El gato personal del conde Cagliostro
EL GALEÓN
Desde Manila hasta Acapulco
el poderoso galeón venía lleno de perlas,
y traía además el olor de ilang-ilang,
y las diminutas doncellas de placer criadas por Oriente,
y todo el aire de Asia pasando por el tamiz mejicano,
para derramarse un día sobre las severas piedras de Castilla,
como un extraño óleo de tentación y desafío.
Desde Manila hasta Acapulco
el viejo galeón cuidaba su vientre henchido de canela,
y los lienzos de vaporosas sedas para la ropa del rey,
y las garrafas de muy madurada malvasía,
y los alfilerones de oro para la arquitectura difícil del peinado,
el palisandro, la taracea, el primor,
todo venía en el vientre del galeón
hurtándose de continuo a los corsarios golosísimos,
que pretendían adelantarse en lo de poner a los pies del rey suyo
la espuma blanquísima del coco, el arcón de sándalo, el laúd
copiado del ave del paraíso, y la marquetería
rehilada de nácar, como diseñada por Benvenuto en la Florencia medicea.
Desde Manila hasta Acapulco
el galeón saltaba entre mantas de transparentes zafiros,
y a cañonazos, a dentelladas, a blasfemias,
defendía el bosque de sus entrañas, fuese de compotas,
de abanicos, o de caobas,
y avanzaba hacia el sol legendario de los mejicanos como a un altar,
venciendo, escabulléndose, ascendiendo desde el abismo del océano
hasta las playas donde la finísima arena remedaba la trama delicada
de los tejidos que urdían en Filipinas las últimas hadas verdaderas.
Desde Manila hasta Acapulco
el galeón hacía palpable los sueños de Marco Polo.
Parecía saber que allá en la corte lejana esperaba un rey,
un hombre sensual y triste, monarca de un vastísimo imperio,
un rey que no podía dormir pensando en la renovada maravilla del galeón,
y en tanto los tesoros viajaban lentamente por tierras mejicanas,
y llegaban al otro lado del mar para salir en busca de Castilla,
él se serenaba en su palacio quemando redomillas de sándalo,
jícaras de incienso, pañuelos perfumados con ilang-ilang.
Y así, de tiempo en tiempo el Escorial era como un galeón de piedra,
como un navío rescatado de un mar tenebroso, salvado
por la insistencia de la resina, por el aroma tenaz del benjuí y de la canela.
El Escorial era
un galeón construido por el rey un día para viajar,
sin moverse de su rígido taburete, desde Castilla hasta Acapulco,
desde Acapulco hasta Manila, desde Manila hasta el cielo.
1979
LUIGIA POLZELLI MIRA DE SOSLAYO
A SU AMANTE Y SONRÍE
El maestro Josef Haydn recogía sus últimos papeles. El archiduque,
el Teobaldo al que sus enemigos llaman El Giboso, mira
con la crueldad habitual de su sonrisa al sereno maestro.
Él era el príncipe y el otro era su esclavo. «Maestro Haydn,
le decía, prepárame para mañana una pequeña ópera
en la que haya un hombre feliz engañado por su esposa».
Josef Haydn apelaba a su conocida serenidad, y sin sonreír
hacía una reverencia. «Mañana la tendrá Vuestra Alteza. Ahora,
con la venia, debo retirarme. Mi esposa, la que Vuestra Señoría llama
Bellísima Luigia Polzelli, me espera detrás de esas cortinas».
El maestro Haydn salía por el largo corredor del Palacio,
llevando a su esposa férreamente cogida de la mano. Él sabía
que el Archiduque, el maldito Teobaldo de la Giba,
tenía su paraíso en mirar, nada más que en mirar. Haydn
tarareaba su Serenata para Cuerdas, y apretaba el paso:
sentía, sin verlas, las miradas del otro desnudando a su esposa.
Saltaba el Archiduque de cortina en cortina como un sapo
por el largo pasillo, y el maestro, de reojo, veía con amargura
cómo Luigia Polzelli, la amada de su alma, miraba de soslayo,
y sonreía apicaradamente, a ritmo
con el dorado insistir de la Serenata para Cuerdas de su esposo,
el maestro Josef Haydn, nada menos que eso: el Maestro Haydn.
EL GATO PERSONAL DEL CONDE CAGLIOSTRO
Tuve un gato llamado Tamerlán.
Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,
y melodías de Schubert.
Viajaba conmigo: en París
le servían inútilmente, en mantelitos de encaje Richelieu,
chocolatinas elaborada para él por Madame Sevigné en persona,
pero él todo lo rechazaba,
con el gesto de un emperador romano
tras una noche de orgía.
Porque él sólo quería masticar,
hoja por hoja, verso por verso,
viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,
y escuchar incesantemente,
melodías de Schubert.
(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,
a Katherine Mansfield, y ella,
que era todo lo delicado del mundo,
tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,
melodías de Schubert).
Tamerlán se alejó del modo más apropiado:
paseábamos por Amsterdam, por el barrio judío de Amsterdam concretamente,
y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,
Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura en sus ojos,
y saltó al interior de aquel oscuro templo.
Desde entonces, todos los años,
envío como presente a la vieja sinagoga de Amsterdan,
un manojo de poemas.
De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,
por la melancólica señorita llamada Emily,
Emily, Tamerlán, Dickinson.
LOS LUNES ME LLAMABA NICANOR
Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Vindicaba el horrible tedio de los domingos
Y desconcertaba por unas horas a las doncellas
Y a los horóscopos.
El Martes es un día hermoso para llamarse Adrián.
Con ello se vence el maleficio de la jornada
Y puede entrarse con buen pie en la roja pradera
Del miércoles,
Cuando es tan grato informar a los amigos
De que por todo ese día nuestro nombre es Cristóbal.
Yo en otro tiempo escamoteaba la guillotina del tiempo
Mudando de nombre cada día para no ser localizado
Por la señora Aquella
La que transforma todo nombre en un pretérito
Decorado por las lágrimas.
Pero ya al fin he aprendido que jueves Melitón,
Recaredo viernes, sábado Alejandro,
No impedirán jamás llegar al pálido domingo innominado
Cuando ella bautiza y clava certera su venablo
Tras el antifaz de cualquier nombre.
Yo los lunes me llamaba Nicanor.
Y ahora mismo no recuerdo en qué día estamos
Ni cómo me tocaría hoy llamarme en vano.