El tiempo del ruido: y los vaticinios del pasado
Por Luz Mary Giraldo
FILBO, abril, 2024
Oír llover es el punto de partida de este conjunto de poemas con el que Henry Alexander Gómez obtuvo el VIII Premio Nacional de Poesía Tomás Vargas Osorio, premio que se suma a distinciones anteriores, como el Primer Premio del Concurso Universitario de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional de Casa de Poesía Silva, el Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía, el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España, el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández-Comunidad Valenciana” y el Premio Internacional de Cuento “Juan Ruiz de Torres” además de otras distinciones que han destacado la naturalidad de su escritura y la actualidad temática y formal.
En El tiempo del ruido llueve en la ciudad, sus calles y sus techos, y llueve en el paisaje, en la laguna. Corre lluvia por todo lugar. El agua sale de las nubes y su caída es única e irrepetible. Llueve en Bogotá y la lluvia es escritura, sonido, asociación de mitos y leyendas que traen lo más ancestral a ese presente desgarrado que hoy nos nombra. El agua es escritura y alude al mismo cuerpo que es de agua y también espacio lleno de grietas. El agua avanza en cada verso, y los contrarios viven y mueren, el agua se riega y recorre los poemas hasta decir que también somos polvo y pantano. Y el agua se desborda en el primer poema para recordar que “el elemento primordial” se está perdiendo y hay amenaza de sequía. La angustia por la pérdida asume esta nueva relación con la historia marcada por la conciencia ecológica. Y en todo el libro el agua es música, gota de sudor en los talleres y las máquinas, porque “no hay más palabras/ que las que escriben los hombres sobre el agua”.
Como es usual en la poesía de Henry Alexander, con ese lenguaje que ha propuesto una suerte de conversación reflexiva sobre situaciones en las que la experiencia poética se vuelca a lo familiar y personal, a los poetas amados, a las sombras y a las figuras del rock, por ejemplo, aquí reconoce “esta palabra que sueña la soledad de hombres y mujeres: lo que callan los náufragos, la sabiduría de los ahogados”, en un profundo diálogo que ofrece, reitero, un contrapunto entre lo ancestral y lo más actual, al apelar a esos dioses sabios de tradición arcaica que encierran lo que fuimos y seguimos siendo, relacionándolos a esa tradición que como pilar sigue en los árboles “que sostienen todo el horizonte”. Así mismo, trae de nuevo a sus poetas: Baudelaire, Silva, Poe, Swinburne, Novalis, Trakl, Orozco, Mallarmé, y los asocia y entreteje en los versos al ruido de las calles, a la vida que sucede con su música y su fiesta en los bares, hasta deslizarse poco a poco por lugares emblemáticos: Monserrate, La Candelaria, la Plaza de Lourdes, el Parque Simón Bolívar…. En ese topos la imaginación concentra sus espectros o señala la violencia y miseria que determinan lo que también somos. De ahí esos poemas marcados por la guerra, esos versos que examinan cadáveres y se detienen en los ataúdes, y anotan el vacío y también el ruido que es apocalipsis y ausencia de Dios.
Antiguo y Nuevo Testamento sincretizan Génesis y Apocalipsis, ese principio y fin que entrecruza tiempos y rasgos identitarios en los subyacen nuestras leyendas y nuestras historias de vida cotidiana. En el claroscuro de la ciudad que “ya no vela/ a sus muertos”, el yo es tan individual como colectivo, pues el poeta es voz de otros y de sí mismo, voz capaz de captar el ruido que zumba desde el remoto pasado, el ruido que inquiere y se suma al ruido que puede ser una fiesta.
“Gramática de la soledad”, como titula uno de los poemas, acuña el conjunto de En tiempos del ruido, para destacar el signo subterráneo de lo arcaico que nos determina (a pesar de la ignorancia o del olvido) y se funde en este presente vacío con sus estaciones de ruido y silencio. Y, como gran paradoja, es el presente el que vaticina el pasado, de la misma manera que es la palabra poética del presente la que reconoce en la ruina y en el vértigo lo que ahora somos.
