Héctor Rojas Herazo

Un rostro en la soledad

 

 

Por Santiago Espinosa

 

Narremos la orfandad

La voz de Rojas Herazo conduce de nuevo hacia Rojas Herazo. Lo que hay en esta obra son los temblores de un cuerpo vivo, a solas con su miedo y su esplendor. Y estamos hablando de un escritor que consideraba en sus artículos que no había un acto más difícil que hablar sobre sí mismo. Que pensaba que todo autor “quiéralo o no, hace autobiografía”.

Este destino de nombrar y nombrarse ocurre desde el primero de sus versos. Pareciera que los momentos de esta obra fueran distintas regiones de un universo personal. Un mundo que da vueltas en redondo y que ya estaba en la Tolú donde nació, pequeña población del Caribe, entre la herrumbre de su casa y un patio junto a los robles. Porque esta obra nació madura, tiene el tono de los niños que aprendieron a hablar junto a los viejos de la tribu. Ya lo decía el propio Rojas en alguna conferencia:

“Lo único que he deseado, en las diversas formas de comunicación que he ensayado hasta el momento (pintura, novela, poesía y periodismo) es narrar mi infancia…allí están las claves, los centros de poder, los focos de irradiación, de todo lo que pudimos ser o ya hemos sido y pretendemos ser…No somos más que infancia apelmazada…volver a ella es un acto defensivo de la imaginación. Nunca la superamos”.

Sobre esta infancia, o mejor, desde la mirada que esta infancia le depara, escribe su primer poemario, Rostro en la soledad, publicado en 1952. El libro comienza con un recorrido por la orfandad humana:  el soldado que no quiere combatir, “Narciso”, la casa de la infancia y su “ceniza dorada”. Todos los hombres, legendarios o reales, niños o viejos, tienen el mismo rostro cuando están solos, parece decirnos el poeta desde su sensibilidad orgánica.

Rojas Herazo no conoció a su padre. Quizás sea de este abandono de donde nazca esa visión de un hombre arrojado a la dureza de sus apetitos, solo frente a la muerte pero con una indomable capacidad para crear y nombrar. Un hombre que se refleja en “Adán” desde el momento de su nacimiento:

Estás solo,
biológica y hermosamente solo,
anterior a los padres
en la satisfacción de tus miembros frente a la lluvia…

Tu orgánico suplicio de ángel que se despierta hombre,
de hombre sin respuestas,
de fruta sin raíz…

Había en estos versos un cuerpo inaugural, unos poemas que transitaban con toda comodidad entre la voz de las leyendas y la cotidianidad del transeúnte. Sobre estos poemas escribe un entusiasta Gabriel García Márquez: “Rojas Herazo volvió a descubrir al hombre; en su canto se advierte, otra vez, la presencia febril del animal común y corriente que ve apretarse el cerco de angustia y lo sabe decir con sus terribles palabras de bestia acorralada…”.

En Rojas el mito es otra forma de llegar a sí mismo, la biografía un testimonio contagiado de literaturas. Como lo demostró abiertamente en sus novelas y artículos, lo que le importa es el ser humano que des- cubre al mismo tiempo que inventa, nunca las categorías conceptuales. En la segunda parte del libro, “Los relatos en el umbral”, aparece el Rojas fabulador, el hombre que deja mitologías en las páginas como los neandertales huellas, mientras el tiempo los devora entre las sombras. No en vano aparece como epígrafe este verso de Fernando de Herrera, precursor del siglo de Oro español “lo que nunca podrá borrar la muerte…”

Estos relatos, hablando de un pasado legendario y a veces caballeresco, abren la lírica colombiana hacia el desván de las literaturas. Guerreros, “Mujeres pariendo frente a la espuma”, esclavos que esperan un “huésped en el umbral de nuestras moradas”. Al mismo tiempo en que Álvaro Mutis escribía sus fragmentos, a caballo entre el poema y la ficción, Rojas hacía estos cruces en los “umbrales” del encantamiento.

El Rojas cronista es quien escribe los poemas de la tercera sección, “La sombra inalcanzable”, cerrando un libro que tiene una misma personalidad pero que ha sido emprendido desde tres tonos u orillas distintas. A partir de los años cuarenta, siguiendo las lecciones de Hemingway y Dos Passos, Rojas escribió sus artículos en los principales periódicos de la Costa Atlántica colombiana. A la manera de los norteamericanos sometió sus lenguajes a un agitado comercio entre el periodismo y la literatura. Lo que prima en estas notas de prensa es el hombre que mira y transita, rastrea lo perdurable que se esconde en la ciudad, incluso cuando no ocurre nada. Palabras que superan lo noticioso para situarse en la batalla del hombre contra los días.

