Fredy Yezzed

Carta de las mujeres de este país

 

 

Esta poesía es fuerte, bella y triste, y revela un mundo duro y feroz.
RAÚL ZURITA

 

Carta de las mujeres de este país es un libro donde las madres, esposas, hijas y hermanas le escriben a los desaparecidos de Colombia, y por extensión, a todos los desaparecidos de Latinoamérica. Nos revela con gran belleza, imaginación y hondura ese país que no muestran los medios de comunicación, ese país adolorido, ese país humillado por la guerra. Es un libro que honra y acompaña a las mujeres, quienes son las que construyen, como sobrevivientes, la Verdad, la Justicia y la Memoria. Son poemas que palpitan llenos de amor, esperanza y compasión. Nos dice a través de un entramado epistolar que la poesía no puede ser indiferente frente al dolor de nuestros hermanos, que la poesía es el otro.

FREDDY ÑÁÑEZ
JURADO PREMIO LITERARIO CASA DE LAS AMÉRICAS

 

 

 

NOTA: Los poemas que leerá a continuación aparecen publicados en su edición impresa, especie de libro objeto, de forma apaisada u horizontal en la página, para generar la idea plástica de que el lector abre, efectivamente, una hoja doblada por la mitad y extiende una carta. Por tal motivo, en el formato digital de la presente revista nos resignamos a publicarlos de forma vertical.

 

 

 

5 poemas de «Carta de las mujeres de este país» (2019).

 

 

Las mujeres sufrimos y recordamos la guerra de otra manera,
las mujeres narramos la historia de nuestros sentimientos.
SVETLANA ALEXIÉVICH

 

                               

ICEBERGS BAJAN POR LOS RÍOS DE LA CARTA

 

Asómate a los precipicios de esta página:

allá donde te señalo, van en su roca blanca con un destino negro,

muestran los dientes furiosos, muerden el odio, entran en su propia luz.

 

Flotan icebergs en los ríos calientes de Colombia.

Acércate un poco más: podrás sentir la mañana fría,

el agua desolada, saberlos hirvientes en su témpano.

 

El río piensa lento con su contrabando misterioso.

Trafica con las ilusiones, cumple con humildad su tarea.

Desvelados, dice Alejandro, los muertos pesamos dos lunas.

 

Allí donde te señalo con el dedo: está el hielo dulce desprendido de la tierra,

son arrastrados hacia la latitud más lejana de la memoria.

Navegación peligrosa al centro del olvido.

 

Con una espina van por las venas, con una grieta en el pecho

viajan los icebergs por esta hoja; hombres de hielo

remolcan en el corazón un pueblo.

 

Islas tristes

por el trópico alegre.

 

 

 

 

CARTA QUE SUEÑA CON UN CABALLO

 

Has cambiado de forma, Tirso, en el sueño de tus hijos.

Ya no eres un hombre crucificado ante su miedo, ese salto mortal,

la laguna de sangre en la que te diluiste.

En esta mañana nublada ―como aquella―

hubieses deseado que no te vieran tus pequeños

recoger los panes de la humillación.

Qué error, piensas, si es que piensas, fue llevarlos

a caminar por aquella calle, que ahora evitan transitar.

Cientos de veces se despertaron salpicados de gritos en las pesadillas.

Esta tarde nublada, si es que hay nubes donde estás, no te martirices:

a su sueño ahora desciendes en forma de caballo

desde una colina de pastos verdes y frescos.

Te acercas a tus hijos lentamente, haces inolvidable lo breve,

dejas que deslicen con timidez las manos sobre tu cuello espléndido y caliente.

Hay algo mágico: tú lo intuyes y ellos aún no,

vienes desde lejos para decirles que no están solos.

Un relincho, un escalofrío, tus cascos golpeando tres veces la tierra,

no tienes otro lenguaje que el de los sueños.

Con el viento desordenando tu crin, con el negro profundo de tus ojos,

con las pestañas largas y maravillosas, les pides perdón por aquella mañana

en que la lluvia se tiñó con su padre.

No sufras, amigo, si es que hay angustia en este sueño de tus hijos:

tú no los llevaste a aquella cita, tú no los metiste a esta carta,

fueron tus hijos los que te tomaron de la mano y

te entregaron al viaje.

 

Cumple tu historia colombiana: ven trotando manso y humilde.

Danos tu dolor y tu belleza.

 

 

 

 

CARTA A UN MUERTO DEBAJO DE LA MESA

 

El tiempo entra en la boca y pronuncia nuestro nombre.

Qué forma más extraña, Santiago, de querer meterte en la vida, pegar la vuelta,

echar para atrás como un caballo asustado por una víbora.

