Gonzalo Rojas

Por Huidobro

 

Los de la feria -¡siempre los de la feria!- le decían loco, qué más. ¿Qué más le decían? Aventurero, avaro, parisino, sin patria, los de allá abajo en la Aldea; maniaco de la invención, desclasado. Y por respuesta él escribía. Escribía. Altazor escribía, Poemas árticos; Mío Cid Campeador, fazaña (¡abolengo galaico de Mondoñedo!), Horizon carré, Tout à coup, Halali, Temblor de cielo, El ciudadano del olvido, Monumento al mar, horizontes: “altura y caída”, “nuevo espacio verbal” como leemos en las exégesis de lo permanente, sin alejarse nunca del alba. ¡El alba! Pero Polemos fue también su padre y a eso vino: a arder. A arder esos cincuenta y tres en la órbita original del Fuego. Del Aire, del Agua, de la Tierra, del Fuego. Tan lejos siempre de las máscaras. De las efemérides como ésta que conmemoramos por conmemorar, por apenas no poderlo ver en lo espontáneo de su luz desde hace ya treinta años. Porque por último, sin puntuación puntual, qué son treinta años en la escala del tiempo de lo efímero. Efímero lo efímero. Algún juez de las letras de este mundo más o menos dominical y espeso –académico, o algo así- partidario, claro, del orden famoso fascistizante escribió el 10 de enero del cuarenta y ocho encima de su cadáver que los ricos como él no entrarán en el reino de los cielos (léase inmortalidad). Todo urdido, lo cierto es que no se le perdonó nunca en la Aldea el oxígeno de su imaginación, su proyecto de hombre libre-libérrimo, con las contradicciones inherentes. Ni su “Elegía a la muerte de Lenin” en plena tormenta del 24, ni su adhesión el 36 a la España de la República, ni aquella arenga única publicada en La Opinión de Santiago de Chile en 1937 (naturalmente excluida de sus Obras completas): “Fascismo: fuera de aquí”. Puntería fenomenal contra las piruetas provocadoras de los pilotos de Mussolini en el aire inocente de aquella limpia capital. Tiradas de versículos que nos aprendimos de golpe.

            Efímero todo. “In propia venit et sui eum non receperunt”. Comprendido habría sido muy otro, dice en uno de sus textos. Pero no pudo ser. Acaso no debió ser.

                                                                       *

            Ahora vamos con Benjamin Péret esa noche por París. Es febrero 53, llueve llovizna en el peregrinaje y bebemos. El su Pernod y yo lento mi vino. Diálogo para hablar de lo que es; y el mago airoso me responde: “-¿Huidobro? Sí, lo vimos como a tantos que llegaron los últimos días de la guerra ese 17. El 17, el 18 y después. El señorito magnífico y mundano –Péret sabía el español con dominio- nos invitaba. Y teníamos hambre. A cenar, a divertirnos con su dinero; pero ese ‘creacionista’ no terminó jamás de convencernos con su ingenio. Ingenio que, mi amigo, no es el humor. No Huidobro. Además estaba hecho casi todo aquí cuando él apareció en el ruedo…” Miré a los ojos al reticente. No, no mentía. No mentía, pero acaso no entendía. Ni sus años de México ni su trato con la poesía y los mitos precolombinos y poscolombinos parecieron darle clave mayor para descifrar el aporte mágico de Vicente Huidobro que sin pasar de telúrico tocaba con lozanía lo maravilloso; ese estado de gracia del primitivo tan exaltado siempre por Péret. “La magia es la carne y la sangre de la poesía”. O simplemente no vio al primitivo en Huidobro sino al defensor de la superrazón y ella se le dio como un atentado contra el mecanismo real del pensamiento y la escritura automática. Pienso que no había mala intención, como no la habrá nunca entre los grandes de veras, sino cierta restricción para ver al rebelde “demasiado seguro de sí mismo”, según sus palabras estrictas. Le dije lo mío sin reservas ni adhesiones totales, insistiéndole una y otra vez que Vicente había sembrado más libertad que ninguno entre nosotros en la medida en que nos despertó a una intransigencia implacable sin autocomplacencia (“nada con la gloriola”, era una de sus espadas), ni menos prosternación ante ninguna ortodoxia. Lo de ortodoxia le hizo gracia, y rió con su chispa. Eran, por cierto, dos miradas la de Huidobro y la suya. ¿Lo originario de esta América, lo nuevo distinto? Me harta el delirio interpretativo, y esto es apenas un relámpago.