A la larga estos poemas —que por momentos recuerdan al García Lorca de Poeta en Nueva York—, hablan de un ser humano atemporal, abandonado entre las calles como antes en las cuevas. De una ciudad anónima, vista como un organismo vivo, que crece y respira junto a sus moradores atónitos. Escribe Rojas en “Criatura y estrella”: “…mirar furiosamente a los transeúntes,/ para entregar al primero de ellos un sobre lacrado/ donde he depositado mi falsa, mi anterior alegría”.

Aquella visión de la ciudad —que llegará a su clímax en los “Preludios a la Babel derrotada”, poema escrito por Rojas algunos años después—, es una de las poéticas de lo urbano más decisivas y auténticas de la poesía colombiana. Pero hay que aclarar que el propio Rojas se oponía rotundamente a estas separaciones, “…no creo que haya ninguna diferencia apreciable entre novela rural y novela urbana. Toda ciudad, por monstruosa o tentacular que parezca, no es otra cosa que un hacinamiento de aldeas. El hombre se desenvuelve siempre en su función de círculo”. Su asunto era la aldea, epicentro donde germina lo cosmopolita.

El tránsito del cuerpo

Rojas Herazo no sólo se encontró con un lenguaje distinto desde sus primeros poemas, podríamos decir que se encontró con tres, o al menos en el contexto colombiano. Pero habría algo aún determinante y es que en cada sección se estaba gestando una poética del cuerpo que hermanaba a estos estilos desde abajo.

“¿Por qué nos olvidamos del cuerpo en nuestras reflexiones?” Se preguntaba Baruk Spinoza en alguna de sus cartas, hoy lo seguimos preguntado como si estuviéramos hablando de un extraño habitante, de una presencia ajena que hemos sabido hacer a un lado. Olvidamos el cuerpo porque es el recordatorio de nuestra propia fugacidad. De las huellas que deja el tiempo y la presencia de los otros. Puede que la cultura occidental haya plantado sus cimientos sobre lo que Bajtin llamaba la “sublimación”. Como en el Fedón de Platón, para usar un ejemplo paradigmático, se ha entendido el progreso como una separación gradual del alma y el cuerpo, la racionalidad y el instinto.

Con estos poemas orgánicos Rojas vuelve la vista hacia el cuerpo, le mide el pulso. Comprueba junto a Francisco de Quevedo y Walt Whitman, Cesar Vallejo o Ferreira Gullar, poetas de su mismo linaje, “que estamos fabricados en una materia demasiado frágil, indefensa y ba- rroca. Una carretada de tripas que empujamos como podemos”; que el hombre o el poeta, Rojas mismo escribiendo este “Autorretrato”, “es tan remotamente majadero que vive en un suspenso aniquilador por la sola posibilidad de que lo releven en la misión de empujar esa carreta”.

En esta poesía no habría purgatorio más fecundo y por eso más aterrador que la consciencia de la carne. Los cuerpos se muestran como el lugar de la putrefacción, único tiempo factible para los hombres. En ellos tatúa la progenie sus pequeñas maldiciones, a veces sus derrotas futuras. Lo propio y lo colectivo diluyen sus fronteras conceptuales en lo orgánico, decimos “nuestro cuerpo” o “mi cuerpo” y de no ser por un sentido burgués no habría contradicción alguna en estas dos frases, incluso en muchas lenguas llegan a ser sinónimas. De ahí que Rojas, mirándose de cerca, recobra la inocencia de todos los cuerpos, como el que vuelve a moldear al hombre de sus barros más primitivos. Les da el sentido de un éxodo compartido, o al menos eso hace el Rojas que más me interesa, cuando su poesía es una escritura en la amistad.

Si en esta poesía se sucede un “festín de la Palabra”, como lo afirma Juan Manuel Roca, puede que este festín ocurra porque el poeta escribe con todo el cuerpo, llevando su sensibilidad hacia el límite donde termina la rutina y comienzan los rituales. En Rojas Herazo el cuerpo es la medida de todas las cosas, lo que nos hace residir en el mundo y en una naturaleza. Hasta su obra podría entenderse como un tránsito orgánico.

En tiempos de “cuerpos reciclados”, para usar la expresión de Lipovestsy, de cuerpos convertidos en foto sin substancia o marca publicitaria, consumidores obsesivos de deporte y de salud, estos poemas muestran al cuerpo lacerado que respira detrás y que se está pudriendo. Aquellos ámbitos donde filósofos como Terry Eagleton han encontrado el sustento de una moralidad orgánica, Foucault su discusión sobre biopoder. Aunque demuestre el Nietzsche de la Genealogía de la moral que gracias a que compartimos un cuerpo es que sentimos placer por el dolor ajeno, también es del cuerpo de donde nace, en última instancia, el temor y la compasión hacia los otros. “Ninguna idea merece un cadáver”, nos recuerda el propio Rojas en alguno de sus artículos.