Van unos poemas de ejemplo:
EL TIEMPO DEL RUIDO
VIII Premio Nacional de Poesía Tomás Vargas Osorio
Hidrología
(la migración de la sed)
Llueve sobre Bogotá. Los automóviles reciben la lluvia
y corren bajo un parabrisas que amenaza con destruir la fe de las modistas.
Alguien descubre una voz que cae desde los altos edificios. Es la escritura del agua,
una palabra líquida que baja por el rostro de la mujer más hermosa de la tierra
manchando su camisa blanca.
Llueve. La llovizna nos recuerda que todo tiene un eco cercano, un ruido secreto,
una música olvidada que renace cuando ovillamos la voz de los tejados al dormir.
Llueve sobre la lluvia: el cuerpo humano está compuesto de 70% de agua.
El agua es el origen de las cosas, somos una breve gota de lluvia que se desliza
sobre el parabrisas del tiempo.
El martilleo del agua sobre las aceras, la transparencia del agua
en la palma de la mano,
el acento del granizo en la punta de la lengua. Bogotá es una ciudad de agua y su nombre
es el Mar de Humboldt,
igual es la laguna de Siecha y la laguna de Iguaque.
Sintaxis de la lluvia: la sangre está compuesta de un 80% de agua, los pulmones de 90%.
“Agua eres y en agua te convertirás”, lo dijo así Bachué, madre primigenia de todos los hombres.
Iguaque es uno de los nombres del agua y el origen de toda la sangre. Los páramos
son fábricas de agua, el balance de la tierra, la semilla del verbo.
La superficie de la laguna comenzó a burbujear
y el agua dibujó la silueta de una mujer de pechos prominentes. Llevaba entre sus brazos
a un niño con la espalda llena de mariposas. Bachué y su hijo
venían a llenar el mundo con el relámpago de la carne. Una grieta en el tiempo,
una herida sobre la piedra. El elemento primordial como gota de esperma para fermentar la tierra.
El Imperio muisca se formó con hombres y mujeres y su raza de agua. Bacatá se pobló
de casas y automóviles y personas
con ligeras máscaras de plomo
para sembrar alcantarillas en las profundidades. La palabra Bacatá significa “fuera de
la labranza”, que es igual a decir “fuera del agua”.
Se han perdido cuarenta y nueve mil hectáreas
de humedales en los últimos cincuenta años, dicen los médicos forenses. Gonzalo Jiménez
de Quesada, fundador del fuego que evapora el agua, quebró sus uñas en busca de “El Dorado”.
Yo he visto “La Balsa” delinear un arco y una flecha sobre las aguas de Siecha.
Hemos visto el polvo de oro que bañó al Zipa y la mano que devolvió la palabra amor a las
aguas de Guatavita. Yo he visto
bajo su superficie a la Madre de agua. El espanto
y sus pechos caudalosos; el origen de las nubes,
el nacimiento del miedo.
Dicen que en las noches torrenciales la Madre de agua teje la transparencia y lanza
arpones de luz desde lo más profundo del río para enamorar
a los muchachos. Solo son inmunes los que llevan una oración tatuada en la piel,
un salmo
para resucitar a los muertos.
Teoría de la lluvia: estamos hechos del mismo elemento. El agua
que renace una y otra vez. El agua crecida que desborda los humedales y las cañerías.
El agua que llena el gran océano por donde navegan infieles que arden por el oro.
La ciudad es un océano de polvo endurecido, barro gris que eleva el agua por las tuberías
oxidadas y conjura la sed de los hombres.
Está lloviendo. Pero la lluvia también bendice los paraguas
y las bocas que se abren para recibir sus átomos de hidrógeno y de oxígeno
y los sombreros
que se pierden para siempre en los ríos que desembocan en los desagües.
Bachué es una lluvia cansada,
un manto líquido que inicia la palabra.
Igual que el niño que orina después de la lluvia sobre el pequeño riachuelo que cruza la calle
y comprende, por primera vez, su reflejo en el agua.
Segundo Testamento de Emilia Ayarza
Una llave, un viento, una epístola. Mi escritura, como una ciudad huérfana en el pecho.