                                                             *

            “Soy como este árbol, moriré por la cumbre”.

            Esa la dijo Johnatan Swift, pero Huidobro se vio con nitidez en la imagen premonitoria. No hace tres semanas estuvo aquí en mis tablas de Caracas ese huésped casi invisible en el mundo que es la bellísima Raquel, la última esposa del poeta, treinta años menor: la de “El paso del retorno”; de la que dijo a su vuelta del frente, en la segunda Guerra Mundial: “Traigo un amor muy parecido al Universo”. Con la dedicatoria única: “A Raquel que me dijo un día: cuando tú te alejas un solo instante, el Tiempo y yo lloramos”.

            Entonces hablamos del árbol. Raquel entró en el prodigio arbóreo cantante del enigma huidobriano. Pausada la sonámbula de tanta y tanta luz, empezó diciendo, casi musitando:

“-Estábamos en la costa, en nuestro predio de ‘Lo Huidobro’ en esa comuna de Cartagena cuando el rayo paralizó su palabra. Pavor, zozobra, vértigo, pero imposible trasladarlo, adónde, adónde en este mundo si el derrame cerebral seguía, proseguía el estrago. La mirada y el oído finísimos, advertía Vicente, adivinábalo todo: cada paso y cada gesto en esa habitación tan tensa, a unos metros del mar. Intacto y hermoso, casi resplandecía su pensamiento. Noche fatídica la del 31 de diciembre, tránsito inmóvil del 47 al 48. Con ademán extraño me llama hacia sí, los ojos velados por dos lágrimas, pero sonriente. Casi sonriente. Él, que desde el 19 de diciembre –cuando el ataque fulminante- no había vuelto a hablar, ni una sílaba escasa, díceme ahora ‘esto’ con voz entera, como un enigma o un adiós: ‘Espejo que no tiene reflejo’. Que no tiene reflejo. Ni una palabra más. Ni una sola.”

                                                                       *

Salió de aquí el 2 de ese año nuevo –de veras para él-, a las cuatro de la tarde. Había entrado medio siglo atrás en otro enero como ese, cerrando así el círculo. Dos testamentos: el del 31 de octubre de 1947, y el otro.

 

Huidobro de repente

Increíble que el poeta más joven que nos haya nacido -paradigma del espíritu nuevo entre nosotros- esté cumpliendo los cien años.

            Ninguno más diáfano que él, más libre y seductor, para confirmar el non omnis moriar (no moriré del todo) del viejo Horacio, ese otro hiperlúcido de hace dos milenios.

            La efeméride no cuenta en el caso del portentoso innovador, recién ido Darío. En efecto, cuando este último vino a morir el dieciséis en su Nicaragua natal, el planeta empezaba a dar vueltas a una velocidad nunca soñada y los poetas mismos saltaron fuera de órbita, de un antes a un después. Justo ese 1916 Vicente Huidobro –en ese juego oscuro de pasarse la centella- publicó en Buenos Aires otras claves para su poesía de fundación:

Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas

en su primer viaje a París. No fue el único, por supuesto, en la germinación de nuestra verdadera autonomía poética. Ahí la Mistral, Vallejo, Neruda, para decir tres nombres: estallaban los volcanes.

            Pero no se piense que este 1993 a medio alumbrar sea el año por excelencia de Vicente Huidobro –aunque se escriba de él un río de alabanzas- pues ya desde esas fechas de la primera Guerra Mundial todos los años son los años de Vicente Huidobro en nuestra lengua. Personalmente vivo en diálogo con su espejo por lo menos desde 1933 –cuando empecé a leerlo casi niño- unos cuatro años antes de conocerlo en persona en su departamento de la cuadra 23 de la Alameda en aquel Santiago plácido y remoto.