Tránsito de Caín, segundo libro de este transcurso, publicado e ilustrado por Rojas en 1953, nos muestra ese purgatorio que es el cuerpo desde la imagen de Caín. Puede que este sea uno de los pocos momentos en la literatura donde este personaje es trabajado a través de la ternura: “…Único, silencioso niño, Caín, hermano—/ despierta, resucita,/ mira el humo y el hombre verticales, azules/ míralos hacia Dios,/ mira el cielo y el mundo zarandeando tu alma…”.

Que se presente esta alianza entre pintura y poesía no es un hecho fortuito. El libro, que consta de dos poemas largos –“Cuatro Estancias de la rosa” y “Transito de Caín”—, sería un ejercicio plástico para captar el instante. Un intento por describir el cuerpo en su volumen y vacío, algo similar a lo que buscaba Rilke con sus poemas—cosas. Por eso se nos habla de Caín como de una escultura de Giacometti: “ausente de follaje, pálido entre las bestias,/ barro sin voz ni madre herido en las espigas”; de “la rosa” en un bodegón de naturalezas “vivas”, que tiene un valor plástico porque el pintor les da la luz que nunca tuvieron en el mundo, como un objeto que naufraga entre los marcos: “…El deseo de la sombra por ser luz y ser aire…/ascendió dulcemente tu milagro encendido,/tu tibia geometría de pájaro,/tu perfecto sueño,/tu balanceo de espuma navegante…”

Este poeta tenía el don de la consubstanciación. Todo lo que miraba se convertía en cuerpo y sangre. Y la naturaleza, la ciudad, los objetos más simples, desde esta mirada corpórea se revisten de huesos o se debaten en sus entrañas. Se podría decir que hasta el poema mismo sería captado por Rojas como un cuerpo viviente. Huele y tiene un peso. Se mueve o se descompone entre los lomos. En libros como Desde la luz preguntan por nosotros (1956) y Agresión de las formas contra el ángel (1961), siguiente estadío de este tránsito, la poesía nos sorprende como un dialogo fraterno del cuerpo con el cuerpo, “cuerpo contra cuerpo” en ocasiones, cuando el texto se torna una batalla desesperada entre la muerte y la memoria: “Me pusieron mi ropaje de vísceras/ y luego me dijeron:/ camina escucha, dura,/ ganarás la lumbre de cada día con el sudor de tu alma”.

Muy pocos hispanoamericanos habrían llevado estos asuntos orgánicos tan lejos. En Blanca Varela hay la certeza de un devenir material, una memoria que sufre la violencia de un Dios que no por ausente deja de ser “carnicero”. En Jorge Eduardo Eielson, otro poeta del Perú, el cuerpo y sus rutinas son al final de la vida un refugio a lo sagrado, quizás el último de los refugios. Como ellos, Rojas hará del cuerpo un escenario ceremonial. Su obra es una cantata corporal donde lo orgánico es sacerdote y templo, feligrés y sacrificado, y sus palabras serán la proyección verbal de estas ceremonias.

El cuerpo ha invadido el marco de estos poemas, se ha tomado la totalidad del lienzo. Como Montale con el Mediterráneo, Rojas encontraría en el mar de la infancia una metáfora tan extensa como para figurar sus tránsitos, en este caso biológicos. Nos dice Rojas en un fragmento de su poema “Aldebarán”:

¿Qué somos?
Este poco de mar, estos crustáceos,
estas islas de Fosfato que llevamos dormidas.
Somos, también, estas pedrezuelas impasibles
y ese niño que atesora un naufragio en su memoria.
De aquí somos y esto somos.
Lo demás es tristeza, ruido de nadie, mundo.
Esto somos no más: mar que se pudre
que camina y se pudre con nosotros.

El hombre y el mar, esos “hermanos irreconciliables” del verso de Baudelaire, son para Rojas el contrapunto que simboliza la existencia. El ritmo de la memoria con sus promesas y sus muertes. La imagen más bella para hablar del tiempo.

Todas las criaturas, literarias o reales, legendarias o citadinas, merecen ser sopesadas por este creador de cuerpos. La vida es hacer fila hacia el desastre, parece decirnos, los hombres están condenados a convertirse en piedra hacia el final de sus días, como el que al terminar su laberinto se mira en el rostro de una inquietante “Medusa”. No hay aquí una visión negativa de la existencia. El horror de la muerte viene siempre acompañado de un lenguaje purificador. Lo que habría en estos poemas es una afirmación vital sobre las manifestaciones terrenas:

“No me llamen de arriba ni de abajo.
De aquí yo quiero ser,
de este lugar que muerdo con mis ojos,
con este ser hambriento que me nutre.
Aquí quiero vivir aunque no pueda,
aunque me pongan cáscaras encima,
aunque me muestren siempre una casa llorando…

A Rojas –contrario del Luis Carlos López de su ensayo— “le mira el ángel”, y en sus palabras encontramos “un atisbo de esperanza”. “Un poeta es –por sobre todas las cosas— un hombre que sabe, con íntima y saludable convicción, que ha de morir. No que ha de podrirse. Sino que ha de morir. Que ha de trascender. Que todo aquí abajo es hospedaje. Entonces compadece a la criatura y la levita. No importa que, para alcanzar ese luminoso diapasón, su palabra haya tenido que empapar su impulso en la maldición y las tinieblas”, nos dice Rojas.

