aluminio, secretea por el hocico de una rata, una mosca tornasol. Es la hora en que los pepenadores se embriagan de charanda, levantan sus vasos implorando a una virgen de barro, encontrar alguna prostituta. Las mujeres desde sus casas de cartón, se masturban en silencio, hierven su miseria en las verduras, miden la temperatura del caldo con 3 orgasmos en sus dedos, estudian el alza de los precios para convertir las legumbres y las semillas en un manjar. Es domingo de resurrección, un río de agua brava descansa en paz. Los niños con algunos centavos llegan a su orilla y le pagan a un niño mayor que los cruce. En ese viaje, escuchan el repicar de las campanas, las sirenas que alfabéticamente los arrastran al voltaje de una silla.

 

 

 

Enfrentamiento con hormigas

Cuánta musicalidad hacen las hormigas al comenzar el amor. No puedo, no deseo quedarme sordo, sus falsetes son tranvías cruzando mis oídos. Y mi apetito es voraz, terapéutico, ortodoxo y reportero, que no puede dejar de escuchar esa partitura de sobrepoblación.

Han pasado ya decenas de minutos como si fueran inflaciones en el buche de un sapo. Sigo expectante al desastre de esa ebullición hormiguera por todas partes. Permanezco en vigilia, absurdo a ese puntillismo con patas marchando por mí brazo, con sus mandíbulas ansiosas por el azúcar semanal, con sus cabezas aspirando el oxígeno del mundo y esos terribles ojos, que saben del presupuesto sexenal y de los fondos para la concesionaria de insecticida.

Tendré que limpiar la cal de mis pobres manos, antes de que se traguen mis uñas, de que trepen por mi ego y hagan de mi cama un prostíbulo de recuperación por los caídos en batalla.

Debo proteger la miel de mi descendencia. ¿Dónde habré dejado el alfiler para desinflarles el estómago? Enciendo la licuadora para enfrentarlas, azoto mi pantufla para sepultarlas entre su excremento seco, esto no es un genocidio, es el sudor por conservar mi respiración, mi soberanía intacta y ebria, aunque sea sólo en mi bolsillo, aunque sea sólo en este segundo, mientras otra mano no me aplaste.

 

Hugo de Mendoza

(Guadalajara, México, 1976). Poeta y editor. En 2002 fundó el colectivo Literagen. En 2009 editó ... LEER MÁS DEL AUTOR