 

Tu mano, Santiago, asoma por los bordes de la mesa.

Recuestas tu mejilla muerta en nuestras piernas y con el gato

compites por una caricia en el pecho.

Esa suavidad de nuestros dedos entre tus cabellos.

Cierras los ojos lentamente y respiras profundo.

 

Las familias de este pueblo cenan con muertos bajo la mesa

y de vez en cuando el sabor de la sangre les invade la boca.

 

Santiago, tu cuerpo caliente debajo de la mesa, ¿a quién llama?,

¿a qué mano desea morder, a qué palabra increpa?

El filo de tu mano entra por debajo de nuestras mujeres;

tus uñas sucias, lastimadas, arrancadas;

el castañear de tus dientes interrumpiendo la conversación.

 

Hacemos caso omiso de tu sollozo que lava nuestros pies bajo la mesa.

Oscureces rápido, como cuando se deja de ver ―frente a nuestros

ojos― una fotografía que tuvo valor.

 

Te chupa el abismo que hay debajo de la mesa de toda buena familia.

Quieres que nos duela tu dolor, quieres dolernos.

 

Santiago, el animal mojado de tu miedo palpita,

y bajo la mesa diaria, sin darnos cuenta:

―entre el buenos días y el te amo―,

desaparecemos tu nombre.

 

 

 

 

CARTA AL HOMBRE QUE ASESINÓ A MI HIJO

 

Todas mis noches, oración tras oración, te deseé la sangre más negra.

Dije piedra, dije mercurio, dije lobo, dije árbol podrido en tu corazón.

Maldije las manos de tu madre que le dio horma a tu cuerpo con esperanza,

Maldije a la mujer que te amó creyendo que era amor,

Maldije a la partera que te salvó de ser ángel, de ser miel, de ser boca tierna.

Lejos de mi lengua lancé el pueblo de calles empedradas que te vio correr,

al país que te dio un nombre y este derecho de triturarnos y hacernos olvido.

Encadenada a tu odio, te profesé todo mi amor, y te profesé todo mi vacío.

Soñaba con tu rostro bajo mis uñas, soñaba que me soñabas mirándote en silencio,

soñaba que la lluvia golpeaba a tu ventana con vísceras de cordero.

Pero cuando la zozobra me quebraba los huesos, la vida te puso frente a mis ojos:

no podía creerlo, en tu joven rostro vi el rostro de mi hijo,

en tu mirada perdida vi su última mirada, en tu cabello revuelto vi su grito

llegando alegre de la escuela, con los perros y con el hambre.

Ahora que buscas en el fondo turbio del estanque una moneda,

ahora que añoras entre las hierbas otro nacimiento, ahora que tus manos

heridas se niegan a herir, dime, contesta a este marco sin fotografía,

a esta bicicleta abandonada, a este tigre muerto que es tu país: ¿Quieres mi perdón?

¿De qué te salva él? ¿Qué destruye, qué levanta, que esconde bajo los álamos olvidados?

¿Servirá de algo que limpie la sangre de mi hijo de tus manos?

El perdón duele, sale del estiércol, vuela por encima de nuestras cabezas,

perfuma, mas no termina de lavar nuestras naranjas ensangrentadas.

En medio del pan duro y los ácidos más crueles: te perdono ―pequeño

huérfano―, te perdono y me libero de tus alambres,

te perdono y desanudo tus púas más hirientes.

 

Dime tan solo una última palabra.

Dime bajo qué piedra debo buscar su nombre, dime en el fondo de qué río debo cantar

su melodía, dime entre las hierbas envenenadas en qué corazón debo escarbar…

Tú y yo somos dos cuervos que se miran sin consuelo.

Tú y yo somos este jardín de los desaparecidos.

Este amor violento.

 

 

 

 

CARTA DE LAS MUJERES DE ESTE PAÍS

 

Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,

escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna

ilumina los metales y las pompas de jabón.

Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles. Todas nosotras estábamos allí.

Nos dejaron vivas para que pudiésemos decir las manzanas podridas.

También para que susurremos mientras gotean nuestros dedos:

“No nos arrebataron el amor”.

Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.

Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.

El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.

Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el rayo,

el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.

Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina

bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.

Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras

las que cargamos las carretillas de lodo de un cuarto al otro.

Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.

No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.

Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas

para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.

Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.

La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de una mujer.

Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.

Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.

Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el alma.

Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.

Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma

el amor. Aquí estamos las mujeres de este país

con la luna entre las manos.

Fredy Yezzed (Bogotá, Colombia, 1979). Escritor, poeta y activista de Derechos Humanos. Después de un viaje de seis meses por Suramérica en 2008, se r ... LEER MÁS DEL AUTOR