            Una y otra vez, a lo largo de medio siglo, he reconocido mi filiación con el espíritu convulso y lúcido del binomio 1938-1939, con sacudón de parto hasta en el orden geológico, sin olvidar el impacto estremecedor de la guerra civil española entre nosotros que nos permitió ver de veras a la madre desde su rostro ensangrentado. Sin patetismo, y a favor del distanciamiento, se me aparece así ese 38 fantasmal, año crítico de su propia utopía, distante ya de aquel otro ciclo movedizo de 1920 cuando Chile empezó a ser más Chile y el epicentro de la mudanza en lo poético fue sin duda Huidobro, antipoeta y mago por derecho propio.

            Pero la imantación huidobriana llegó a su plenitud en el proceso del 38 y casi todos los poetas jóvenes de esos días registramos su influjo, y fuimos literalmente atrapados por una relación dialéctica con su persona y con su obra. Por mi parte, me enganché con el proyecto parasurrealista de Mandrágora sin mayor fascinación por el experimento y ahí entré a la casa de Huidobro sin frecuentarla demasiado, remiso como soy a los círculos de adherentes ortodoxos. Tampoco lo fue nunca él y cuando me aparté del equipo mandragórico entendió como nadie la disidencia anarca. “Déjenlo”, le dijo a uno de mis detractores, si cabe el término a propósito de mi intraexilio del 42 en la cordillera de Atacama. “Gonzalo es un loco que necesita cumbre”.

            Pocos como él supieron del riesgo y el desamparo y  -visto ahora desde aquí, desde este cierre del siglo- ninguno como él fue cumbre más airosa y sembró más libertad en nuestra cabeza de muchachos. Sin Huidobro no hubiera habido acaso ninguno de nosotros; ni un Anguita, ni un Lihn por nombrar a los invisibles de repente.

 

Nota:

Por Huidobro” es el texto leído por Gonzalo Rojas en la Universidad de Chicago, con motivo del Simposio sobre “Vicente Huidobro y la vanguardia” los días 5,6 y 7 de abril de 1978, y se publicó por primera vez en el suplemento Papel Literario, Caracas, Venezuela, el 12 de marzo de 1978; “Huidobro de repente”, en la revista Atenea, Concepción, Chile, 1º semestre 1993, pp. 65-66. “Por Vicente” fue leído el 25 de agosto de 1992 en ocasión de un homenaje a Gonzalo Rojas en la Fundación Vicente Huidobro, Santiago de Chile y se publicó en Atenea, Concepción, Chile, 1º semestre 1993, pp. 65-66 con el título de “Huidobro de repente”; Vuelta, México, núm. 202, septiembre 1993, p. 10; INTI, Providence, Estados Unidos, 1994, primavera, núm. 39, pp. 203-204; Atenea, Universidad de Concepción, Chile, 1993, núm. 467, pp. 65-66; Obra selecta, 1997, Caracas-México, Biblioteca Ayacucho, Fondo de Cultura Económica, pp. 283-284; Oscuro y otros textos, Santiago de Chile, Pehuén, 1999, pp. 222-223; Metamorfosis de lo mismo, Madrid, Visor, 2000, pp. 561-562; Poesía esencial, 2001, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, pp. 369-370; Esquizo, Concepción, Chile, Universidad del Bío-Bío, 2007, pp. 381-382.

El 28 de abril de 1948, en Valparaíso, Gonzalo Rojas dio una conferencia sobre tres poetas recientemente fallecidos: Vicente Huidobro, Oscar Castro y Miguel Luis Rocuant. El periódico La Unión, en su edición del día siguiente, titulaba la nota alusiva: “Recordamos a los poetas muertos que se han ganado su vida en el combate”, una frase entresacada de la conferencia de Gonzalo Rojas. Por desgracia se ha perdido dicha conferencia dictada en el Salón de Actos del Liceo Eduardo de la Barra, auspiciada por el Grupo Cultural Valparaíso.

 

Vicente Huidobro (Chile, 1893 – 1948). Poeta, narrador, dramaturgo, guionista cinematográfico, candidato a la presidencia de la república, padre del Crea ... LEER MÁS DEL AUTOR