Guacheneque
Sobre el río Bogotá y el pez capitán
La niebla es pura y los dioses son sabios. Bachué tomó un hilo de agua de la laguna de Iguaque y un grano azul de maíz sembrado en sus orillas. Ella soltó ese pequeño hilo que serpenteó por la sabana hasta llegar a una cumbre del páramo. Lo mismo hizo el grano de maíz, rodó por la tierra alimentando la montaña. El hilo fue entonces río y el grano azul de maíz fue pez. Una campana de agua emergió del frailejón y su sonido tejió la niebla que abriga la oración de los páramos. Entonces, una palabra con forma de río y pez comenzó a brillar y descendió a tierras bajas. Pero esta palabra sueña la soledad de hombres y mujeres: lo que callan los náufragos, la sabiduría de los ahogados. Por eso el río está solo, por ello el pez está solo.
Mecánica popular
El ventilador pide a gritos un poco de agua,
el humo de los automóviles llena las aceras con arrugas
y ríos de combustible
que hacen estremecer a los paseantes.
Escribo en un lugar de la ciudad
donde los hombres viven en el centro de sí mismos.
Hay aquí una playa negra en la que desembocan grietas de polvo
y silvestres sonrisas llagadas por el sol.
Una gota de sudor tiembla sobre la llave inglesa
con la que intento abrir el carburador
de un Renault 12 de puertas amarillas.
“Comió varón”, dice el evangelio
de estos viejos muchachos que cada noche
hacen el amor con sus mujeres
perfumados en aceite y grasas de motor.
No soy hombre, pero intento serlo. Ensayo una y otra vez
este físico lenguaje con el que se repara la carrocería,
las bujías o el cigüeñal,
como quien intenta cientos de veces entrar al corazón
de una mujer que ha roto sus labios por la pureza de los días.
“Algún día haré dinero y abriré mi propio taller”,
pero algo me revela que naufrago en aguas que nunca serán mías.
Por fin, es sábado en la tarde,
el ruido de los exostos se apaga cuando
entramos en la taberna a bañarnos con canciones
que también aceitan las tristezas que oxidan
el motor de la vida.
“Nada es como antes”, dice con soltura
el latonero Poncho González,
“ya no hay repuestos
para las penas de amor”, afirma una vez más
y enciende un bello cigarrillo.
Somos ángeles oscurecidos por las máquinas,
obreros
que bailan en algún rincón de un silencio lleno de fracturas.
El lunes las camisas volverán a ser ceniza.
Antimotines
Esta ciudad
ya no vela a sus muertos,
pero existe
un colibrí en su mano.
El orden prohibido de la música
Hui de mi casa a los once años. Deshice mi cama
y salté asustado a la calle igual que el niño
que entiende que alguna vez tendrá vellos en los testículos.
Cada día encendía la radio y buscaba en el dial
una canción para gritar en la intemperie,
para pulir todos mis pecados
que eran verticales y redondos como el vuelo de los buitres.
La música fue una llave abierta,
un museo de pasos entre mi cielo interior
y este país sangrado por los noticieros.
A los quince años resucité y me levanté de entre los muertos.
Adiviné que no tenía un lugar sobre la tierra, que debía vagar
de una habitación a otra, acumulando mis propias limosnas:
canciones para susurrar el miedo
canciones para quitarle la sonrisa a los suicidas
canciones para atizar el ruido de los refrigeradores nocturnos.
Aprendí que mis pasos eran onerosos, semejantes a los de Jesucristo
supurado en el desierto,
aún con la certeza que debía rendirme
a la primera tentación del demonio.
A los veinte ingresé a una abadía y me reduje
a la vida monástica. Asimilé la obediencia y la castidad de quien se deja
vencer por las cuerdas de las guitarras eléctricas;
la pureza de quien lee cuidadosamente la Biblia y sueña
con escribir su propio evangelio.
Cumplí una clausura movida por la ciudad
que se abría a todos sus mártires: los bares y sus bellas oraciones,
la cerveza y la comunión de todos los santos.
Levanté la música por los aires y llené mis pulmones con el odio
de mis semejantes.
Hoy por hoy, vago por las calles del centro de Bogotá
y pago un largo voto de silencio. Miro los discos de rock and roll
exhibidos en las vitrinas del centro comercial Omni 19 y deduzco
que Dios me ha abandonado.
Comprendo que soy el peor de los mortales.