Genealogía y vías del tren
Geografía infantil , fronteras, peligro leonado
Tanta distancia,
ecuadores punta a punta
que dan vueltas alrededor de la Tierra,
maratonistas locos.
Esa distancia que siempre
te mantuvo a raya.
*
Las fronteras de los países
en la superficie de la Tierra
se estiran como telaraña de cicatrices,
invisibles a la mirada de los pájaros
o al suave ejército de las nubes.
Qué sabríamos de fronteras
sepultadas bajo la nieve
o del simún que las borra
y las vuelve a trazar
en otro lado,
moviendo las dunas de lugar.
*
Una pradera de arenas movedizas
se extiende entre nosotras
como un mantel
de barés verde y amarillo
que creciera bajo el tacto.
¡Y nosotras
que lo desdoblamos!
Medicina forense
Te lo pedirán.
Te pedirán su cepillo de dientes.
Te pedirán su cepillo de pelo, a no ser el peine
con que se peinó el día que desapareció.
Te pedirán el cepillo de pelo o el peine de tu hijo.
Te pedirán el cepillo de dientes, el de pelo
o el peine de tu hijo muerto.
Pero no muerto de muerte natural
sino de muerte artificial,
la que reparte como el as de trébol en la mano de barajas
el homo cartelensis, el que tiene por extremidad una pistola
y comparte con los paramecios una mente de dos neuronas.
El médico forense te lo pedirá.
Te pedirá el cepillo – dentadura o cabellos, qué importa,
pues qué variado y portentoso es el armazón
perfectamente armado del cuerpo humano,
con el marfil blanco hueso de los huesos
y la seda de la sedosa cabellera.
El forense te pedirá el cepillo, pues,
de tu hijo de veinte años
disuelto en ácido porque en el sendero del azar
―no sabe[…] que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no sabe[…] que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada―
se encontró de frente con uno de ellos
como cualquiera se topa con un roble en el bosque,
una piedra en la senda silvestre de un paseo dominguero.
No te devolverán el cuerpo porque cuerpo ya no hay.
Genealogía y vías del tren
a Manuel (Manolo) Arriola
I
Manuel, arquitecto, pintor y poeta, cuyo tío mandó
a construir una tumba estilo egipcio, todo oro y halcones
—las fechas de nacer y morir casi en jeroglíficos—,
y debió coronar su mausoleo con una cruz
para aplacar las objeciones del cura
—pareciéndose la tumba, Manuel dixit, una ambulancia—
escribe versos jocosos para acallar la Llorona.
En el elenco de su historia, no hacen falta las plañideras:
las puso solito el país, Guatemala, como hoy en día,
México ―tierra de nopales y órganos deshermanados
(una mano por aquí, una cabeza por allá)―
pone con tanta diligencia los muertos
para que siga habiendo diversión
en las discotecas del Primer Mundo.
II
Por cada año de exilio en México, Manuel escribe un poema.
Versos a las iglesias coloniales pobladas de santos inmóviles,
pues él ha visto santos de yeso descabezados
por mirar demasiado esas protuberancias
que en el mundo terrenal se llama “pechos”:
la lujuria, queridos fieles, mucho pesa.
Manuel también dedica palabras a las pantaletas
colgadas en tendederos que se llevaban la locomotora del tren
(no sólo los santos son lujuriosos). Las mujeres de vida leve
(¿a poco algunas veces la vida pesa, y más en la cabeza
que en otras partes donde deseo y pesas mejor se acoplan?)
Pero todo eso fue antes de que los políticos sacaran de su manga
las lucientes barajas de la democracia; bello heptasílabo,
con su “estado de derecho”, su “combate a los narcos”:
hablar, hablar, hablar siempre, con lo claro del sol
y lo oscuro del lodo, pavo real que despliega
en su abanico multicolor el plumaje de su elocuencia.
III
El tío de Manolo compró una finca con todo y huérfano
(bonita palabra para decir bastardo).
Viajaba de pueblo en pueblo con una caja de cartón
que era su banco portátil. Los personajes de la vida real
se vuelven personajes de poemas.
In memoriam
a Daniel Chirom, por la amistad
Daniel (digo tu nombre aunque no sepa bien a bien
qué sucede con eso de los nombres y apellidos
allá dónde aletea lo que habitara en silencio
tu andamio de vértebras, hoy, día de tu velorio).
Esas dos sílabas, Da/niel, son ahora el grito
de un ave en el silencio aterrador de una selva incendiada.
Y miro la foto donde hace poco más de un año,
tú y yo aparecemos en un bosque de mi tierra natal
—que no selva sino incendio de árboles, un 8 de octubre,
desplumados al rojo vivo los arces de sus cascabeles.
Allá me pregunté, entre follajes de carmín encalado,
¿qué fuimos, tú, William y yo, más allá de un trío efímero
caminando sin prisa bajo encajes de oro y sanguina
mientras admirábamos, con el espíritu en vilo,
aquel oleaje nemoroso de la naturaleza en brama.
Dijiste, al llegar al breve estanque de mercurio
que se acostaba lascivo delante de nosotros:
Esa laguna que agujera las frondas parece de metal.
Y luego me preguntaste qué había de los castores;
contesté que fueron esos arquitectos sin sueldo
los que construyeron, diligentes, la presa en miniatura
donde los tres nos sacamos la foto del recuerdo.
Miraste con atenta tranquilidad el ojo de agua:
me pareció verlo flotar por un instante,
tan frágil, un planeta de papel en tu pecho crecido
donde anidaba en aquel entonces tu pleura recién curada.
Todo eso es ilusión óptica: ninguna laguna se mueve,
para regresar luego a su lugar de descanso
(tan rápido que nadie lo pudiera advertir),
desposando de nuevo el ángulo de rotación de la Tierra.
El corazón, Daniel, ese animal tan ruidoso.
Y el alma, esa tránsfuga tan callada.
Morimos cuando el cielo se vacía de sus trapecios.
¿Fue en el Parque Nacional de la Mauricie
donde se vaciaron algunos de tus trapecios,
Daniel Chirom, en la víspera de tu funeral?