Aún a pesar de su degradación, los seres de esta poesía quieren vivir en la tierra y fundirse con ella. El poeta anhela “hacer del mundo una prolongación orgánica de sí mismo”, como lo dijera el propio Rojas sobre Walt Whitman. En Rojas el amor se manifiesta como combate, lucha desenfrenada de los contrarios. Es una redención en el desgarramiento. Aquí es dónde su poesía se nutre de la contradicción, desde el primero hasta el último de sus libros, se asienta con un pie en el imaginario cristiano y el otro en el júbilo de los mitos.

Sabiendo de la fragilidad y del milagro que encierra cada ser, que todo hombre es un “delicado pariente del gusano y del ángel”, escribe Rojas algunos de sus poemas más memorables. Nos dice en su “Súplica de amor”: “…por mis ojos culpables de todo lo que existe;/ por la gozosa tortura de mi saliva/ cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;/ Por saber que me pudro. Ámame”. Hace una “Expedición a la noche de mis glándulas” y encuentra un universo en “mi revés, mi azufre vivo”. Logra en “El deseo” que las palabras se desplieguen, se ramifiquen con violencia en una pulsión que “es vegetal/ pide caminos/ aire/ quiere temblar en fruto/ suspenderse/ pide un cuerpo abonable…”.

“Responso por la muerte de un burócrata” merecería una mención aparte. El poeta se despide de un “don nadie”, pero parece que muere ante nosotros la cotidianidad entera, el presente con sus rutinas y sus pequeños objetos, aquella atmósfera de oficinistas y de casas solas que aparece nuevamente en las mejores páginas de Celia se pudre, la última de sus novelas. Este lenguaje vertiginoso enumera los hábitos, los hace únicos por acumulación de memorias. El recurso es mostrarlos con la mirada del que se despide, al borde de su disolución en el vacío. Con este poema Rojas le hace una oración al hombre “común y corriente”. No tiene pudor para nombrar lo que se oculta con una mezcla de nostalgia e ironía, como si lo escribiera un muerto:

…Ahora, delicado pariente del gusano y del ángel,
te disuelves levemente mientras el calendario revolotea sin sentido
sobre las excrecencias farmacéuticas que dejaste sobre tu lecho.
Ya ha terminado el suplicio de los ruidos y sabores
que circundaron la monotonía de tus sesenta años.
Ahora –hombre alimentado por tantos y tan diminutos mendrugos—
has alcanzado, ¡por fin!, la gloria de la putrefacción
pues tu nombre es apenas, un poco de tinta
que deshace la lluvia sobre el cartel de una esquina
o la rúbrica dibujada en el papelito
que acaban de arrojar a la canasta de los desperdicios…

Desde tu ausencia, desde la estrella que empieza a temblar
en la penumbra de tus zapatos con tacones comidos,
te veo ahora, poderoso y desnudo como la madera,
eterno ya, tranquilo,
con el paraíso conquistado
a través del purgatorio de tus copulaciones solitarias…

Memoria a contraluz

Después de Agresión de las formas contra el ángel, la poesía de Rojas Herazo tiene un silencio de casi 45 años. En este periodo su trabajo se concentró en la pintura y en las novelas de su “Trilogía de Cedrón”: Respirando el verano (1962), En noviembre llega el arzobispo (1967) y Celia se pudre (1986). La memoria le pedía caminos al poeta. Tenía que emprender esos viajes narrativos que el patio de su infancia le demandaba.

Tras estas aventuras que incluyeron una estadía en España y varias exposiciones, Rojas publica en 1995 Las úlceras de Adán. Once años después será publicado Candiles en la niebla (2006), ya de manera póstuma. Estos poemas finales serían el legado del que ha encontrado en la poesía su “consuelo”, lo más cercano a una promesa de “redención”. Tal era la opinión que tenía Rojas hacia el final de su vida. Responde en una entrevista de 1995: “el ser humano me ha parecido siempre demasiado patético, demasiado desamparado. La poesía es, por ello, la urgencia del consuelo. En medio de tanto desamparo, sólo queda la honda compañía de la palabra”.

