Hart Crane

Remanso de los ríos

 

 

(Traducción al español de Jeannette Clariond)

 

 

 

Remanso de los ríos

Apenas se oían los sauces,
una zarabanda de viento segó la pradera.
Nunca pude recordar
esa sosegada agitación de los pantanos
hasta que la edad me trajo al mar.

Banderas, arbustos. Y remembranzas de elevadas alcobas
donde los cipreses compartían la opresión
del mediodía, arrastrándome al profundo Hades.
Tortugas gigantescas escalaban sulfúreos
sueños, para después rendirse
desgarradas de sol…

¡Cómo hubiera deseado ser ellas! Su oscuro cuello
y ese peculiar modo de anidar en las colinas
donde los castores aprenden su oficio y alimento.
El estanque donde una vez me zambullí y luego abandoné:
recuerdo aún el canto del sauce en la orilla.

Finalmente, de esa memoria se nutren las cosas;
luego de atravesar la ciudad
llevándose ungüentos y dardos de humo
el monzón cruzó el delta
y penetró el golfo… allá, más allá de los diques

oí al viento desprender hojuelas de zafiro, como en este verano,
y no podrían los sauces sostener mejor su incesante sonido.

 

 

Pasaje

Donde la hoja del cedro corta el cielo
oí el mar.
En las arenas zafiro de las colinas
se me prometió una mejor infancia.

Enfadado, herido de sol,
abandoné mi memoria en la cañada,
un piojo atrevido trenza la cesta de trigo,
gobierna las rocas, reúne los perales
en fanegas de luz de luna
y despereza los laberintos con su oculta tos.

Sin piedad el verano ardió
(me había unido a los bastidores del viento).
Las sombras de los peñascos alargaban mi espalda:
en los gongs bronceados de mis mejillas
la lluvia evaporó su rastro sin olor.

«Ya falta menos, ya falta menos;
mira hacia los rojinegros
viñedos…»: pero la muerte
del viento habló de las edades que añoras
y abrazas, ¡mancha de hollín el corazón del hombre!
Así, di media vuelta y retrocedí, tanto como tu humo
Recaba los datos de tu conocida biografía.

El crepúsculo era una flecha en la cañada
traspasando los robles. ¿Habré recorrido
las décimas esenciales de mi tiempo?
Al tocar el florecido laurel, descubrí
a un ladrón con mi libro en las manos.

«¿Por qué regresas sonriendo en un féretro de hierro?»
«Para discutir con el laurel», respondí:
«Me refugio en lo transitorio, huyo
del constante asombro de tus ojos».

Cerró el libro. Y desde las arenas ptolemaicas
nos lanzó al fulgor del abismo.
La serpiente se alzó vertical hacia el sol;
sobre vírgenes playas agostó su lengua y cascabeleó.
¿Qué fuentes se oyeron? ¿Qué gélidas palabras?
La memoria, comprometida con la página, se había roto.

 

  

Al puente de Brooklyn

De tanto ir y venir por la tierra,
y tanto subir y bajar en ella.
Libro de Job

Cuántos amaneceres, el agitado frío que en ondas descansa,
las alas de las gaviotas se hundirán atravesándolo,
esparciendo blancos círculos de rumor, erigiendo,
sobre la encadenada bahía, las aguas de la Libertad.

Después, su inclinación invisible olvida nuestros ojos
como una visión de veleros que caminan sobre
alguna página del cuaderno de bitácora;
hasta que los ascensores nos sitúen en nuestro día…

Pienso en salas de cine, artificios panorámicos,
gente embelesada ante una escena que seduce
ocultando el sentido, a la que regresas siempre,
aunque intuida por otros ojos en la misma pantalla.

Y Tú, que atraviesas el puerto, a paso de plata
como si el sol caminara sobre ti, y aun así dejara
algo de movimiento sin prodigarse en el transcurso:
¡implícita vive en ti tu libertad!

