Gabriela Kizer

En falso

 

 

 

 

 

Puerto Azul

 

Ustedes se escondían tras las piedras del malecón.

Tú eras rubia, acaso lo seas todavía.

 

Ustedes caminaban de noche y de día tomados de las manos.

Ustedes sonreían sobre granizados de fruta

y correteaban como niños a la orilla del mar.

 

Era el tiempo de ocultar cigarrillos

en los resquicios de una pared precisa.

 

¿Hasta dónde llegaba el aterrado asombro?

¿Hasta dónde la delicia de las manos ya sueltas?

¿Hasta dónde el sol, el musgo, el choque de las olas,

las voces lejanas, el gesto repetido del cangrejo?

 

Yo lo soñaba.

Punto por punto lo soñaba.

Pero no sé qué soñaba.

 

Mi placer está hecho de esa incógnita.

 

 

 

 

Lo vivo

 

Hambrientos de menos,

disponemos cada noche

del sueño de nuestros restos.

 

Lo hacemos con dulzura,

hablando sobre cualquier cosa.

 

¿Qué instante nos detendrá?

¿Habrá calor, lluvia?

 

Ahora nada nos orienta.

Ni siquiera la penuria que damos al corazón,

ni siquiera su peso muerto sobre los hombros.

 

Sombras debilitadas, nostálgicas

de sangre y de destino,

andan zumbando por la casa

que se ha tornado invisible.

 

No pudimos contener sus paredes

ni cambiar los cuadros de lugar.

 

¿Tenemos nombre aún?

 

No llega aquí la melodía

que hace olvidar el hambre a Tántalo,

ni los pasos de la muchacha que sin cesar camina

y conoce la hendidura de la sombra a la luz.

 

No queda para nosotros ni la gracia

del grano imposible de regurgitar.

 

Abre los ojos.

 

El moho se acumula en todas partes

y los pies se nos van y no caemos.

 

Hasta nuestros susurros se han vuelto borrosos.

 

¿Escuchas?

 

¿No ha concluido ya el tercio del año,

la irremediable cita con lo fútil

que queda de lo vivo?

 

¿Y lo vivo —la vibración de la larva

en el pantano, de la espiga;

la memoria del antiguo espejo de mano,

de la seda pegada a la transpiración;

los entrañables y repugnantes sabores—,

la irremediable cita con lo vivo?

 

Porque una cosa es el cese, y otra

sustraerle fragancia al devenir.

 

Escucha.

 

Ni Leteo ni sangre anegan la garganta.

 

Haber perdido el gusto al agua

nos ha salvado al menos de beber.

 

Busco mis pasos, que están perdidos

y no llevan mensaje de otro mundo.

 

Busco la flor trizada, dulcemente disuelta,

¿comprendes? Y un poco de tierra pastosa

donde poner a fermentar esta niebla,

y un vino seco para las tardes

y las magulladuras.

 

 

 

 

Siete vidas

 

Conocí la tristeza

una lluviosa mañana de enero

poco antes de cumplir cincuenta años.

 

Yo, que creí que me las sabía todas,

comprendí de pronto que mi amante

no me quería tanto como decía.

 

No se aguaron mis ojos

(eso ya había ocurrido la tarde anterior

y la tarde anterior).

Tan solo le pasé un trapo con Maderol

a la mesita hindú de la sala

y luego un trapo seco

para que no se le fuese a empegostar

la caja de cigarros.

Pero fue un gesto escéptico, casi frío.

 

Miré sus lámparas y el amor

con que las había puesto hace nada.

 

Supe también que la palabra «empegostar»

es un americanismo y no figura

en el Diccionario de la Real Academia.

 

Repasé su piel, su ser, su rostro,

enteramente su cuerpo en la memoria,

y reconocí asimismo cuánto me los sabía.

Cuánto y cómo me los sabía.

Pero me dio flojera buscar la palabra

que reflejara esa intensidad.

 

Uno tiene derecho a sus venganzas,

me dije.

 

Durante toda la mañana

el sol estuvo saliendo y ocultándose.

 

Supe, por último, que seguiría buscando en sus ojos

la palabra definitiva,

que mi amor no caería de pie.