En estos últimos poemas sentimos la presencia de una palabra plena, madurada en las paletas más diversas. El poeta ha alcanzado la anhelada sabiduría del que mira en retrospectiva. A pesar de la dureza de lo que dice nos queda la impresión de un escritor sereno y sucinto, que mira sus asuntos desde lo alto. El Rojas de la vejez sabe que aquellas glándulas sobre las que cantaba con tenacidad también son su historia, la memoria táctil de su paso por la tierra: “Por cada fibra de tu cuerpo/ se ha inmolado la vastitud de muchos reinos/ cada uno de los cuales mereció ostentar/ la esperanza y la desgracia de un paraíso./ Eres el fruto de dormidos suplicios/ y el ímpetu de abisales apetitos…”, se dice.

A Rojas siempre le gustó invertir los credos. Aquí lo popular se eleva a las esferas de lo religioso en poemas como “La segunda resurrección de Agustín Lara”. Profana e invierte lo sagrado hasta la más fina ironía, como se muestra en sus poemas “Las Ulceras de Adán” o “Un agujero”, que aquí reproduzco completo:

UN AGUJERO

Le preguntó al tendero gordo,
con toda seriedad:
– ¿Usted es Dios, señor?
Y él me responde,
mientras corta trocitos de jamón,
mientras mueren
poco a poco sus ojos:
– No, no soy Dios, pero sí lo conozco.
–¿Cómo es él? – le pregunto.
Y el me responde: – Es así.
Y me da su tamaño, su peso, sus medidas.

Cada poema es una “úlcera adánica”, el testimonio de una carga que lleva el hombre desde su misma concepción. Pero estos libros son, también, “Un inventario a contraluz”, como se titula uno de estos poemas. El poeta, infatigable curador de su propia vida, pasa revista de sus recuerdos reflexiones. Habla de la infancia y de los poetas que amó: —García Lorca, Cesar Vallejo—. En este inventario juega un papel especial “Los Artesanos de la luz”, en donde Rojas habla de los pintores que le enseñaron a ver el mundo en sus contrastes de luz y de silencio: Tamayo y Velásquez, Van Gogh y Piero della Francesca, Uccello. El libro como testimonio de las amistades que en él mueren, artísticas y vitales:

Te hago el relato de todas estas cosas ahora,
cuando todos han muerto.
Cuando ya solamente la memoria
es río, cosecha, solitaria espuma de patios,
trinos que se deshacen en el calor
mientras dulces mujeres
parlan bajo las hojas, en la tarde,
frente a tiestos de orégano….
Te hablo del mundo, del tiempo en este mundo.
De días que pasaron como finas monedas…

Si se toman los modelos de la comunicación en un sentido esquemático, podría pensarse que el receptor de esta poesía es casi siempre un amigo, que los amigos son la razón de ser de esta escritura, pues es en ellos donde en últimas, enajenados del cuerpo y la memoria, ocurren nuestras anhelos y derrotas. Es siempre un otro quien atestigua nuestro tránsito del cuerpo hacia la luz. Advertía Aristóteles que la amistad es el único comercio desinteresado si se da entre iguales, el poeta de estos libros es quien comercia con nosotros desinteresadamente. Habla de igual a igual y se sienta en nuestra mesa. Así como los personajes residen en la mente del novelista, en ella confabulan y se confiesan, en la memoria del lector es donde el legado del poeta se enciende.

Quizás porque aparecieron en el 2006, cuatro años después de su muerte, a los poemas de Candiles en la niebla los acompaña el enigma. Si decía Rojas Herazo en los cincuenta “desde la luz preguntan por nosotros”, parece que ahora es el poeta quien habla desde los candiles, es su voz la que pregunta por nosotros del otro lado de los cuerpos. Libro de alianzas y reencuentros, el cuerpo ha terminado su tránsito en el dolor, ahora es un alma huérfana quien nombra los despojos. Nos dice el poeta en “Antigua inocencia”:

He llegado
al fin
he regresado a mí mismo
a mi antigua inocencia
al polvo de mis días
a la voz en que ardieron
mis sentidos primeros
o quizás donde ardieron
mis suplicios mayores.

El hombre que desentrañaba los cuerpos ahora persigue la esencia de los huesos. Mira con la profundidad del que conoce qué hay detrás de los instantes. Nos dice con Hölderlin que allí donde habitaba el peligro estaba también la salvación: “Ya sabemos que la rosa/ es aroma de la espina/ y que el consuelo lo forja/ el dolor que nos destruye”. El pintor de las grandes series, “Agresión de las formas contra el ángel”, “Transito de Caín”, se ha vuelto un dibujante de pequeños resplandores, sombras logradas al carboncillo.

Al final de este libro aparecen tres poemas a la violencia que escribió Rojas en los sesenta. “Redoble de lástimas”: un poema en el que los reclamos de justicia nacen del agua y la materia misma: “La fruta que te llevas a la boca/ tiene veinte muertos/ a frialdad y sevicia madurados…. el agua que tu bebes ha arrastrado cadáveres y casas…” “Lamentación del campesino emasculado” y por supuesto, “Los desplazados”, una pieza donde esta concepción humana de tránsito y destierro se hermana con un país de expatriados dentro de su propio país: “Llegaban desde detrás/desde ellos mismos:/ de la siembra quemada,/ del monte que se hunde hoja por hoja…”. Tres poemas a la violencia como prueba de que este poeta también se sentía víctima entre de las víctimas, consciente de que hablaba del cuerpo en un país que hizo de ellos territorio del éxodo.