Desde alguna escotilla subterránea, buhardilla o celda,
un demente se apresura hacia tus parapetos,
aturdido por instantes, el aire infla su camisa,
la burla se percibe en la enmudecida caravana.

Wall Street abajo, de las vigas a la calle gotea el mediodía,
un diente arrancado del cielo de acetileno;
por la tarde las grúas arrastran las nubes…
Tus cables respiran la atlántica quietud boreal.

Oscuro como aquel cielo de los judíos,
tu galardón… se te rinden honores
de anonimato que el tiempo no puede enmendar:
conmovedora indulgencia y perdón nos otorgas.

Oh arpa y altar, fundidos en furia
(¡cómo pudo el esfuerzo alinear el canto de tu cordaje!),
maravilloso umbral de la visión del profeta,
de la oración del paria y gemido del amante.

De nuevo los semáforos rozan tu ágil,
compleja expresión, inmaculado suspiro de estrellas
bordando tu senda, condensada eternidad:
hemos visto a la noche recogerse en tus brazos.

Bajo tu sombra en los muelles esperé;
solo en la oscuridad se aclara tu sombra.
Las encendidas parcelas de la ciudad tiemblan,
ya la nieve sepulta un año de metal…

Oh, insomne como el río bajo tus pies,
hinchando el mar, el sueño de las llanuras,
hacia nosotros mísero fluye, desciende
y desde sus ondas ofrenda un mito a Dios.

 

 

La torre rota

El tañido de la campana que al alba llama a Dios
me sume en el presagio fúnebre
de aquel día en que recorrimos los prados de la catedral
de foso a crucifijo, fríos nuestros pies al salir del infierno.

¿No has oído, no has visto ese cuerpo
de sombras en la torre, cuyos hombros mecen
antífonas de carillones arrojadas a las estrellas
antes de ser devoradas por los rayos del sol?

Las campanas, pienso, las campanas derriban su torre;
oscilan, ¿a dónde van? Sus lenguas graban
membranas en la médula, mi extenso registro
de intervalos rotos… ¡Y yo, su sacristán esclavo!

Encíclicas ovales de los cañones colman
el silencio muerto del coro. ¡Ahogadas voces masacradas!
Pagodas, campaniles que llaman al despertar.
¡Oh ecos en cascada postrados ante la llanura!…

Y entré así al mundo roto
para rastrear la visionaria compañía del amor, su voz
un instante de viento (hacia dónde arrojado)
y sin aferrarse a una desesperada decisión.

Vertí mi palabra. Pero, ¿llevaba mi sangre el registro
del monárquico tribunal del aire
cuyas caderas broncean la tierra, astillando la Palabra cristalina
en heridas que un día juraron esperanza, abandonadas en desesperación?

Las abruptas invasiones de mi sangre me dejaron
sin respuesta (¿puede la sangre sostener la alta torre
al tornarse verdadera la pregunta?) ¿O es ella
con su dulce muerte que agita el oculto poder?

Y en su pulso oigo al contar los latidos
que mis venas llaman y recogen, fuerte y seguro
el ángelus de las guerras que mi pecho evoca:
lo que ya sin heridas guardo, original y puro…

Y dentro resguarda una torre sin piedras
(no hay piedra que cubra el cielo) se desmoronan
los guijarros, visibles alas de silencio incrustadas
contra esferas azules, se ensanchan al sumirse

en la matriz del corazón, baja tu mirada
que envuelve la serenidad del lago e inflama la torre…
el vasto decoro del alto cielo revela
su polvo, y eleva su amor en la llovizna.

 

 

 

-Harold Bloom
La escuela de Wallace Stevens
Un perfil de la poesía estadounidense contemporánea
Edición, traducción y notas de Jeannette Clariond
Vaso roto ediciones
España-México, 2011

https://emea.vasoroto.com/products/la-escuela-de-wallace-stevens

 

La escuela de Wallace Stevens

Hart Crane (Estados Unidos, 1899 – 1932). Poeta inserto en la corriente modernista. Aparte de viajar por su país durante varios años, también trab ... LEER MÁS DEL AUTOR