 

Pensé en los amores que tienen siete vidas

e intenté precisar por cuál íbamos.

Tal vez por la quinta, me dije,

quedan dos.

 

 

 

 

Ríos

 

Que no hubo Sena, Támesis, Moldava.

 

Que faltó un chapuzón en el río Prut

al cual atribuir una fiebre reumática

y el debilitamiento progresivo del miocardio.

 

Que ningún caudal hizo a la tierra edificable,

ni dejó pasar la historia, los pensamientos;

ni reveló la transparencia sonora de la realidad.

 

Que lo que hubo fue lenguaje cenagoso, ríos sin nombre

en los que se pegaban los corronchos de las piernas

o amenazaban con eso y daba espanto.

 

Que transcurrieron horas anudándolas

en la piscina la Culebrita

porque de perderse la cola de sirena

cada vez que pongas los pies en el suelo

sentirás un terrible dolor.

 

Que aguardaba por mí la poción químicamente pura

a cambio de besos sostenidos, apretados contra las piedras,

rodeados de culebras de agua dulce reclamando la voz.

 

Que pudo haber sido más leve la creciente,

el ruido de los rayos cayendo tan cerca de la curiara,

el agua picada, tan repleta de pirañas.

Y si la curiara se vuelca tan solo trata de alcanzar la orilla.

¿Cuál orilla? Si las pirañas buscándome las piernas

con hambre vieja, aguas abajo.

 

Pero deja el desaliento, corazón,

todavía nos queda el pericardio.

Océano y Tetis riñeron para toda la vida

con el único fin de darle estabilidad al mundo.

¿Qué vas a pedir tú?

 

Ofrece tu pesar al Aqueloo

y recuerda la belleza con que Sófocles

cantó a sus sombras oscuras.

 

Recuerda el río de Heráclito, las metamorfosis de Ovidio,

los ríos en que entramos y no entramos.

 

Y cómo somos y no somos los mismos.

 

 

 

 

Fábulas

  

Ni todas las fábulas de reinos antiguos

que por mí aguardan

me ayudarán a olvidarte.

 

Intento, en vano, recordar el poema

en que esto fue dicho espléndidamente.

 

Ya ves cómo has vuelto a dejar mi casa

a merced de la vieja lámpara de aceite

sobre una mesa vacía, apolillada.

 

No voy a frotarla.

Sé bien que su hosco genio no habría de servirme

como no sirvió a la princesa Badrulbudur.

 

Tal vez el curso de los días

y los sencillos hábitos

vayan apaciguando el Ganges

y el color aceitunado del océano Índico

y un ángulo de tu rostro y Catay

y Cipango en mi respiración

y el sabor de tus ojos.

 

¿Qué más puedo decirte?

 

Sé que vendrán noches en que te sobrarán las manos

y no sabes cuánto lamento que este amor

no te haya servido para vivir.

 

Pierde cuidado.

Menos aún me servirá para morir.

 

Como San Brandán,

atravesaré nuevamente el Atlántico ignoto

hasta dar con la isla en la que no habrá bálsamos

ni deseo ni sed ni me bastarán el hebreo

ni el caldeo ni el árabe

ni siquiera tus manos me servirán de lengua.

 

Tampoco me sirve confundir a estas alturas

una pena de amor con el silencio de las sombras.

Desconozco la melodía para aplacarlas

y, sin embargo, noche a noche me duermo

canturreando un poco: me envolverán las sombras

o sombras nada más o voz de sombra

despedazada ya, sangrante

en la desembocadura del Hebro

o en la octava, en la novena cuerda de la lira

o sobre el barro de este callejón de puertas cerradas

y fantasmas que ladran (a mil besos de profundidad).

 

 

 

 

 

-Gabriela Kizer
En falso
Colección Visor de Poesía
España, 2022

 

CUB. LA CANCIO?N DEL AOUTSIDER

Gabriela Kizer (Caracas, Venezuela, 1964). Es poeta y profesora de Literatura en la Escuela de Artes y de la Maestría en Literatura Comparada en la Univer ... LEER MÁS DEL AUTOR