 

***

Seis libros de poesía y tres novelas, centenares de artículos. Un corpus hecho a su imagen y semejanza, como lo buscaban los tratados de los primeros galenos. Si cada uno de estos poemas fuera un trazo, pincelada tras pincelada terminaría por dibujarse en el lienzo un único rostro: el de Héctor Rojas Herazo. Solo un rostro, ese lugar donde el alma se encarna, y adquiere un nombre. Sólo que ahora su soledad es la de todos los muertos. Alumbran sus palabras como lámparas, dándole un cuerpo a los fantasmas. “Algo de mí se esconde en cada rostro/ de los muchos que forman el olvido”, escribe el autor de Tolú en el mejor de sus “Obituarios”.

 

Tomado de “Escribir en la niebla. 14 poetas colombianos”. Valparaíso: Granada, 2015.

 

 

 

Poemas de Héctor Rojas Herazo

(Selección de Santiago Espinosa)

 

 

 

 

EL EXTRAÑO

 

Un día vendrán

todos aquellos que me amaron

para decir:

no nos reconocemos en tus gestos.

Otros vendrán cantando

a decir con dulzura:

sólo el tiempo ha podido

doblar su cabellera.

Pero vendrá el hermano

con un ángel y un niño:

mirarán simplemente mis ojos

y arderán en silencio.

 

 

 

LA CASA ENTRE LOS ROBLES

 

A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios,

la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento

como el susto de un niño.

Por sobre los objetos era un tibio rumor, una espina, una mano,

cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre furtiva en los rincones.

 

El sonido de un hombre, el retrato, el reflejo del aire sobre el pozo

y el día con su firme venablo sobre el patio.

Más allá las campanas, el humo de los cerros

y en un dulce y liviano confín, entre la brisa,

el pájaro y el agua levemente cantando.

 

Todos allí presentes, hermano con hermana,

mi padre y la cosecha,

el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.

 

Adentro, el sacrificio filial de la madera

sostenía la techumbre.

 

Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos

de tiempo rumoroso, de fuerza, de autoridad y límite.

 

Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras, voces que derramar,

respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros su ceniza dorada.

Era entonces el día de hojas, de potente zumbido,

el día para el cántaro, la miel y la faena.

 

Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo

la noche con su carga de remotas espigas.

Nuestro pan de anhelado resplandor,

nuestro asombro

y las lámparas derramando sus ángeles sin prisa en los espejos.

 

Como un hombre que anhelara su parte,

su sitio en nuestra mesa,

el viento dulcemente flotaba en los manteles.

 

La quietud de los muebles, las voces, los caminos,

eran todo el silencio de la noche en el mundo.

 

Llenando de inaudible presencia las paredes,

habitando las venas de pie frente a las cosas.

 

Buscaban nuestras manos un calor circundante

e indagaban los ojos otra piel impalpable.

 

Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas

algo que hacía más honda la brisa entre los robles.

 

 

 

CANTILENA DEL DESTERRADO

 

Me pusieron mi ropaje de vísceras

y luego me dijeron:

camina, escucha, dura,

ganarás la lumbre de cada día con el sudor de tu alma.

Y héme aquí con un poco de barro semoviente,

con veinticuatro horas de jornal o de sueño,

con sesenta minutos en cada órgano,

con sesenta segundos de tic-tac en las venas.

Héme aquí con un poco de risa, de estupor y de sombra.

Haciendo mi tarea,

haciendo como que hago,

como que vivo o muero.

Como que soy igual, distinto o parecido,

a aquel que me saluda, me tropieza o me nombra.

Héme aquí con mis días,

mis semanas, mis meses, metidos en cintura.

Jugando a mis tendones.

Con una abeja simple fabricando mi mocus.

Con mis botones aferrados

para cubrir el vello y el hedor de mis nervios.

Héme aquí con mis lunares y mis letras.

Mi nombre no concuerda ni importa,

ni hace el caso en el hondo paladar de estar vivo,

de atrás,

de aquellos que molieron su muerte

y se volvieron cal y fuerza entre mis huesos.

Yo no pido respuestas o ladridos.

Yo no quiero una cláusula que me limpie las uñas.

Yo nada quiero, nada,

sino llegar, mirar, olfatear y después

dejar que otros deshagan, con su furia de vivos,

mi paladar, mi huella, mi sangre y mi camino

 

 

 

SÚPLICA DE AMOR

 

Por mi voz endurecida como una vieja herida;

Por la luz que revela y destruye mi rostro;

Por el oleaje de una soledad más antigua que Dios;

Por mi atrás y adelante;

Por un ramo de abuelos que reunidos me pesan;

Por el difunto que duerme en mi costado izquierdo

Y por el perro que le lame los pómulos;

Por el aullido de mi madre

Cuando mojé sus muslos como un vómito oscuro;

Por mis ojos culpables de todo lo que existe;

Por la gozosa tortura de mi saliva

Cuando palpo la tierra digerida en mi sangre;

Por saber que me pudro.

Ámame.

 

 

 

EL DESEO

 

El deseo es vegetal

pide caminos

aire

quiere temblar en fruto

suspenderse

pide un cuerpo abonable

pide un labio

pide comer y ser comido

quiere

entrabarse y gemir con ramas duras.

Gime por ser

quiere temblar

sentirse

palparse desde dentro

saberse entre las cosas respirando.

Quiere el viento y el ala

quiere el día

quiere el follaje de su fuerza obscura

brillando entre la luz hoja por hoja.

Es vegetal por eso:

por su destino de tiniebla y cielo

porque rompe y emerge

porque sube

porque la muerte sufre con su anhelo.


 

 

RESPONSO POR LA MUERTE DE UN BURÓCRATA

 

Se te ha borrado súbitamente el mundo

como la lámpara que trasladan a otro aposento.

Ahora son tus tres eternidades de sombra

pues tus sentidos se enfrentan a una nueva inocencia.

Déjame, hermano mío, humedecer mi alma

con la lluvia de tus células bajo la piedra.

Déjame ahora aspirar el olor que tuviste un domingo,

el olor de tu traje ese domingo con lilas,

cuando descubriste, con ternura parecida al remordimiento,

la cintura de tu mujer

al desnudar una naranja frente al retrato de tu padre.

Déjame recordar el puntito de grasa

en tu corbata de hombre numerado

cuando acariciabas la silueta de una artista de cine

con tus dedos azorados en la gaveta del escritorio.

Déjame, ¡oh burócrata!, llorar por tus quincenas atrasadas

y tus piyamas demasiado sucias

y por las imperceptibles cicatrices que dejaron en tu rostro

las sucesivas liturgias del jabón y la cuchilla afeitar.

Porque ahora eres profundo y hermoso

como un camino recordado desde otro país.

Ya no buscarás tu nombre, hermano mío,

con tu apellido equivocado,

en la modesta narración de un cumpleaños

en el último rincón de un periódico.

Ni alisarás el cristal de tus lentes

mientras un monarca de papeleta

te amonesta por el pecado de retrasarte

contemplando la mañana perfumada por el mugido de los eucaliptos.

Ni llorarás por la huella de las estaciones

sobre un adiposo libro de contabilidad.

Ahora, pariente delicado del gusano y el ángel,

te disuelves levemente mientras el calendario revolotea sin sentido

sobre las excrecencias farmacéuticas de dejaste sobre tu lecho.

Ya ha terminado el suplicio de los ruidos y los sabores

que circundaron la monotonía de tus sesenta años.

Ahora —hombre alimentado por tantos y tan diminutos

mendrugos—

has alcanzado, ¡por fin!, la gloria de la putrefacción

pues tu nombre es apenas, un poco de tinta

que deshace la lluvia sobre el cartel de una esquina

o la rúbrica dibujada en el papelito

que acaban de arrojar a la canasta de los desperdicios.

¡Qué lejos, ahora, tu mechón, sobre la frente

y la furiosa erección de tus células

cuando olfateabas el abrigo de una secretaria

abandonado en el lavabo de tu oficina!

¡Qué lejos ahora la fruta al mediodía,

la revista semanal bajo la axila,

y el zumbido de las moscas en tu ventana de convaleciente!

¡Qué distante queda ahora de ti

el cinematógrafo de tu barrio

y la solterona que todos los días espera frente a tu puerta

el bus de las tres de la tarde!

¡Qué absurda te debe resultar en la cal del silencio

la distancia que media entre tus párpados y la mejilla

del amigo

cuando escuchabas la súplica de un préstamo

a la puerta de un ministerio!

Acá has dejado la hojarasca de tus tarjetas timbradas,

las medias zurcidas en la maleta de tu tía,

la palabra tul que pronunciabas cuando estabas triste.

Acá has dejado un bulto vago,

la memoria de una tos,

el gesto de tu mandíbula cuando presentías el ácido de un limón

en la vitrina de un restaurante.

 

***

 

Desde tu ausencia,

desde la estrella que empieza a temblar

en la penumbra de tus zapatos con tacones comidos,

te veo ahora, poderoso y desnudo como la madera,

eterno ya, tranquilo,

con el paraíso conquistado

a través del purgatorio de tus copulaciones solitarias.

Te veo — ¡oh dolorosamente extraño, oh dulcísimo niño mío! —

en un círculo donde la destrucción

tiene la belleza y el orden

que hace vibrar el oculto lirio de las estatuas.

Te veo, aureolado por un ascua magnífica,

en el centro de tu gran llaga,

santificado por la crepitación de tus líquenes,

impartiendo un nuevo ritmo a la lombriz y al estiércol.

Y acá arriba, ¡Dios mío, acá arriba!, entre árboles y casas

e impalpable ceniza,

tu nómina buscándote como un perro enlutado.

 

 

 

UN AGUJERO

 

Le preguntó al tendero gordo,

con toda seriedad:

– ¿Usted es Dios, señor?

Y él me responde,

mientras corta trocitos de jamón,

mientras mueren

poco a poco sus ojos:

– No, no soy Dios, pero sí lo conozco.

–¿Cómo es él? – le pregunto.

Y el me responde: – Es así.

Y me da su tamaño, su peso, sus medidas.

 

 

 

INVENTARIO A CONTRALUZ

  

Te hago el relato de estas cosas ahora,

cuando todos han muerto.

Cuando ya solamente la memoria

es río, cosecha, solitaria espuma de patios,

trinos que se deshacen en el calor

mientras dulces mujeres

parlan bajo las hojas, en la tarde,

frente a tiestos de orégano.

Ahora todo es lejano

pues ha ido cayendo blandamente de nosotros

como un poco de arena de una mano.

Ahora tal vez escuchas, tal vez sueñas.

Tal vez inventas ese duro monte

que sacude en la yerba su relincho.

O sigues, por un filo de luna,

el olor que te conduce a los viejos baúles,

a la alacena, al retrato del tío,

el de mostachos de gitano y ojos de ángel,

el que parpadeaba con secreta delicia

cuando tú, dulce hermana y madre mía,

ponías la lámpara

frente a las frutas y los platos de arroz,

el que murió un domingo ¿recuerdas?

Te hablo de la memoria,

de las alcobas, los muebles y los cuchicheos en la

memoria.

De la forma en que el viento

restregaba los arcos del comedor

y hacía gemir los corpiños y los pañuelos en el alambre,

de cuando el mar, disfrazado de viento, cuando el humo.

Te hablo del mundo, del tiempo en este mundo.

De días que ardieron como finas monedas

(rostros nítidos, con luz, con luz furiosa y viva,

vestidos que cubrieron amados cuerpos, que nos

cubrieron,

semanas olorosas a toronjil)

te hablo de entonces.

 

 

 

LOS DESPLAZADOS

 

Llegaban en montón duros y solos.

Con harapos de sueño,

con quijadas de vaca bramando entre sus ojos.

Llegaban en montón y estaban solos.

La mujer con su esposo entre las uñas.

El hombre con su madre y con sus hijos

nadando en su saliva y en su vientre

y el niño sin saber de sus pupilas

entre tanto estupor desmemoriado.

Sentían, sin mirar las azoteas,

las múltiples ventanas,

el ovillo de luces,

el camino que olvida su terrón

y se vuelve oficina y puerta seca,

cemento, sin sabor y policía.

Llegaban desde atrás,

desde ellos mismos:

de la siembra quemada,

del monte que se hunde hoja por hoja,

madera con estruendo,

piedra con llaga y diente con blasfemia

y se vuelve con rabia contra el hombre

y le muerde la casa

y le arranca el cabello

y le rompe su atrás y su delante

y le llena los dedos de preguntas,

de furor y preguntas degolladas.

Cada uno era un grito,

un terrible silencio que miraba

lleno de toro y sol crucificado.

Cada uno estaba solo,

solo con él,

sin nadie entre sus huesos.

Todo lo que fue día, siembra, abrazo,

lecho y fatiga, lámpara y amigo,

estaba entre sus pechos destrozado.

 

 

 

 

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Santiago Espinosa (Bogotá, 1985). Poeta y ensayista. Profesor de la Universidad Central y del Gimnasio Moderno de Bogotá, donde Dirige la Escuela de Maestros. Es el autor de Escribir en la niebla (Granada, España, 2015), compilación de ensayos sobre 14 poetas colombianos, y de los libros de poesía Los ecos (2010), El movimiento de la tierra (2017), ganador del Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2016. En 2019 apareció en Turín Detrás de lo que escribo siempre hay lluvia, antología de sus poemas traducida al italiano. En 2021 se publicó Meditación interrumpida, compilación de sus traducciones de Robert Hass, poeta laureado de los Estados Unidos. Coordina el taller de ensayo literario en el Fondo de Cultura Económica de Bogotá.

Héctor Rojas Herazo (Tolú, Sucre, 1921 – Bogotá, 2002). Poeta y novelista, periodista y pintor. Una de las voces más significativas del caribe colombiano, ... LEER MÁS DEL AUTOR